El asalto

Muy impresionado por esta breve charla, que me había hecho sentir como el imbécil que era, regresé a la tienda dispuesto a amar a Aroha por lo que era. O al menos a intentarlo.

Sin embargo, ya no estaba allí.

Supuse que había ido a lavarse, o bien a buscar el desayuno en una tienda auxiliar donde los miembros de Idilia se iban turnando según los días.

Mientras la esperaba, mi mirada recayó instintivamente en el diario que Aroha había dejado la noche anterior sobre las mantas. Me pregunté qué otras locuras habría consignado allí aquella chica sencilla y campestre.

Aunque sabía que actuaba mal, no pude evitar tomar aquel segundo cuaderno —llevaba las mismas letras en purpurina— y abrirlo por una página al azar.

Lo que leí me llenó de tal asombro que necesité saltar a otra página. Y luego otra. Y otra más... Al cerrar el diario y devolverlo a su lugar, un sudor frío me empapaba toda la frente.

Aquellos escritos de Aroha eran observaciones totalmente infantiles sobre pájaros, flores, gatitos y otros personajes bucólicos de aquel mundo del que tal vez nunca se hubiera alejado más de unas horas.

La letra era distinta, y el texto estaba plagado de errores gramaticales y de ortografía.

Estaba claro que el cuaderno que yo había leído en el hotel, pese a contener una foto de ella, era de otra autora. Y yo sabía quién era: la misma que escribía mil o dos mil palabras diarias para aquel concurso infame.

Muriel.

Había jugado conmigo para alimentar su novela con mis reacciones, incluyendo mi huida a aquella comuna. Sin duda lo había pasado en grande conmigo —por fin un personaje extremo— y esperaba nuevas y jocosas noticias sobre mi estúpida persona.

Como si aquel mismo descubrimiento hubiera devuelto a la vida un pasado disonante que yo creía haber dejado atrás, de repente un estallido de gritos quebró el silencio de Idilia.

Salí de la tienda sobresaltado, igual que otros miembros de la comuna que se acercaban a toda prisa al refugio del jefe, donde se había formado el lío. Al ver lo que estaba sucediendo, deseé que se me tragara la tierra.

Mi abuelo se enfrentaba a Padre Niebla y levantaba el puño con determinación a la altura de su cara.

Aunque el gurú no parecía asustado, me interpuse entre ambos y grité al viejo:

—¡No tiene ninguna culpa, abuelo!

—A ti debería partirte la cara ahora mismo —dijo reorientando su furia—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a buscar a una chica.

En aquel momento llegó Aroha con el cesto del desayuno.

Al comprender la situación —tendría que marcharme—, los dos nos abrazamos en un intento de dejar el mundo fuera.

Pero era imposible.

Fiel a su estilo, mi abuelo fue incapaz de respetar aquel último momento de intimidad.

—Es muy bonita, pero podrías haberla invitado al hotel. No pago una habitación individual a pensión completa para que vivas en un campamento.