Un salto al vacío
Lo único bueno de aquella habitación castigada por el tiempo era que no tendría que compartirla con nadie. O al menos eso pensaba yo antes de que todo empezara.
Mi abuelo había tenido el detalle de reservarme una individual. Estábamos los dos en el mismo pasillo, separados por unas cuantas puertas tras las que se alojaban varias familias ruidosas.
Me desnudé mientras miraba de reojo un programa de documentales en el viejo televisor.
Antes de ponerme el bañador que llevaba dos años durmiendo en un cajón —el tiempo que yo llevaba sin ir a la playa o a la piscina—, me miré en el espejo de cuerpo entero del armario. Estaba blanco como la leche y un par de kilos por debajo de mi peso.
Algunas chicas de mi clase me miraban con descaro en las clases de gimnasia. Tal vez porque no les hacía ningún caso, oía a mis espaldas comentarios que basculaban entre un recatado «Josan tiene algo» hasta el más explícito «está cañón».
Yo atribuía estas atenciones a que era el único tipo que no se les echaba encima a la menor ocasión. Demasiado encerrado en mi mundo para entregarme al flirteo, la mayoría de insinuaciones e indirectas me pasaban desapercibidas.
Desnudo ante el cristal reflectante, me pregunté qué verían en mí que suscitara aquellos comentarios y risitas. Siempre me elegían de modelo para los trabajos de fotografía y vídeo. Al parecer me encontraban esbelto y con rasgos proporcionados.
«La cámara te quiere», me habían dicho más de una vez.
El problema era que yo no me quería. En el espejo, yo sólo veía a un chico desgarbado, de cabellos revueltos y ojeras pronunciadas, fruto de largos meses durmiendo mal.
Una enérgica cuenta atrás en el televisor captó de repente mi atención. Era un reportaje sobre la gesta realizada años atrás por Felix Baumgartner.
Con el bañador aún en la mano, me senté ante la pantalla a contemplar unas imágenes que había visto ya decenas de veces. No me cansaba de verlas.
En Roswell, Nuevo México, había un montón de gente supervisando el viaje de aquel loco austríaco en un globo de helio que lo llevaría fuera de la atmósfera. La pequeña cápsula que le servía de cabina iniciaba su silencioso viaje vertical hacia una altura jamás alcanzada de aquel modo por un ser humano: 39.000 metros.
Baumgartner se perdía en la inmensidad azul como los globos que yo había perdido de pequeño con un hondo sentimiento de tristeza.
La siguiente toma mostraba al austríaco ya en la oscuridad sideral, contemplando la curva del planeta desde la puerta abierta de su cápsula. Parecía dudar entre saltar o no saltar.
Tras unos segundos de vacilación, el hombre se arrojaba al vacío. 4 minutos y 19 segundos en caída libre hasta alcanzar una velocidad de 1.166 kilómetros por hora. Por primera vez, un cuerpo humano desprovisto de artilugio alguno rompía por sí mismo la barrera del sonido.
Según contaba, había estado a punto de perder el conocimiento antes de abrir el paracaídas, a causa de la velocidad y de las violentas vueltas que daba su cuerpo, totalmente fuera de control.
Sin embargo, finalmente lograba estabilizar la caída supersónica y abrir el paracaídas para volver vivo a la Tierra.
Mientras un Baumgartner eufórico se arrodillaba y levantaba los brazos en señal de triunfo, sentí una mezcla de admiración y vergüenza. Meses atrás yo había sido incapaz de salir de casa y cruzar la calle. Una acción cotidiana como aquélla había sido para mí tan terrorífica como un salto al vacío.
Justo cuando iba a extraer conclusiones, una voz conocida bramó al otro lado de la puerta:
—¿Vamos a la playa o qué?