Idilia
Tenía la certeza de que en cuanto terminara el cigarrillo volvería al restaurante y se acabaría el turno de preguntas, así que le expliqué atropelladamente que había encontrado algo que pertenecía a Aroha y que necesitaba contactar con ella, o con sus padres, para devolvérselo.
—Déjalo en recepción.
—No puedo. Es algo muy personal que ella no desearía que viera cualquiera. Por eso tengo que dárselo en persona.
Brisbee levantó las cejas mientras chupaba el cigarrillo para aumentar el aporte de nicotina en su delgado cuerpo. Me dirigió una mirada inexpresiva que significaba «¿Y qué quieres que haga? ¿Por qué me cuentas esto a mí?».
Como no había tiempo que perder, añadí:
—Es su diario personal. Por eso sé que tú puedes ayudarme.
Al oír esto, el cigarrillo se le cayó al suelo. Me temí que, tras poner yo las cartas sobre la mesa, él volviera al hotel dando la conversación por terminada. Sin embargo, para mi alivio, encendió otro cigarrillo y declaró:
—No estés tan seguro. Aroha no me dio nunca su dirección y la verdad es que tampoco se la pedí. Ni siquiera tengo su teléfono.
—Entiendo —repuse abatido.
—En el hotel no nos permiten pedir a los clientes datos personales. Y ya me está bien. Cada cosa tiene sentido en su tiempo y lugar.
Se estaba refiriendo a todo lo que yo ya sabía sin comprometerse. Era un tipo hábil. Calculé que tendría unos veinticinco años y, si trabajaba ahí hacía tiempo, debía de tener una dilatada experiencia en pasarse por la piedra a las incautas jovencitas del hotel.
Brisbee apuró el cigarrillo hasta la mitad mientras yo lo contemplaba sin decir nada. Finalmente lo tiró al suelo, dando por terminada la charla. Antes de volver a su trabajo, sin embargo, me sorprendió al confesar:
—No tengo su dirección pero creo saber dónde puedes encontrarla.
Me quedé sin aliento. Antes de continuar, él levantó la palma de la mano, como diciendo «tranquilo, chaval».
—Habría sido mejor no decírtelo, porque Aroha sólo te traerá problemas. Está chiflada.
—¿Quieres decir con eso que está viva? —no pude evitar preguntar.
—Claro que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Al final de su diario decía que iba a cometer una locura.
Brisbee dejó escapar una risita. Me miró con una mezcla de simpatía y compasión antes de responder:
—Hay muchas locuras que se pueden cometer. Matarse es sólo una de ellas.
—¿Qué quieres decir? —pregunté nervioso.
—Mientras estaba en el hotel, Aroha se enteró de que no muy lejos de aquí hay un lugar llamado Idilia. Está en lo alto de un monte y es una especie de comuna.
—No lo menciona en su diario.
—Claro que no... Cuando planeas largarte para que tu familia te deje en paz no dejas por escrito dónde estarás. A mí me habló de ese sitio un par de veces. Al parecer, unos chicos que conoció en la playa habían estado ahí y lo comparaban con los ashrams de la India. La convencieron de que era un buen lugar para empezar de nuevo cuando alcanzara la mayoría de edad.
Me quedé mudo. Estaba preparado para oír cualquier cosa, pero no algo así.
—¿Qué es un ashram?
—Una comunidad espiritual donde hay un gurú y todo eso... ¡Qué sé yo! Tampoco estoy seguro de que haya acabado allí. Las chicas bien son cobardes y les cuesta abandonar las comodidades.
—Aroha no es así —la defendí.
—Entonces, felicidades. Busca el ashram ese de las narices y no me marees más. Me voy a currar.
Alucinado, lo seguí hasta el interior del hotel y lo detuve junto a la puerta del comedor.
—¿Tienes idea de dónde está Idilia?
—Más o menos —repuso estresado—. Creo que ese monte está cerca del camping Afrodita. Lo encontrarás siguiendo la carretera en dirección al norte. Pregunta allí.