La autopista extraterreste

Mi segunda mañana de vacaciones estuvo investida de una insólita y precipitada familiaridad.

Empezamos el día desayunando los cuatro juntos, como si fuéramos ya un clan. Muriel dedicó repetidos elogios a un joven camarero cuyo flequillo, en palabras de ella, era «una auténtica obra de ingeniería».

—No se le mueve ni un pelo de su sitio, ¿te has dado cuenta?

Yo observaba a aquel tipo moreno y escuálido —tenía porte de bailarín— y me preguntaba si mi nueva amiga intentaba darme celos. Una treta absurda, puesto que la noche anterior habíamos compartido cama hasta la una de la madrugada y ninguno de los dos había intentado nada.

No parecía ser el caso de mi abuelo y la madre de Muriel, que durante todo el desayuno no pararon de intercambiar miradas cómplices, prueba de que el baile había dado de sí.

A las once y media llegamos los cuatro a la playa y el viejo ejerció de macho alfa. Plantó una amplia sombrilla para que su joven amante —en relación a él— estuviera protegida del fuego de julio. Para reforzar su papel de patriarca, compró a un vendedor ambulante tres cocos frescos y nos los entregó con magnanimidad.

Luego volvió a sumergirse en su guía de 101 lugares que no había que ver antes de morir, lo cual no pasó desapercibido a Anna.

—¿Qué estás leyendo?

Mi abuelo levantó sus ojos claros del libro para explicar con suficiencia:

—Ahora mismo sobre un pueblo al sur de Nevada que recomiendan no visitar. Se llama Rachel y está situado en la llamada Autopista Extraterrestre, porque cruza una zona restringida de uso militar donde ha habido centenares de avistamientos.

—¿Y por qué no habría que ir ahí? —se interesó Muriel, aún bajo los efectos de La invasión de los ladrones de cuerpos.

—No lo sé, pero la guía dice que ya casi nadie vive en ese lugar, aunque Rachel se considera la capital extraterrestre en la Tierra. Se llama así en honor al primer bebé que nació en el valle, en una época en que se abrió una mina de tungsteno. Ya cerró. Hoy día quedan menos de cien personas y un bar alien.

—Yo quiero ir.

Miré de reojo a Muriel, que aún no se había dignado a sacarse la camiseta de Nanowrimo. Supuse que le daba vergüenza que yo la viera en biquini, así que abandoné la toalla para ir a zambullirme a un mar aún demasiado frío.

Tras sobreponerme al latigazo helado, braceé con fuerza hasta entrar en calor. Luego me tumbé y ofrecí mi cuerpo al sol.

Mientras me dejaba llevar por el suave y constante bamboleo de las olas, me preguntaba qué aspecto tendría aquella Aroha de opiniones tan radicales. Me seducía que manejara referencias de teatro, poesía y literatura que yo apenas conocía.

«Tiene que ser bien poca cosa —me dije—. Las chicas guapas están demasiado ocupadas con sus pretendientes para dedicarse a filosofar.»

Por un momento dejé de pensar en el forzado clan que había formado mi abuelo nada más empezar las vacaciones. Me olvidé de Anna e incluso de los pechos que Muriel se resistía a mostrar. ¿Sería para no desvelar la trampa de las espumillas?

Nada de eso me importaba.

«Aroha», pronuncié mientras hacía el muerto.

La palabra sonaba mágica con el lienzo del cielo como fondo, el mismo que el austríaco había atravesado con su globo. Embargado por una inesperada felicidad, me dije que abreviaría mi mañana de playa para volver al cuaderno.