I. ESENCIA Y FORMA DE LA SIMPATÍA
HE MEDITADO sobre si la palabra «amistad» comprendía cabalmente el género de relaciones que nos ligó, a Horacio Quiroga y a mí, y encuentro que solo podríasela aplicar si diéramos al término una acepción arcaica que ha perdido. El grado de intensidad, la absoluta objetividad personal y el desinterés que la ha caracterizado, exigirían para la palabra amistad una explicación harto sutil y difícil, sin que viniera a convertirse por ello mismo en otra limitación del concepto. «Hermandad» es más precisa. Indica, además de cuanto pueda significar la amistad, un ligamen, por decirlo así, irracional y superior por naturaleza a la relación aleatoria, basado en una identidad de sangre tal como lo expresa el uso corriente del vocablo gentilicio, y en una identidad de destino o parentesco fatídico en que entran como factores de la unión espiritual inclusive aquellos que pueden obstar o desmerecer la amistad. Suele usarse la palabra «hermano» en un sentido aproximado al que pretendo fijarle aquí, cuando la usaron los paisanos para indicar, precisamente, no solo camaradería sino la suerte común en que dos seres, unidos por vínculos afectivos, vienen a encontrarse en los azares de la vida. Lo que Martín Fierro expresa diciéndole a Cruz: «Ya veo que somos los dos / astillas del mesmo palo».
Cuando nos conocimos (después de habernos tratado algún tiempo y muchas veces en forma asaz cordial) Quiroga y yo sentimos una hermandad de sangre, una afinidad espiritual y una identidad de ser y de destino como solo se conocen en mitos y leyendas. Más fino, él lo captó antes que yo.
Hay que ver lo que es esto de poder abrir el alma a un amigo —el AMIGO— supremo hallazgo de una eterna vida. ¡Cómo voy a estar solo, entonces!
… Se tiene una inmensidad cuando se tiene un amigo como Dios manda.
… Desde hace treinta años, no escribo a varón alguno cartas tan largas y confidenciales. Aprecie esto, querido Estrada, en lo que vale partiendo de mí.
Fue para mí, y estoy seguro de que también para él, un encuentro conmigo, consigo mismo; una potenciación o enriquecimiento de mi propio ser, mayor dimensión y mayor volumen en cada cual, al tiempo que un sostén en la vida que en momentos muy críticos me retemplaba para luchar con denuedo contra toda clase de adversidades e incomprensión. Hasta que pude. De mí recuperaba mucho bien perdido, como si lo hubiese yo recogido y se lo devolviera. Yo abrí los ojos para contemplar una nueva vía, una nueva verdad y una nueva vida. Tal el sentido que llamaría místico de esta amistad que alcanzó, en vísperas de su muerte, un grado de saturación o sublimación en que separarnos era el único posible coronamiento. Lo demás es exégesis profana.
Lo que pudo haber de desesperado en la actitud de Quiroga al tender hacia mí sus brazos, y para mí de revelación en mi camino de Damasco, confirma mi aseveración de que nuestra amistad era de una pureza religiosa aunque precisamente por no abrirse al infinito, y esto se colige del tenor de su correspondencia más que del texto. Si alguien sufrió una conversión con ella, fui yo. Júzguese por el cambio de mi orientación literaria desde 1929.
De modo que si yo insistiera en aclarar que éramos hermanos más que amigos, agregaría poco al inútil empeño de explicarlo. No creo que en la vida de Quiroga, como tampoco en la mía, haya habido un ser que llenara (mejor dicho: colmara) la necesidad indiscutiblemente instintiva de estar con otro ser sin dejar de estar con uno mismo y solo.
Esta verdad me permite llamar hermano a Quiroga, y tal fue el tratamiento que siempre nos dimos, y rara vez el de amigos. Hubiera sido poco, en efecto, porque nos identificaban mucho más que las concordancias de nuestros gustos literarios y los propósitos unánimes, los tácitos acuerdos sobre cuestiones fundamentales o sobre la conducta, el deber, el ideal, e inversamente, la renuncia de cuanto constituye para muchos la aleación de «intereses superiores» que atan a ser humano y ser humano. Ningún interés ni razón de esa clase nos ligaba. Nos ligaba que éramos «hermanos corsos», dos copias de un mismo tenor.
Es precisamente, como lo prueba el sutil análisis de Max Scheler, condición propia del amor fraterno (los griegos tenían una voz exacta: ágape) el que las personas que lo profesan conserven íntegra su individualidad, y que tales relaciones mantengan inalterablemente su carácter objetivo. También Simone Weil exigía que los amigos conservaran inviolable su propia soledad.
Hermano, además, porque me ofrendó en legado cordialísimo el bien inestimable de lo mejor que tuvo, y yo a él.