Noche sobre Idilia
Aunque logré llegar al hotel en autoestop a la hora de la comida, un amargo sentimiento de derrota se había apoderado de mí. Según lo que había dicho el camarero, tal vez nunca volvería a estar tan cerca de Aroha como aquel lunes por la mañana en el campamento.
Sin embargo, había bajado el monte sin haberla visto. Y no sólo eso, sino que el mismo gurú me había declarado indigno de la secta.
«No estás preparado.» Esas tres palabras resonaban dentro de mí como una cruel humillación.
Ni siquiera había tenido el valor de mostrarle a Padre Niebla la foto de Aroha —la llevaba conmigo— antes de abandonar la tienda. Habría bastado con mostrarle a aquella pelirroja pecosa y preguntarle: «¿Está aquí?». Tal vez no habría obtenido respuesta, pero no haberlo intentado ahora me parecía el peor de los crímenes.
Acabada la cena, tras una conversación con Muriel, a quien no revelé lo que había visto por la mañana, me sorprendí a mí mismo haciendo algo que podía considerarse una locura en toda regla.
Cuando estaba a punto de meterme en la cama, desde la que se veía la luna irradiando su luz lechosa sobre el mar, de repente supe que debía volver allí.
A Idilia.
Pese a que el viaje era mucho más peligroso de noche —por la carretera y por el intrincado sendero hacia el campamento—, del mismo modo que la música me había guiado hasta el gurú, seguí el impulso de abandonar mi habitación y ponerme en camino.
Después de medianoche, aquella carretera que se alejaba paulatinamente de la costa estaba totalmente desierta. No me quedaba otra que andar. Con el resplandor de la luna como única guía, caminé pacientemente por el arcén junto al asfalto, bajo el riesgo de que un coche tomara una curva sin verme —era lo más fácil— y me embistiera como un muñeco.
Hacia la una y media de la noche llegué a la entrada del Afrodita. Reinaba un silencio absoluto.
Seguí un tramo más de carretera, muy atento a encontrar el sendero que me había conducido hasta el campamento. Afortunadamente, la luna llena iluminaba cada uno de mis pasos, limitando el peligro a un par de traspiés.
Cuando la primera de las tiendas se perfiló ante mí, como un animal dormido, me di cuenta de la locura que suponía mi expedición.
Por pura precaución, seguí el camino hacia la cima evitando las tiendas donde los miembros de la secta debían de estar durmiendo. En cualquiera de ellas podía hallarse Aroha. Eso si no dormía con Padre Niebla; es costumbre de los gurús acostarse con las acólitas más jóvenes.
Al llegar a lo alto del monte, vi que una luz atravesaba el interior de la gran tienda. El jefe de la tribu estaba despierto.
Caminando muy lentamente para no ser oído, di un largo rodeo hasta llegar a una suave pendiente de bajada, lejos de cualquier tienda del campamento.
No sabía aún por qué había hecho aquel viaje, pero un cansancio infinito me indicó que no tendría fuerzas para bajar y hacer el camino de vuelta hasta el hotel. Implicaba al menos un par de horas.
Aprovechando la calidez de la noche, busqué entre las sombras algún lugar donde dormir unas horas, antes de emprender el regreso de madrugada.
Entre el suelo abrupto y rocoso, al borde del precipicio, encontré una superficie lo bastante plana para tenderme sin que me quedara el cuerpo lleno de cardenales.
Tras aplanar el terreno con las manos, me tumbé muerto de fatiga y apoyé la cabeza sobre mi propio brazo.
Mientras me abandonaba al sueño, un resorte de mi intuición me dijo que Padre Niebla sabía perfectamente que yo estaba allí. Por eso mismo había prendido la luz. Al mismo tiempo tuve la certeza de que ni él ni nadie perturbaría mi sueño. No todavía.