Nanowrimo
Por fin había conocido a una persona más negativa que yo. Fascinado por aquella turista atormentada, decidí cerrar el cuaderno tras la segunda entrada para no fundírmelo esa misma tarde.
Aquel compendio de malos rollos sería mi tabla de salvación para sobrevivir a las dos semanas con mi abuelo, así que había decidido dosificar la lectura. Guardé la vieja libreta bajo la almohada y me tumbé en la cama a buscar grietas en el techo.
Aunque había hecho la siesta del carnero, a las seis de la tarde la modorra me atacó de nuevo y me succionó por el agujero negro de la inconsciencia. En la química de mi cerebro debía de pervivir algo de la medicación, ya que seguía sin recordar ningún sueño.
Un sopor implacable velaba mis sentidos, y cuando volvía a abrir los ojos, no recordaba nada de lo que había sucedido entre medio. Como si aquel tiempo no hubiera existido.
Veía mi vida como una intermitencia.
On-off, on-off.
Hasta el día que me durmiera para no despertar.
Dos golpes suaves en la puerta me hicieron abrir los ojos en la oscuridad.
Empapado de sudor —había apagado el aire acondicionado—, mis manos rastrearon el suelo hasta encontrar el teléfono móvil. Al ver la hora sentí vergüenza de mí mismo: casi las diez de la noche. Había dormido cuatro horas como un campeón.
Me levanté de un brinco. Esperaba encontrar al otro lado de la puerta a mi abuelo, que me reclamaba para cenar antes de que cerraran el restaurante.
Dos nuevos golpes, esta vez más leves, resonaron en la madera.
Abrí la puerta de golpe para mostrar firmeza ante el viejo en caso de que quisiera echarme la bronca. Sin embargo, en el umbral me esperaba alguien muy distinto.
Muriel.
Estuve un par de segundos pasmado ante aquella niñata miope, que vestía con un gusto más que dudoso. Llevaba deportivas blancas sin calcetines. Mis ojos resiguieron sus fuertes piernas hasta una minifalda tejana de mercadillo. Una ceñida camiseta blanca revelaba una potente delantera, aunque mi mirada en seguida se desvió hasta un estrambótico escudo en el centro.
Bajo un casco vikingo, aquel emblema constaba de cuatro imágenes con una palabreja en medio que no había oído jamás.
En la parte superior, un tazón de café hacía compañía a un ordenador portátil desplegado. Debajo, dos bolígrafos formaban una cruz junto a una pila de papel blanco.
Entre las imágenes de arriba y las inferiores se podía leer el lema: NANOWRIMO.
—¿Puedes dejar de mirarme las tetas? —se quejó Muriel—. Veo que estás hecho de la misma pasta que tu abuelo.
Aquel comentario me ofendió en lo más hondo, así que pensé en mandarla a tomar viento. Antes, no obstante, le pregunté:
—Es otra cosa lo que miro. ¿Qué significa eso que pone en tu camiseta?
Muriel se metió en la habitación y cerró la puerta tras de sí, como si fuera a revelar un gran secreto. Se pasó la mano por el pelo corto negro y sonrió orgullosa antes de responder:
—Nanowrimo es el acrónimo de National Novel Writing Month. ¿A que mola?
—¿Qué diablos es eso?
—Si me invitas a una bebida del mueble bar, te lo cuento.