Escribir el mañana

El sábado empezó diluviando, y eso me salvó de la playa y de la familia postiza que había formado mi abuelo en estas vacaciones insoportables.

Anna y él desaparecieron después del desayuno, que estuvo plagado de bromas sobre el flequillo del escuálido camarero. Muriel me preguntó si podía ir a escribir a mi habitación, porque los días de lluvia la hundían en una melancolía insoportable.

Acepté de mala gana —no le había perdonado aún la ofensa que me había hecho— y pasé el resto de la mañana entre ensoñaciones, mientras escuchaba el tecleo furioso de la concursante del National Novel Writing Month.

Esperé a que se tomara una pausa en aquel reto estúpido que se había marcado para preguntarle:

—¿De qué va, entonces, tu novela?

—Va de una chica como yo que se aburre de la muerte en un hotel de playa, porque tiene la piel demasiado sensible y se quema con el sol. Para amenizar sus vacaciones, decide participar en el NaNoWriMo. Cada capítulo explica su lucha diaria para parir mil o dos mil palabras más.

—Vaya palazo.

Los ojos negro carbón de Muriel atravesaron los cristales en un intento de fulminarme. Luego esbozó una sonrisa pícara y añadió:

—Por cierto, sí que sales en la novela.

—El otro día me dijiste que no.

—Sólo lo hice para chincharte. Estás muy gracioso cuando te enfadas, ¿lo sabías?

Me encogí de hombros mientras Muriel me estudiaba con fijeza.

Para mi sorpresa, de repente se bajó los pantalones de hilo que llevaba desde el día anterior. Tras dejarlos en el suelo, flexionó las piernas desnudas hasta abrazarse las rodillas y explicó:

—Como no pones el aire acondicionado, me estoy muriendo de calor.

—¿Por qué no te quitas también esa maldita camiseta de nanowrimo?

Después de unos instantes de duda, me lanzó una mirada desafiante y finalmente se arrancó la camiseta. El tamaño de los pechos que empujaban el sujetador negro me cortó el aliento.

Muriel sonrió triunfal. Para una «fea con gracia», como ella decía que la catalogaban en su escuela, debía de ser una satisfacción calentar al único joven del hotel que le hacía caso.

—¿Por qué no te pones tú en gayumbos? Así no pasarás calor y estaremos a la par.

—De acuerdo —dije mientras me desprendía de los shorts y de la camiseta con rapidez—, aunque no es exactamente estar a la par. A ti te quedan dos prendas y a mí sólo una.

—Es que yo tengo dos cosas que cubrir. Bueno, tres. Y tú sólo una.

—Yo también tengo tres.

Me miró con extrañeza. No lo había pillado. Luego hizo una mueca para darme a entender que sí. Acto seguido, tomó el portátil de la mesita y se lo puso en el regazo.

Para mi asombro, reemprendió sin más el tecleo furioso con expresión concentrada.

—¿Estás escribiendo lo que acabo de decir? —le pregunté.

—¡Qué va! Eso ha sido demasiado zafio.

—Entonces, ¿qué escribes?

—Escribo lo que puede suceder mañana. En esta misma habitación.

Dijo esto último sin dejar de teclear y mientras su ojo izquierdo vigilaba el bulto que crecía bajo mis calzoncillos.