La ventaja de amar sin esperanza

No quería que Muriel estuviera al corriente de mis miserias —porque eran eso, miserias—, así que esquivé la cuestión con una respuesta lo más vaga posible. Le hablé de un amor platónico que había supuesto una dolorosa decepción para mí.

—Entonces no es platónico —replicó—. Los amores platónicos nunca hacen daño.

—Eso lo dirás tú. Puedes amar demasiado a alguien que no está a tu alcance, y acabas moldeando a esa persona a tu manera hasta convertirla en un ser perfecto, sin defectos de ninguna clase.

—¿Y qué tiene eso de malo?

No supe qué responder a eso.

Muriel se pasó la mano por el pelo negro corto. Luego agarró un guijarro y lo lanzó con fuerza contra una ola que se levantaba, como una sombra, contra nosotros.

—No paras de hacerme preguntas, pero apenas sé nada de ti —contraataqué—. ¿Estás enamorada de alguien?

Lanzó un nuevo guijarro, esta vez con más rabia, y explicó:

—Después de muchos golpes y de sufrir demasiado, he decidido amar a una persona que no me puede corresponder. Me gusta conservar este sentimiento y dosificar la tristeza hasta que se vuelve una sensación agradable, porque cuando no tienes esperanza de que te correspondan, todo resulta mucho más suave.

Esta argumentación me dejó sin aliento. De repente sentí el deseo de abrazarla, pero no quería arriesgarme a que aquel momento mágico se rompiera por un rechazo. Finalmente opté por cogerle la mano mientras el mar masajeaba la arena.

—Eres una chica singular, Muriel. Y además me gusta tu nombre.

—¿De verdad? —Sus dientes blancos relucieron por efecto de la luna al sonreír—. Eres el primer chico interesante que lo dice. Jamás he perdonado a mi madre que me bautizará así.

—A mí me parece bonito.

—Pues a mí no. Muriel es nombre de solterona que vive con doce gatos. De hecho, si me das veinte o treinta años, es posible que acabe así.

En ese momento despegó su mano de la mía, como si quiera reforzar ese oráculo. Yo la miré con simpatía y concluí:

—Peor es llamarse Josan. Con ese nombre sólo se puede ser escalador del Everest o pelotari.

—¿Pelotari? ¿Qué diablos es eso?

El teléfono rojo volvió a sonar en medio de una carcajada compartida, poniendo fin a aquel sábado noche.