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Enero 12 de 1936
Querido Estrada: Dejé pasar largos días después de su última, confiando en que de un momento a otro le enviaría carta sentimental y de negocios. Éstos se han atrasado hasta hoy. Pero anteayer recibí por telegrama de Montevideo la fausta nueva de que ayer, sábado, saldría la liquidación jubilatoria a mi orden. Espero pues enviarle por correo próximo un giro sobre casa de comercio de ésa.
Como le exterioricé mis descalabros económicos, lo inicio en mis posibilísimos éxitos. En el Uruguay está a la firma una partida ministerial para gastos de representación consular, acordada en $75 oro uruguayo. Como estas asignaciones se giran en dólares (vaya a saber por qué), los tales 75 se convierten en más o menos $300 m.n. Agregando a éstos los $130 de la jubilación, me hallo pues propietario de 430 pesos mensuales —el paraíso sobre Misiones—. Aprecie Ud. la enorme tranquilidad que esto representa para nosotros. No aspiro a más. Y ojalá sea todo cierto.
Sabrá Ud. que entre los varios amigos que porfiaron para sacarme del paso ante el gobierno esquivo del Uruguay, ninguno tuvo el brío de Amorím, ahí donde Ud. lo ve. A él le debo, en grandísima parte, el estado actual y próximo. Débole, pues, eterno agradecimiento. Porque poseo en grado máximo esta contrita virtud, también piedra de toque de un hombre leal.
—He leído bastante a Hudson, aunque no ciertamente tanto como Ud. En total, creo: La tierra purpúrea, El Ombú y Allá lejos… Tal vez algunos cuentos sueltos. Ya vi su amor al autor cuando elogió Ud. un cuento suyo. Y en cuanto al amor al hombre, yo lo profeso al igual de Ud., con menos fervor acaso, porque Ud. lo está admirando hasta ahora desde lo lejos de su vida urbana, y yo estoy viviendo un poco la vida natural, —hudsoniana.
Cuando Munthe (autor de El libro de San Michele) se aisló en la isla de Capri, repuso a los estetas que se pasmaban de su carencia de música (¡él, Munthe!): «¡Pero tengo los pájaros!». Probablemente durante una hora en el día Munthe hubiera tocado con éxtasis su violín; pero en el resto de las 23 horas sobrantes, solo pájaros. Y el goce, la normalidad y la supervivencia de estas 23 horas son al fin y al cabo la vida misma. Por esto cuando compre su campo (¿vivirá Ud. en él?; tengo curiosidad de saber esto), tocará el violín cuando justo y preciso su alma tenga sed de él. «Beber, comer y amar cuando realmente se tiene ganas».
—Escribí a Glusberg, no sin darle un poco cuenta de mis disgustos ante la prédica comunista del amigo en cuestión. Me va a contestar malhumorado. Para peor, le decía que se me había ocurrido una alegoría sobre el tópico, de suma eficacia, que no escribía por respeto a la buena causa de verdad. La esencia de la fabuleja es que para muchas gentes el trabajo no es una virtud, ni una maldición, ni una necesidad, ni un heroísmo, sino un programa. Y es lástima que se me haya ocurrido contra mis propios lares [?].
Tiene Ud. que ver un día mi jardín y mis pájaros, amigo. ¡No se sigue el espinoso sendero que se ha abierto ante nosotros, sin llegar a ver la zarza ardiendo! Piense de nuevo en lo interesantísimo que le resultará a Ud. —y a su mujer, desde luego— contemplar la vida que puede hacer un ser honesto.
Fuerte abrazo y saludos
H. QUIROGA