La invitación
El cuaderno terminaba abruptamente ahí. El resto de páginas eran de un blanco inmaculado donde reverberaba el dolor y la nada. Impresionado, lo devolví a su refugio bajo la almohada.
Eran casi las diez. En poco rato se presentaría Muriel para comprobar si aquella noche sucedía lo que estaba escrito, algo que en aquel momento no me podía apetecer menos. La historia de Aroha y el mazazo que había recibido la noche antes de su cumpleaños me habían afectado.
Tumbado en la cama, me pregunté cómo habría sido el regreso a casa de esa chica excéntrica, a la vez que culta y sensible. ¿Tendría amigos que la apoyaran en su ciudad? No mencionaba a ninguno de ellos en el diario, de lo cual se deducía que era una alma solitaria.
Mientras cerraba los ojos, me dije que si un improbable genio me concediera un deseo, éste sería ver a Aroha.
Seguramente me llevaría una decepción, como los que acuden a citas con fantasmas de las redes sociales. Aun así, después de haber compartido mi soledad con ella, nada deseaba más en el mundo que poderla contemplar aunque fuera sólo un instante. Tal vez incluso abrazarla.
Dos golpes suaves en la puerta revelaron que la cinéfila y novelista exprés había llegado.
Salté de la cama pesadamente para ir a abrir. Mientras giraba el pomo de la puerta, estuve a punto de decirle que no me sentía con ánimos para ver la película. Sin embargo, callé.
Llevaba unos shorts y su maldita camiseta.
—Toma asiento —le señalé la cama—, como si estuvieras en casa.
Antes de acomodarse, Muriel encendió el televisor y abrió el mueble bar. Metió la cabeza en la pequeña nevera y, tras dudar un poco, preguntó:
—¿Saco un botella pequeña de vino? Es muy propio para una película que pasa en París.
—Saca lo que quieras.
Fingiendo que no advertía mi mal humor, se acomodó en la cama con dos copas, un sacacorchos y la botella de vino. Antes de abrirla, levantó mi almohada para utilizarla como respaldo.
Sonrió al descubrir debajo el cuaderno y lo tomó en las manos para estudiarlo. Mientras contemplaba las letras purpurina de la cubierta, me preguntó:
—¿Aún no lo has devuelto?
—No es asunto tuyo.
—Tampoco lo es tuyo —replicó abrazando el cuaderno para que no se lo pudiera quitar—. Dijiste que pertenece a alguien que ocupó esta misma habitación antes que tú...
Muriel dio la vuelta a la libreta y empezó a pasar las páginas de atrás hacia delante.
—La mayor parte está en blanco —dije.
—Sí, pero aquí hay algo.
Pasó el dedo por la cara interior de la contracubierta y me dirigió una mirada significativa.
Me senté a su lado y palpé lo que me estaba mostrando. Efectivamente, parecía que la dueña del cuaderno había rajado la tela que forraba la tapa trasera para introducir algo dentro. Lo había vuelto a sellar con alguna clase de pegamento.
—Déjame ver —le pedí.
En aquel momento empezó la película y pude recuperar el diario, aunque esperé a que Muriel se sumergiera en el filme para investigar.
El último tango en París empieza con un maduro Marlon Brando que coincide con una veinteañera en la visita de un piso que los dos desean alquilar. La atracción entre ambos es fulminante, y no tardan en hacer el amor en el apartamento vacío. Ése es el argumento.
Tras descorchar el vino y servirle un poco a mi huésped, que ya estaba nuevamente hipnotizada, me acerqué a la ventana.
Utilicé la punta del sacacorchos para levantar la tela de la contratapa que Aroha había vuelto a pegar. A continuación, metí los dedos con cuidado para extraer lo que parecía un cartoncito.
Para mi asombro, descubrí que era la impresión de una foto.
La primera y la única que tenía de Aroha.
Mostraba un primer plano de su rostro pecoso, sobre el que caían unos mechones pelirrojos. Sus ojos de un oscuro azul miraban a la cámara de forma enigmática.
Bajo el retrato, había escrito con un fino rotulador permanente:
¡Al fin 18! Ahora soy libre de vivir o de todo lo contrario.
Sentí un escalofrío al pensar en el sentido de aquella frase. Sin duda, se había hecho imprimir aquella foto —tal vez sacada con el móvil— para documentar su entrada en la mayoría de edad.
Pero ¿qué era eso de vivir o de todo lo contrario?
Si iba a cometer una locura, como había advertido en la última página escrita de su diario, probablemente ya era tarde para evitarlo. Yo había encontrado el cuaderno el martes, por lo que ella había ocultado esa foto como mínimo una semana atrás.
Demasiado tiempo para alguien a quien acaban de destrozar el corazón y no encuentra sentido a su vida.
Mientras meditaba angustiado sobre esto, Muriel sorbía su copa de vino sin apartar la mirada de aquella desigual pareja de amantes. Por el ritmo lento de la película, deduje que era bastante aburrida a pesar de las escenas eróticas.
Volví a contemplar a Aroha, que emanaba una extraña belleza. Tal vez no estaba superbuena, como ella misma había dicho, pero había una mezcla de tristeza y determinación en su mirada que robaba el aliento.
Aquella expresión despierta me hizo pensar que no era una chica que dejara nada al azar. Por primera vez, me dije que no había olvidado el cuaderno bajo el colchón, sino que lo había dejado allí para que alguien diera con él.
Y yo era ese alguien.
Tras leer por enésima vez la nota al pie del retrato, di la vuelta a la fotografía. Allí me esperaba un mensaje más inquietante incluso que el primero.
Con el mismo trazo nervioso, Aroha había escrito:
Búscame y te encontrarás.