En el afecto que sigue existiendo por los magistrales cuentos de Horacio Quiroga (1878-1937) —ver el vol. 88 de Biblioteca Ayacucho— acaso prive más, todavía, la intensidad humana de sus relatos, su sorprendente armazón, que el sino espectacularmente trágico de la vida del autor: de joven mató accidentalmente a un amigo, su padrastro se suicidó, la primera esposa de Quiroga se quitó la vida, él mismo puso fin a sus días con cianuro. Por contraste, a sus estudiosos ha interesado más que el escritor fuera hacia los años veinte el primer cuentista hispanoamericano, tal vez uno de los mayores de la lengua española de siempre, y que el exitoso narrador, contra quien reaccionaron burlonamente los jóvenes, entre ellos Borges, se instalara en la «selva», en medio de los fascinantes ríos de la cuenca del Plata y llevara una vida áspera, rústica y salvaje: lucha contra la naturaleza, agricultura para subsistir, amor a los animales, imaginarios negocios rurales fracasados, sus embarcaciones, casas, alfarería y hasta sus ropas, hechas a mano. Si cuando escribe sus impresionantes cuentos todo lo reducía a lo esencial, en sus últimos años de estancia selvática, la vida misma se le fue reduciendo también a pura sustancia: dispersión de la familia, frustración del segundo matrimonio, progresiva soledad del hombre desamparado ante sí mismo.
En esas circunstancias su nexo con el mundo urbano y civilizado, con libros y papeles, se estrechó igualmente a contados amigos. De los años finales del cuentista fue testigo excepcional el escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) —ver el vol. 156 de Biblioteca Ayacucho—, un exitoso poeta que abandonó las musas triunfantes para dedicarse a una controvertida indagación de la realidad social e imaginaria de su país y Latinoamérica. Veintiséis años menor que el cuentista uruguayo, sin haber sido propiamente su «discípulo», halló pronto un entronque de sangre y de filosofía de la vida del que resultó el libro El hermano Quiroga. La obra se publicó por primera vez en 1957. No es una biografía, una semblanza o un perfil. Se parece más bien a los esbozos que hacen los pintores, o incluso a los aguafuertes apurados de los expresionistas: apenas apunta, medio dibuja y traza rápidamente la singularidad vital del desgarrado narrador de la selva a quien considera una especie de Tarzán al revés: se «desciviliza» para hacerse esencial. De ahí la energía inmediata de su conocimiento de Quiroga: lo que pensaba ciertamente —ideas políticas, literarias, etc.— pero, lo importante, cómo vivía una vida sustancial alguien comparable a Gandhi y a Tolstoi.
Buena parte de las observaciones de Martínez Estrada se fundan en fragmentos de las cartas que Quiroga le escribiera desde la «selva». El escritor argentino las conservó y donó al Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios de Montevideo, que las publicó en 1959, con prólogo y notas de Arturo Sergio Visca, junto con otras cartas inéditas del uruguayo. Se trata de cuarenta vigorosos textos, considerados por muchos como la última y desgarradora obra de Quiroga, fechados entre el 19 de agosto de 1934 —cuando acababa de ser editada la Radiografía de la Pampa— y el 7 de febrero de 1937, once días antes del suicidio con cianuro. Desahogos de solitario, exigencia de afectos, problemas de entendimiento con la segunda esposa, dificultades económicas, utópicos y pormenorizados proyectos de negocios imaginarios, la ilusión de que Martínez Estrada sea su vecino en la selva y de día trabajen el campo o la artesanía para dedicar las noches a la conversación y la música, el progresivo desarrollo de un cáncer en la próstata y las no menos curiosas convicciones médicas con las que el selvático tranquiliza su fatalidad. En 1968 El hermano Quiroga y las Cartas de Quiroga a Martínez Estrada se juntaron por primera vez. Ahora vuelven a reunirse estos peculiares trabajos de rara autenticidad humana.
OSCAR RODRÍGUEZ ORTIZ