Un nuevo exilio
Durante los días restantes de vacaciones, que fueron como una cárcel, evité completamente a Muriel. Estaba furioso por todo lo sucedido. Me había utilizado cruelmente como una cobaya para dar contenido a su nanowrimo.
Por culpa de aquel maldito experimento, me había roto el corazón dos veces.
La primera había sido la Aroha torturada y existencial que sólo vivía en aquel diario escrito de puño y letra de Muriel. Seguramente había mucho de ella en aquellas líneas, pero la manera en que había urdido la trampa me imposibilitaba para sentir por ella otra cosa que no fuera resentimiento.
En cuanto a la segunda Aroha, que vivía en el campamento con su padre, no había tenido ocasión de conocerla. La había besado y abrazado por una noche, sí, pero nuestras almas apenas se habían rozado.
Desde que había enterrado aquel diario en el fondo del armario, mi enfado con Muriel me había dejado en manos del vacío. Desayunaba y comía a otras horas para no tener que coincidir con ellos tres. Iba a la playa por la tarde en lugar de por la mañana.
El resto del tiempo lo pasaba en mi habitación, tratando de comprender lo que había vivido. Cuando me asaltaba la angustia de nuevo, leía la carta blanca de Padre Niebla y me sentía mejor, aunque estaba aún demasiado herido para poder seguir aquellas recomendaciones.
Tras la bronca inicial por mi desaparición, mi abuelo prosiguió su rutina en el hotel, como si no se perdiera mucho con mi ausencia en la playa y el restaurante. Bastante había durado ya la convivencia.
«Comprender y no estorbar», me repetía como mantra.
En aquellos días en los que me sentía exiliado de todo, incluso de mí mismo, Muriel hizo un intento de acercamiento que no ayudó a arreglar las cosas.
Era viernes por la noche, y en la sala de fiestas del hotel se había montado una patética discoteca móvil. Nada más lejos de mi intención bajar a bailar pachanga con los otros turistas, pero el caso es que terminé cayendo en la trampa.
La culpa la tuvo Muriel que, pese a todos mis desprecios, se tragó el orgullo y tuvo el valor de llamar a mi puerta a las once de la noche. Llevaba un vestido blanco que le iba un poco estrecho —a saber de dónde lo había sacado— y que la definía como chica de curvas potentes. Se había pintado los labios de rojo y la verdad es que le quedaba fatal.
Fue la primera vez que le hablaba desde que mi abuelo me obligara a bajar de Idilia:
—¿Por qué te has disfrazado?
—Estoy muerta de aburrimiento —confesó con ojos implorantes—. No soporto ver más películas en esa tele enana.
—Pues escribe. ¿No quieres ganar el nanowrimo?
—Estoy estancada. Eras mi fuente de inspiración. Ahora que me evitas, no me sucede nada interesante que merezca la pena explicar.
—Bastante te has divertido ya.
Tras un tira y afloja, me convenció de que la acompañara a la sala de baile, aunque sólo fuera para contar cuántos pisotones se daban las parejas.
La seguí más movido por el deseo de atar cabos que otra cosa, tras cinco días de silencioso orgullo. Me dije que aquélla sería la última vez que hablaría con Muriel.
Aunque la música fuera un horror, sería una manera elegante de cerrar un encuentro que jamás debería haberse producido.
O al menos eso era lo que yo creía.