X. ECONOMÍA

LA ESTRECHEZ económica era la situación normal de Quiroga. Sobrellevaba su penuria pecuniaria con idéntico estoicismo que los demás rigores de su destino. Un poco más de holgura y de comodidad hubiera significado para él estímulo importante, sin duda; mas no pensó en cómo ni hizo nada práctico para conseguirlo. Las cosas que se le ocurrían para ganar dinero por medios decorosos, de más está decirlo, rayaban con fantasías descabelladas. Acaso porque la forma sensata de enriquecerse por lo general es depredatoria o vil —casi siempre las dos cosas—. Le habría bastado con transigir con el pésimo gusto del lector corriente, como sus afortunados colegas, ejercer el periodismo asalariado, colocarse a sueldo de alguna editorial o aceptar cualquier otra servidumbre por el estilo, y habría encontrado comprador. Esos caminos de recua le eran desconocidos, y toda su vida prefirió la mandioca a las lentejas. Ni escribió jamás una línea para ganar dinero, ni adecuó un relato al paladar de los directores de publicaciones para que no se lo rechazaran; no mendigó fama ni fortuna. Su artículo sobre Poe, en Caras y Caretas, es su profesión de fe. Tampoco se esforzaba por producir, aunque necesitara de los pesos adicionales de las colaboraciones. Lo cual no quiere decir, ni cerca, que fuera un escritor iluso, que profesara el arte por el arte o que considerara venal el trabajo intelectual retribuido. Lugones y él fueron campeones de los derechos del trabajador intelectual y para su defensa se fundó la Sociedad Argentina de Escritores. Desdeñar el estipendio fue signo de linaje y de mérito de nuestros rastacueros de las letras, cuando escribir formaba parte de las buenas maneras de la sociedad. Como escritor, Quiroga se consideraba un proletario expoliado. En una carta me hizo una confesión extraña, que no me alarmó ni rebajó un punto mi admiración por su probidad y desinterés:

Valdrá la pena exponer algún día esta peculiaridad mía (desorden) de no escribir sino incitado por la economía. Desde los veintinueve o treinta años soy así. Hay quien lo hace por natural descarga, quien por vanidad; yo escribo por motivos inferiores, bien se ve. Pero lo curioso es que, escribiera yo por lo que fuere, mi prosa sería siempre la misma. Es cuestión entonces de palanca inicial o conmutador intercalado por allí: misterios vitales de la producción, que nunca se aclararán.

Exigía lo que creía merecer, y dejó de publicar en un diario cuando halló excesivamente baja la tarifa de sus trabajos. Finalmente renunció a la miserable regalía de sus escritos, que le habían reportado —me dijo—, un promedio de treinta pesos mensuales a lo largo de treinta y cinco años de producción —¡y de qué clase!

Las revistas le rechazaban sus artículos y las editoriales rehusaban sus obras, que no se vendían; «Babel» las editaba en tiradas de quinientos ejemplares, que dormían años y años en los estantes. Se le regateaba el precio de sus cuentos, que con el descenso del nivel de todos los valores de cultura, iban desvalorizándose en el mercado de abasto de las letras. Piénsese cuál sería su situación hoy. Llegó a perder todo interés por la propia obra, casi a detestarla, mortificándole que se le recordara ningún pasaje, resultado inevitable de regar con la propia sangre una planta exótica a la que el clima y la tierra le niegan su alimento. (Gustaba cultivar plantas exóticas). En fin, dejó de escribir.

Conocía, ¡y por qué dura experiencia!, el valor del dinero; cuántas puertas abre en la tierra y en el cielo; qué poca cosa es el hombre pobre por genio que tenga, y qué oficio de rameras es el de trabajar para la celebridad o las palmas académicas; pero prefirió privarse de menudas satisfacciones y dejar volar sobre sí los caranchos de Minerva. Ni llegó hasta el fin de sus días a tener alojamiento cómodo, seguro el pan, tranquila la vejez, ni logró retribución de ningún género apropiada a sus méritos. Se conformaba con las migajas que caían de los grandes festines, como los pájaros:

No sé si le dije que de Montevideo me escriben anunciándome la gran probabilidad de ser premiado. Bien está, así sea un tercero. Parrilla más o menos no afectaba a Guatimozín (creo que es con z el tal nombre). Dícenme también que me deparan con casi certeza una sorpresa muy halagüeña para mí, sí que merecida. ¿Qué será ello?

Sin una biblioteca que pudiera llamarse tal, vestido con ropas y calzado de pobre, remendadas por él muchas veces, intoxicándose con tabaco ordinario, altanero en su penuria, considerábase en posesión de bienes que le pertenecían por derecho natural, y tenía muy clara conciencia de ello. Carecía exclusivamente de lo que no deseaba tener. En este sentido también era un asceta de la vida (como fue un misionero y un mártir). A su modo, cumplió el precepto evangélico de no dar al César lo que es de Dios.

No lo doblaba ni la más conminatoria necesidad. Hubiera podido auxiliar a los suyos, evitarles la más deprimente necesidad, y su tristeza era, no el carecer para sí cuanto el no tener para los otros. Prefirió la rueca y la cabra.

Podía prescindir de lo necesario como si fuera superfluo y recuerdo cuánto me impresionó la vez que me dijo:

—«Es posible que el resto de mis días tenga que llevar esta goma en el vientre y este depósito; pero si puedo seguir trabajando, no me importa». Asimismo al anquilosársele dos dedos de una mano. Todo él se había reducido a lo indispensable. Esa clase de virtudes de humildad y resignación, que no lo son siempre en otras personas, lo diferenciaban de los hombres honrados cuanto sus méritos de escritor de los hombres de letras. Prendas de por sí acaso de mediano valor, pero que revelaban una categoría humana de ser, excelente por complexión, superior por voluntad de los dioses.

Después de estar con él algunas horas, el mundo de la calle, el que transitamos, se nos aparecía sórdido y feo. ¿Qué poder había en él que aclaraba y fortalecía? Sin denotar jamás la falta de lo que no tenía, arrastrábanos en sus alas de fuego a regiones donde las almas hacen sus trueques de joyas y juguetes con la misma indiferencia que los niños. Sentíamos la urgencia de despojarnos de lo poco que teníamos sobrante. Siempre se tenía ante él la certidumbre de un hombre excepcional, tallado en madera incorruptible, diferente a los demás; y transmitía fuerza como el santo santidad. Nunca he sentido que fuera yo tan poco como cuando comprendía que aún me era posible renunciar a muchas cosas inútiles y de gran valor.