V. THE IMP OF THE PERVERSE
EVITÉ TENAZMENTE, hasta que tuve que ceder, acompañar a Quiroga en sus acrobacias náuticas. La vectación vespertina por la Avenida Alvear tampoco era cuestión de aceptar sin augures. Invitaba con voz que podía significar:
—«¿Qué le parece si nos estrellásemos esta tarde? ¿No le resultaría magnífico que nos ahogáramos en el Tigre?».
Ni él ni yo sabíamos nadar, ineptitud a la que no daba ninguna importancia. Lo que en realidad quería de sus acompañantes, es que juzgaran de la alta calidad de sus construcciones; según opinión de los técnicos, verdaderas obras de arte de la arquitectura naval. Ésta era su gran maestría y recóndita vanidad.
La experiencia de cómo guiaba el auto me precavía de sus condiciones de piloto. Pero había siempre una romántica persuasión en su «Invitation au Voyage». Le apasionaba cuanto representara un peligro mortal, porque en el fondo de su corazón deseaba morir. Como un jugador se entrega al azar con los ojos cerrados, se abandonaba él al albur de la tragedia. Tal es un rasgo peculiar de su psicología, pues evidentemente de ordinario conducía sus relaciones con el semejante dejándose llevar o arrastrar por el «diablejo de lo perverso» hasta los bordes del precipicio de lo irremediable. Vivía tentando irrespetuosamente a las Parcas.
Sin duda un paseo tal era una prueba de nervios y nada parecido a navegar plácidamente por los canales contemplando los paisajes que constituyen el encanto peculiar del Tigre; paisajes de paz para disfrutar en paz. Pero Quiroga navegaba en el Tigre como Jack London en los archipiélagos del Pacífico. No podía esperarse otro gozo que el de la emoción violenta, el peligro como fin y finalidad de la excursión. Precisamente lo que a nadie se le ocurría ir a buscar al Tigre. No se tenía tiempo ni ganas de observar nada. Ignoro si el navegante vocacional puede unir los sobresaltos de lo imprevisto con la tranquilidad de la contemplación, pero para mí, las pocas veces que acompañé a Quiroga en sus malones al Carapachay, fueron una tortura. Me pareció cierto que tampoco él buscaba en esas correrías placer ninguno, sino, al contrario, la auto-flagelación psíquica, por las metamorfosis del peligro inminente; siempre igual y siempre inesperado. No tengo ninguna versación en temas de deportes violentos ni de seudomórfosis del masoquismo, y carezco de competencia para afirmar que Quiroga amaba lo que podía destruirlo. ¿Destruirlo? No le parecía cierto que pudiera morir. A mí tampoco, pues aunque lo veía tan frágil lo notaba seguro de sí mismo, como sus canoas, livianas e insumergibles.
Yo tengo —y debo habérselo dicho— gran fe en mi estrella. Por ella esperé confiado en la recomposición.
Por fin, una tarde Quiroga me persuadió, o quebró en mí el instinto de conservación, y probamos la excelencia de su último navío. Aquella tarde era una lámina luminosa de infinita calma y soledad. Partimos hacia la isla de Ogigia o las Bermudas. Después de sortear las sirtes del Gran Capitán se internó en el Río de la Plata. No sé si las aguas o el timonel imprimían a la embarcación un cabeceo hípico, convulsiones de potro marino. Medio bote sobresalía de la superficie, de modo que no se podía decir si navegaba o volaba. Iba yo asido al borde de la canoa, alerta de un viraje sin preparación que me arrojara por la borda, al mismo tiempo que admiraba la dignidad con que Quiroga empuñaba el timón, con toda la arrogancia de un almirante holandés, acurrucado en la popa. Era un jinete y no un piloto, que alardeaba de no tener ni idea de lo que estaba haciendo.
A pesar de todo, regresamos embarcados al muelle.
(Puedo dar fe de que los botes construidos por Quiroga eran insumergibles y, además, que él los gobernaba como a tritones que esperaban su voz de mando para echarse a volar).
La Era de la Canoa fue la última; la precedieron la de la Moto y la de la Voiturette.
Hacia 1928, Quiroga tuvo un accidente de tránsito. Tenía un dios aparte, pero ese día el ángel de la guarda se cansó. De esas batallas había perdido gloriosamente muchas. Me escribía:
Me acuerdo de los tres meses que pasé en el jardín de casa con la mano en cabestrillo. Fue muy fuerte aquello. Y pasó.
Aquella tarde, su voiturette embistió a otro vehículo, en la Avenida Alvear. Maltrecho en la cama del hospital, se complacía en falsear la verdad de los hechos, pues todo el mundo sabía, sin haberlo visto, cómo ocurrió el accidente. Explicó la maniobra rapidísima que él realizara, la torpeza del volante que le arrojó el coche encima, y censuró a la policía porque dejaba manejar en el Centro a individuos irresponsables. Mientras relataba el suceso, que iba perfeccionando poco a poco, nos miraba suspicaz, sospechando que no le creíamos. Comentaba: «Suerte que andaba solo; di dos vueltas en el aire, desalojado del pescante, y nada más».
Lo internaron magullado y con dos metacarpos rotos. Todavía era de buen tono visitarlo y llevar al café algún chascarrillo a expensas de su triste figura. El asumía la responsabilidad de tan copiosa y equívoca popularidad, y otros enfermos internados solían llegarse a su salita para saludarlo y conversar cuando no tenía otras visitas. Siempre me pareció que Quiroga amaba «sus hospitales», como Verlaine, y no por motivos muy distintos.
Cuando le quitaron el entablillado de la mano izquierda mostraba los dedos anquilosos, mirándoselos como si se los hubieran regalado. Solo quedaban prácticamente hábiles el pulgar y el índice, que abría y cerraba a manera de pinza de artrópodo —«No importa —comentaba—; todavía puedo agarrar las herramientas». Siete años después:
Sentiría mucho, sí, verme baldado para el resto de mis días, sin poder trabajar como lo hago. Pero como también es cierto y justo, no hay desgracia que no deje una ventanita abierta hacia un goce que se ignora cuando se es todavía un santo bruto. Ya hallaré la ventanita…
Durante la convalecencia mostrábase dichoso, aunque mutilado, de estar vivo. Por muy vehementes que fueran sus afirmaciones estoicas de que la muerte le era indiferente, estaba aferrado a la vida con tuercas bien ajustadas. Amaba la vida también porque era desdichado; otra cosa habría sido una insensatez inconcebible en él. Cuando se han descubierto, con las miserias las maravillas del mundo, se le pide a Dios —como hizo Hudson— que le deje a uno vivos los ojos sobre una piedra, en cualquier parte, para poder seguir viendo su esplendorosa belleza.
Entonces recobraron inusitada urgencia sus proyectos de regresar a Misiones para retomar los trabajos interrumpidos, el ritmo de su existencia. Estaba ansioso de probar la pinza a que habíasele reducido la mano, y necesitaba huir de la ciudad de los transeúntes y de sus peligros. Su carácter se hizo más áspero. Volvió a plantear la disyuntiva horriblemente inhumana: «O todo o nada».