XII. LITERATURA
HACIA 1930, Quiroga escribía muy poco, pero aún no había madurado su aversión a hacerlo. Producía lentamente, construyendo mentalmente el cuento hasta en sus menores detalles; una vez encobado lo trasladaba al papel sin que tuviera que retocado mayormente. Su último cuento es «El Hijo», el mejor, a mi juicio, con todas sus grandes calidades y muy de él. Yo había decidido no escribir más poesía, coronado de laureles de oro y amortajado de silencio por mis cofrades. Progresivamente, él y yo, llegamos a la certeza de que nuestra Campaña del Desierto había terminado.
Charlábamos de literatura, empero; y ése fue el tema central de nuestras charlas en el Hospital de Clínicas. Más allá fue su último libro, y ya había jurado no publicar más, después de la condenación unánime por la «intelligentsia» de mi Radiografía de la Pampa. Nuestro retiro en la selva misionera era dejarles las colas a los cazadores.
Su desdén era tan grande como el mío por la cultura de fábrica. Iban sucumbiendo o esterilizándose los valores verdaderos, y avanzaba la ola de barbarie alfabetizada que pondría las letras en el nivel de la política. Era una caída en cascada que comenzó antes de fines del siglo pasado, en una crisis espiritual más que económica, que ahora marca una de las mínimas extremas. Nos proponíamos interesarnos en cosas baladíes e inevitablemente recaíamos en nuestros viejos amores de juventud. La verdad es que nos deleitábamos aún en la compañía de las venerables sombras de nuestras idolatrías.
¿Es usted, como yo, víctima del recuerdo? ¡De qué modo permanezco ligado poéticamente a lo que he vivido! Mis predilecciones literarias de mi primera juventud, persisten vívidas en mí, tanto que no me atrevería a juzgar libremente un libro de aquellos que han moldeado mi alma en base candente. Por esto no me atrevo a revisar el proceso de Las Montañas del Oro —ni quiero—, como el de cualquier felicidad que nos dio una mujer. No sé si en estas cartas le he recordado dos versos de D’Annunzio que me han parecido siempre extraordinarios —y tan míos:
Lontano come un grande, passato dolore.
Grande come un passato, lontano amore.
Todo ya está allí.
Quiroga recordaba con nitidez y seguridad sus lecturas, aun las de juventud, y había leído mucho y de lo mejor. No había en su erudición ningún diletantismo y se apasionaba evocando personajes y episodios como si terminase de cerrar el libro. Su conversación era estimulante, pues sus recuerdos formaban parte de su vida, y renunciar a la literatura en tal concepto habría significado la muerte. Siempre se sentía, oyéndolo, la presencia de los seres de ficción como reales e investidos de una sempiterna vida, que a él lo revivificaban, tal como la puso en ellos el ser que los creara. He aprendido de él lo poco que considero de valor en mis actuales idolatrías, tanto en el mérito efectivo de las obras cuanto en la técnica y el estilo del arte de narrar. Mediante su certero juicio cobraban relieve y color páginas que solemos dejar deslizarse como hiatos entre dos acontecimientos importantes; no se le escapaba ninguna intención velada, ningún recurso sutil del «métier». Distinguía la espontánea creación de la maestría del oficio.
Pirandello. Coincidimos felizmente sobre su grandísima habilidad escénica y carencia casi total de verdadera psicología. Juegos de ingenio psicológicos, verba simuladora de profundidad, todo esto en grande. Representa muy bien a esta época de decadencia, como la romana: epigramas retorcidos, hoy psicológicos, pero vacuos y deleitosos como los otros. Puédese valorar la capacidad de Pirandello leyendo sus cuentos y artículos. Muy bien, exponentes de fuerte agilidad, pero nada más.
Se aprendía en él la lección de que en un gran escritor nada es insignificante. Tolstoi cobraba por su taumaturgia su real, gigantesca estatura, sirviéndome en adelante de piedra de toque para distinguir la auténtica sustancia nutritiva del aderezo culinario con que el escritor, que suple el talento con la maestría, parodia la obra siempre gloriosa de la Naturaleza.
Muy bien lo de Frank. Yo vivo, y él no. Pero además es un hombre sin convicción. Yo dije lo contrario en La Nación porque no lo conocía. Es un simple bachiller de la Verdad: un retórico, nada más. ¡Qué bien Dreiser! Le dije a usted alguna vez que yo soy un poco material, y es precisamente esta carga de mi apresto mental lo que me permite ver claro donde otros ven telarañas. ¿Conoce usted la famosa discusión de Tolstoi con y en contra de Turgueniev, Bielinski y otros? Ya hablaremos de ello (hágame acordar), pues aclarará nuestro difícil concepto de Brand.
Recuerdo que una tarde, la única vez que hablamos de Balzac, hizo observaciones acerca de su clarividente intuición de la grandeza de lo insignificante, lo que representó para mí una revelación, el descubrimiento de «lo trágico cotidiano». Sus mercedes eran también muy humildes. Al separarme de él, sentía yo un bien en el alma, como si se hubiese abierto ante mis ojos un luminoso horizonte y estuviera en posesión de una llave secreta para gozar de tesoros ocultos hasta entonces. Barrió en mí los últimos residuos de una educación deficiente y académica, y la credulidad ignorante y escolar en la palabra de los críticos engañosos o en obras que deben su prestigio a la atrofia del gusto por los frutos silvestres. Hudson, de su devoción, completaría la deseducación, en la que, buena o mala, me encuentro satisfecho. El me inició en la lectura de obras desagradables, que había considerado yo de menor cuantía y fuera de los cánones del gran estilo, y extinguió en mí la lámpara mortecina de la poesía que había iluminado los lóbregos senderos de mi juventud. Por él conocí y gusté a los genios del hampa y la gitanería literarias: O’Henry, Bret Harte, Dreiser, Jack London, Sh. Anderson, Hemingway.
En sus días postreros de hospital, Quiroga devoraba libros de aventuras, Tarzán, historias salvajes y policiales.
Me interesan todos los estudios biológicos. Siendo ciencia, cualquier cosa. Tampoco leo mucha literatura, si no es relatos de interés punzante, tipo Wallace. Leo a éste cuanto pesco de él. Pero en verdad no leo sino cuando ando incapaz de trabajar. Como arte, releo uno que otro gran autor, a veces. Yo estoy en una edad, como decía el otro, en que no se lee; se relee.
—«Vea eso» —me dijo un día, sonriendo y señalándome sobre una silla una pila de novelas de la industria de la piratería editorial—; «trago ese alcohol desnaturalizado como un néctar». Pero entonces estaba refugiándose en los últimos reductos de su existencia atribulada, y necesitaba enervarse, morir. Literatura analgésica que además le complacía por no sé qué placer de saborear frutos agrestes y acaso por el gozo de la herejía. En las vigilias sin dolores otros eran sus manjares. De las novelas célebres que solíamos repasar en su argumento, demorábase con la misma gula en los personajes principales y en los secundarios, en los episodios dramáticos en que él distinguía matices muy velados, situaciones inadvertibles para el lector común, frases reveladoras de alguna psicología diabólica (mujeres y niños). Los grandes conocedores del corazón humano han dado preferencia al estudio de la psicología femenina, desde Eurípides hasta Dostoievski y Henry James. Aunque la obra de Quiroga es acentuadamente viril, sus observaciones inclinábanse de preferencia a hurgar en los vericuetos del alma de la mujer, y encontraba en ello una satisfacción sensual, por supuesto.
Comentando las obras colaboraba como autor inteligente. Sabía cómo el autor hizo el montaje de la obra, lo que había trasladado de un lugar a otro y por qué, qué era lo fundamental y si estaba bien que lo hubiese disimulado en un complemento circunstancial. Encontraba digno de un maestro el que Dostoievski desglosara de Los Endemoniados la confesión de Stravroguin, y celebraba que se hubiese atrevido a publicarla.
De El crimen y el castigo destacaba las figuras de segundo término: Pulqueria, Alexandrovna, Dunia, Svidrigailoff; de Los hermanos Karamazov, el capítulo de «Los Muchachos», en quienes encontraba la misma jerarquía dramática de los protagonistas.
Bien por Dostoievski. Sabe usted que es uno de mis dioses. El hombre que ha visto con más profundidad los subsuelos del alma. Descuello en toda su obra a El idiota y Los poseídos (Besi). Releí no hace mucho la primera de estas novelas y Crimen y castigo, con deseo de confrontar mis impresiones después sobre ambos libros. Como en mi primera juventud (creo haber sido el primero, tal vez en Sudamérica, que se empapó en Dostoievski). En «Historia de un amor turbio» se nota fuertemente su influencia (1907).
Si alguna vez pudiera reconstruir las lecciones resultantes de tales comentarios, habría salvado un tesoro de estética literaria. No puedo ahora sino indicar someramente la escena del atentado de Dunia, cuando dispara dos tiros de revólver contra Svidrigailov, y éste, que la ha incitado a descargar totalmente el arma, la toma de los brazos. Ella no lo repele, limitándose a decirle:
—«Déjame» (lo tutea). Esto le parecía un hallazgo de maestro, y al comentarlo su rostro reflejaba la íntima satisfacción de descubrir un gran recurso disimulado. Así de Pan, de Hamsun, y de El colono de Malata, de Conrad, que prefería a todas las otras novelas, de las que recordaba situaciones y hasta diálogos, cuya exactitud corroboraba yo cada vez, pues me obligaba a releer las obras. Recortaba siempre lo importante de la masa multiforme del texto. Era infalible en el acierto de lo fundamental y en la valoración de los méritos que distinguen a un autor de genio de otro de mediano talento y mucha habilidad. Comparados con él nuestros críticos son de una zafiedad insultante. No hablemos de catar los productos adulterados. Un hombre de esa conciencia lúcida de lo auténtico y lo apócrifo, de lo positivo y lo falaz, ¿podía confundir la industria nacional con la gran prosa narrativa europea? ¿Qué significaba que le reprochasen de egoísmo, por no encomiar obras mediocres, autores inescrupulosos? Casi nunca mencionaba autores argentinos ni hispanoamericanos. Apreciaba a Payró, Lynch, Icaza, Rivera, Gallegos sin entusiasmo, y sus reparos me parecían atinados y equitativos. Lo que él buscaba siempre es lo que casi nunca se encuentra. En su tamiz quedaban las granzas que había que tirar y podíamos estar seguros de que no quedaba entre ellas un grano. Su repugnancia por otros autores formaba parte de su dispepsia; y acaso al revés.
Nuestras devociones eran casi siempre unánimes y discrepábamos sobre la interpretación más que sobre las obras mismas. No compartía yo muchos de sus puntos de vista, y tampoco él los míos, sin que esto significara mucho. Siempre que se tratara de obras narrativas, su posición era muy sólida y solo hallábale yo de objetable el apasionamiento, pues en numerosos casos era evidente que asociaba experiencias personales propias a la simple enunciación objetiva de los hechos ajenos. Mezclaba con harta complacencia lo real de sus vivencias y lo irreal de las novelas. Por lo general permanecía fiel a la impresión de la primera lectura, aunque lejana; signo de que dejaba en él huella indeleble, y de que sus dictámenes —siempre intuitivos— se basaban en lo permanente. Era admirable que retuviera tan copioso y variado material absorbido en libros y revistas, durante tanto tiempo y con tal precisión. Recordaba casi literalmente muchos cuentos de Maupassant y Chejov y todos los de Poe, uno de sus ídolos. Muchísimas veces acudía a Kipling y Hamsun, ya por la técnica de narrar, ya por la fuerza de la pasión, el amor a la naturaleza y el vigor de las descripciones. Sus vagabundos le encantaban. Tema insistente para nuestras conversaciones era Ibsen, que los dos reverenciábamos si bien por motivos distintos. Quiroga, como siempre, juzgaba por sí mismo con prescindencia de toda valoración preceptiva, dejando de lado las tesis tan frecuentes en sus dramas y las exégesis profesorales. Toda quintaesencia lo dejaba ileso. En la correspondencia tratamos de Brand:
… Brand: ¡pero amigo! Es el único libro que he leído cinco o seis veces. Entre los tres o cuatro libros máximos, uno de ellos es Brand. Diré más: después de Cristo sacrificado en aras de su ideal, no se ha hecho nada en ese sentido superior a Brand. Y oiga usted un secreto: yo, con más suerte debía haber nacido así. Lo siento en mi profundo interior. No hace tres meses torné a releer el poema. Y creo que lo he sacado de la biblioteca cada vez que mi deber —lo que yo creo que lo es— flaqueaba. No se ha escrito jamás nada superior al cuarto acto de Brand, ni se ha hallado nunca nada más desgarrador en el pobre corazón humano para servir de pedestal a un ideal. También yo tuve la resolución de Inés cuando exigida y rendida por el todo o nada, exclamó: «Ahora comprendo lo que siempre había sido oscuro para mí: “El que ve el rostro de Jehová, debe morir”». Sí, querido compañero. Y también tengo siempre en la memoria una frase de Emerson, correlativa de aquélla: «Nada hay que el hombre no pueda conseguir, pero tiene que pagarlo».
… El final de Brand. También yo me he quedado intrigadísimo con él cada vez que me he resuelto a releer Brand. Parecería en efecto que aquél es la negación del héroe. Pero no es posible que Ibsen recuse a su grande e íntimo personaje. ¿Qué, entonces? Queda lo más verosímil y triste: una concesión a la moral pública encarnada en el espectador. Tan, tan tirante se ha ido poniendo la cuerda, que al final Ibsen ha tenido un alarido bestial de repudio ante su Brand.
Conservo copia de mis objeciones, por considerarlas tan aplicables a Brand como a Quiroga, y en razón de su confesión de identidad. Éste es el punto más doloroso, pues, de nuestras discrepancias. Le dije:
Brand es un fanático, que arranca su sistema de un ideal del dios bíblico, exigente e inmisericorde —el Jehová de Moisés, Abraham, Josué, Samuel y Gedeón— para convertir su ideal en Dios. Brand es la deificación de su fondo inhumano. Hay en él este fenómeno de suplantación: lo que él atribuye a Dios como su Voluntad es su voluntad oscura que se coloca en lugar de la de Dios. Es cierto que Brand vive y obra en función de esa supuesta voluntad de Jehová; pero en el fondo sirve a una idea terrible que brota del fondo de la pobre naturaleza sorda a la piedad. Brand es un sacerdote, un hombre cruel que necesita una doctrina para no horrorizarse de su crueldad. Y encuentra el Jehová destructor de pueblos. Inés, en cambio, es la mujer atraída por el ideal terrestre, el ideal de la vida que no debe ser falseado, ni siquiera con la idea de Dios; pero que también necesita creer en algo supremo. Inés cree en Dios, después de haber sido una mujer sensual en los amores con el pintor Eynart. Brand la deslumbra con su fanático valor. No teme la muerte, Brand, cuando hay un deber que cumplir. Pero ese deber que fascina a Inés todavía es terrestre y ella lo puede comprender. Hay que socorrer a un infeliz. Inés cae bajo la fascinación de Brand y ese Dios del que ella dice que no se le puede ver el rostro sin morir, está en Brand. Todo o nada. Brand encarna a Dios; es un Mesías.
Pero hay aquí algo muy interesante, y es que en contraste con el Dios mónera de Brand, Gerd tiene un dios pánico. Cuando Brand quiere construir un templo mayor que el viejo, Gerd quiere las montañas coronadas de nieve. Brand entiende esto al final cuando quiere destruir también el nuevo templo, que es mayor que el viejo, pero siempre chico. Gerd ha nacido del amor malogrado de un artista con la madre de Brand, de una madre que no importa saber quién es. Una madre cualquiera. Gerd es la tierra. El dios de los cielos puede ser cruel, y hasta tiene la necesidad absoluta de serlo, porque hay que aniquilar la materia: Brand ha entregado el alma de la madre y después al hijo Alf y a la mujer. El dios de la tierra es piadoso: es caridad. La voz que oye en el cielo, al morir, ¿es la voz del dios de Brand o la del dios de Gerd? ¿No es la voz de la tierra, de esa tierra donde reposan la madre, Alf e Inés, la que lo arrastra en forma de alud de nieve? Frío, frío. Es un problema profundo y terrible. No hay concesión de Ibsen, porque la última frase: «Dios es Caridad», no soluciona nada, sino que da vida al problema. Pero ¿cuál fue la intención de Ibsen? ¿Fabricó un monstruo en el cual no creía? Usted, Quiroga, como Inés, fue fascinado por Brand; pero estoy seguro de que Brand no fascinó a Ibsen. El Brand hombre; pero el Brand hombre sin Jehová, el Brand mesías de un dios inexistente, era un fantasma; en efecto, una mistificación; una crueldad. Y de no existir Jehová, que no sabe qué es un hijo que se muere, porque hace creer que solo interesa el espíritu, si no existe ese Jehová del Sinaí, entonces el Bedel, el Sacristán, el Obispo, el Médico, el Albañil, Gerd y Eynart tienen razón y la voz de los cielos sobre el alud, también.
Sus respuestas fueron:
Me alegra que hayamos discordado sobre este riquísimo venero de ideas. Claro que vamos a discutir el punto. Yo sostengo enérgicamente mi tesis, partiendo de estas dos premisas: traducción exacta de la palabra final: entendimiento nítido de la palabra caridad. Si por toda respuesta a su por qué agónico, Brand no obtiene de Dios más que la esperanza de su caridad, cuanto ha sido, dicho y hecho Brand, incluso condenar a su madre al infierno, que ha muerto gritando: «Dios tendrá el corazón menos duro que mi hijo»; si la madre, y la esposa y el hijo, y en última instancia entonces el bedel, el deán, el obispo y toda la chusma que subsigue estaban en la verdad, tenían razón de su proceder, el personaje Brand es una mentira, y una vil farsa del autor que da tal potente idea a un personaje y a una tesis que sabe él mismo son pura farsa… (nota: Continuaré, si Dios quiere, con Brand. Es mi hobby).
… Ha aflojado entonces. ¿Qué otra interpretación queda de ese pobre final? Si hay un personaje hecho todo de acero del principio al fin, él es Brand. Más: la excusa de su feroz idealismo es precisamente la tremenda tensión a que llega tras las tres pruebas del drama. Si aquel final no es una cobardía escénica, es una cobardía moral de Ibsen. Pero esto no es posible en tal hombre, una y cien veces probado. Quedémonos entonces con la única presunción posible: una aflojada al público. Porque aunque Brand es —como reza— solo un poema dramático, Ibsen no ha dejado un momento de ver la escena. Y entre paréntesis, no hay autor, incluso Pirandello, más teatral que el noruego. Admitido esto, piense usted un momento en el efecto que hará en la bestia de la platea, el casi suicidio de un hombre emperrado en su feroz y egoísta locura, que ha sacrificado a su madre, su hijo y su mujer por no dar su brazo a torcer. ¿Qué otra cosa puede pensar el espectador de Brand, de un sujeto tres veces criminal y que muere sin redención? Si pensamos que entre centenares de miles de individuos del común, usted y yo estamos del lado de Brand, comprenderemos bien la impresión del espectador, para quien el actor no interpreta al personaje sino que es el personaje mismo. También a mí me interesa muchísimo su opinión sobre ese final. Rectifico algo, sin embargo, la única flojedad psicológica de Brand es aquélla en que el pastor se asusta ante la posible muerte de su hijo, diagnosticada por el médico, y se dispone a huir al sur con su chico. —«Tan duro para los demás y tan blando para consigo mismo», dice más o menos el médico. Brand se rehace entonces. Bien: ni aun ante esa inminente catástrofe, Brand debía haber claudicado un instante. Acababa de condenar a su madre, cosa también bien seria. Pero Ibsen no se atrevió a mantener la tensión de su Brand hasta ese punto. Una criatura de un año ¡sacrificarla! Desde aquí estamos oyendo la gritería de las almas virtuosas, presentes al acto. Cedió, pues, un poco. Por lo demás, el efecto dramático logrado con esa aflojada del hombre de fuego, a punto para que el médico coloque su frase, es de primera. Pero ese tercero o cuarto acto —no recuerdo bien— en que Brand tuerce y retuerce, a fuer de supremo inquiridor de nuestra pobre raza, a la lamentable Inés, no tiene parangón en nada humano.
Quiroga ha hecho la autodefensa en una situación tanto o más grave que la de Brand. Independientemente de este trágico aspecto del debate, y ciñéndome a la obra de Ibsen, debo agregar algo más. Aunque Quiroga omitía considerar que esta obra responde a una concepción religiosa y mística de la vida, inspirada en Kierkegaard, sus puntos de vista coincidían con tal filosofía inclemente de los deberes de conciencia, estando él más próximo al pensador danés que al dramaturgo noruego. Creía que la frase misteriosa que Brand oye en el cielo, al morir arrastrado por el alud, se le aparece al autor inesperadamente, por decirlo así, siendo una inexplicable negación de la doctrina del pastor «de fuego y de acero», con lo que invalidaba su vida entera y los tremendos sacrificios que ocasionara, convirtiéndose en crímenes sus exigencias de absoluta integridad moral. Mi opinión era y es otra. La frase da origen a la tragedia.