Lugares que no hay que ver antes de morir
Odio a mi abuelo desde que tengo uso de razón. Es un hombre fuerte y presumido que, a sus setenta años, se atreve a abordar a mujeres a las que dobla la edad. Y a veces le funciona. Pero no es eso lo que aborrezco de él. Lo que no soporto es la prepotencia con la que habla de cualquier cosa y su costumbre de no escuchar a nadie, a no ser que elogien algún aspecto de su persona.
Lleva casi media vida viudo y un cuarto de siglo sin trabajar. Nunca he entendido muy bien a qué se dedicaba antes. Dicen que compraba y vendía empresas. Hizo una pequeña fortuna que administra con gran usura.
«Hay que poner el dinero a trabajar» es una de sus frases, aunque tampoco sé exactamente qué significa.
Aquel martes en que mi vida daría el vuelco definitivo empezó siguiendo los tediosos rituales de un hotel playero, donde lo más emocionante es el desayuno, la comida y la cena.
El viejo había desayunado fuerte, cómo no, dando buena cuenta de cada céntimo invertido en la pensión completa. Yo apenas había podido tragar un cruasán, ayudado por un vaso de zumo en polvo.
Tras recoger en nuestras habitaciones las toallas, salimos del hotel y cruzamos las dos calles polvorientas que nos separaban de la playa. Debía de ser la misma del cuadro, aunque a las 11.30 era un hormiguero humano donde no resultaba nada fácil encontrar sitio para tender las toallas.
Yo delegaba esa tarea en mi abuelo, que tiene un talento natural para hallar el lugar idóneo: aquel que permita una mejor y más abundante contemplación de mujeres jóvenes en topless.
En mi primer día de playa, después de tumbarme a su lado con un periódico deportivo, asistí desganado al orden de cosas que se repetiría un día tras otro. Tras cubrir su cuerpo aún atlético con una capa de protección solar, miró el agua con suficiencia y luego abrió un libro francés.
101 lieux à ne pas voir avant de mourir
—¿Qué es este libro tan raro? —le pregunté.
—Una guía de lugares horribles que es mejor no ver antes de morir.
—Está en francés.
—Bien sûr. Ya sabes que tu abuelo siempre ha sido muy afrancesado. Aún mantengo amigos en Perpiñán de cuando trabajé allí en mi juventud.
Interrumpió una historia que me sabía de memoria para contemplar sin disimulo a dos chicas de aspecto nórdico. Acababan de salir del agua para volver a sus toallas, justo delante de nosotros. Me avergonzó la fijeza con la que el viejo radiografiaba el tembloroso balanceo de los pechos desnudos que todavía ganaban la batalla a la gravedad.
—Llevas toda tu vida viniendo a este maldito pueblo y a este hotel —dije para chincharlo—. ¿Por qué diablos te interesan los lugares horribles adonde nunca vas a ir?
—Me gusta saber que no me estoy perdiendo nada.
En mi papel de nieto desvergonzado, le arranqué el libro de las manos para ver el índice de aquellos lugares que convenía evitar. Traduje mentalmente algunos de los títulos de capítulo:
El festival del testículo
El museo de la red de agua potable de Pequín
La hora punta en un autobús de Samoa
El nordeste de Estados Unidos durante la gran eclosión de langostas
La velada de los amateurs en un club de tiro
Desprovisto de aquella guía absurda, el viejo tenía ahora bajo el punto de mira a cuatro mujeres de mediana edad que, prácticamente desnudas, se daban crema las unas a las otras.
—Vaya tetera —murmuró.
—No seas vulgar, abuelo.
—Tienes mucho que aprender aún, pichón. A las mujeres les gusta que las miren, ver confirmada en la mirada masculina su atractivo. Un cobarde como tú tiene cero posibilidades.
—No soy ningún cobarde.
Me miró con sorna antes de arrebatarme la guía para poder parapetarse tras ella.
Mientras me dejaba caer sobre la toalla, escribí mentalmente un nuevo lugar que no desearía ver antes de morir:
Una playa llena de chicas en topless al lado de un viejo mirón
Abrasado por el sol, mientras me decidía a ir al agua, me pregunté por qué a mí no me causaba ninguna emoción especial aquel despliegue de piel desnuda. En cambio, recordé la turbación que me producía la tira del sujetador de la compañera que se sentaba justo delante de mi pupitre. No era especialmente guapa, pero en invierno llevaba unos jerséis anchos que dejaban uno de los hombros a la vista. Yo solía fijarme en su piel blanca y en la tira elástica que sujetaba una delantera que parecía prominente.
¿Por qué era más excitante eso que una playa donde las mujeres van casi sin ropa?
Tal vez por el mismo motivo que deseamos una vida diferente a la que nos ha sido dada hoy. Pessoa lo describió muy bien en uno de sus poemas más célebres:
No quiero rosas mientras haya rosas. Las quiero cuando no las pueda haber. ¿Qué he de hacer con las cosas que puede cualquier mano coger?