La última entrada

Aquella noche no lograba conciliar el sueño. Pese a todas las revelaciones, no podía decirse que hubiera hecho las paces con Muriel. Al contrario, no alcanzaba a comprender cómo había podido emprender algo así con un perfecto desconocido.

¿Qué había visto en mí para jugar conmigo y torturarme de aquel modo? ¿Por qué me había elegido precisamente a mí para que sufriera aquella humillación?

Mientras no paraba de dar vueltas en la cama, repasé todo lo que me había dicho Muriel cuando bailábamos agarrados en aquella pista infame. Cada una de sus respuestas llevaba a su vez a nuevas preguntas que podría haberle hecho pero que no hice. Aunque ya daba igual.

Traté de imaginar a la frágil Aroha escribiendo sus observaciones infantiles bajo la sombrilla de su señor padre. Sin duda, aquellos dos no habían pasado desapercibidos para una aspirante a novelista dispuesta a todo para dotar de contenido a su libro.

Sin embargo, aun entendiendo todo el engaño, había algo que me inquietaba por encima de todas las cosas: ¿de dónde salían todas aquellas reflexiones desesperadas sobre el infierno y la felicidad, el pasado y el destino?

Me preguntaba cuánto de Muriel habría en la primera Aroha, pero también cuánto de mí había puesto en mis ensoñaciones.

Ciertamente había disfrutado mucho leyendo aquel diario cargado de rabia y ansias de vivir, aunque hubiera sido escrito en una mañana por una alma tan solitaria como la mía. O incluso más, puesto que había sido capaz de montar todo aquel juego.

Atacado por una absurda melancolía, aquella madrugada decidí releer alguna de las entradas del diario.

Encendí la luz de la lamparita y fui hasta el armario a rescatar aquel cuaderno que había despertado en mí la vibración del amor. Lo tomé en mis manos mientras lamentaba que la Aroha soñada no hubiera existido como tal. O quizá sí había existido, y ése era el nombre que Muriel había tomado prestado para su vida secreta.

Mis dedos pasaron las hojas de aquellas reflexiones que me habían salvado de mi propio naufragio para, acto seguido, hundirme en un abismo aún mayor.

Para mi asombro, al llegar al último escrito que había leído, donde Aroha anunciaba que iba a cometer una locura, descubrí que había tres páginas nuevas.

Sin duda, con la ayuda del maldito Brisbee —él tenía acceso a las llaves de las habitaciones—, durante mi fuga a Idilia, Muriel había tomado el cuaderno para escribir la última entrada.