IV. EL HOMBRE Y SUS FANTASMAS
NO PODEMOS entrar a considerar —juzgar sería insensato— la conducta de un hombre excepcional en tantos sentidos como Quiroga, sin admitir que mucha parte de su grandeza y originalidad debíase a un «daimon» que lo poseía. De nadie es correcta una apreciación burda de aquel tipo, fuera de los esquemas de la antropología o de la tipología humana; pero lo es particularmente del grande hombre, que en porción considerable es extraño a sí mismo y responde a mandatos que se le imponen perentoriamente. El aforismo que reza: «El genio es hermafrodita de ángel y demonio», es exacto.
Un hombre de esa clase es un conflicto de aportaciones contradictorias. Solo él puede sentir —y jamás comprender, aunque como Tolstoi se ausculte despiadadamente— que lo que configura lo más tendinoso de su personalidad es, como el esqueleto, lo que pertenece a la especie más que al individuo: la sobrevivencia y la acumulación capitalizada de múltiples experiencias. Heráclito ha expresado terminantemente que el carácter es el «daimon» de la personalidad; su esse alienus, que lo señala con el estigma de la extranjería. El grado de inflexibilidad de tal osatura psicosomática indica su capacidad o aptitud de adaptación a la gimnástica de la vida. Quiroga era inflexible; en otro término, «difícil».
Debo vencer escrúpulos de delicadeza al demorarme en este tema abrupto de su personalidad, y lo hago sin temor de que una interpretación malévola lo desfigure, porque ello concierne a la experiencia de nuestra amistad de sangre, y porque solo procuro esbozar escuetamente algunos rasgos psicológicos de su afectividad, indispensables para una noción más equitativa de su rigidez en ocasiones rayana en la crueldad. Existe ya una leyenda a este respecto, y debo procurar que no se reduzca a términos sucintos de psicología escolar. No es mi propósito, necesito repetirlo, bosquejar un retrato psicológico de este hombre en sus relaciones afectivas íntimas. Quien se proponga el atrevimiento de tan ardua y arriesgada tarea deberá ante todo precaverse de la tentación de dramatizar su vida, rebajándola a tablado de «grand guignol», como sería lícito tratándose de un hombre cuyas relaciones de lo interior y lo exterior estuvieran bien ajustadas. Este orden de relaciones en Quiroga presentaba perceptibles desajustes, y su desinteligencia con los seres queridos, como con el mundo circundante, era la proyección de sus propios conflictos congénitos. ¿Cómo es posible un análisis caracterológico y ético, cuando se trata de espíritus complejísimos que se traicionan a sí mismos y que libran consigo la más cruenta batalla antes que con los demás? Precisamente estas oscilaciones extremas de su carácter (de su destino) prueban la autenticidad de su genialidad tanto o más que los valores de estilo de su obra. No es un hombre «raro» a este respecto, sino que su fisonomía acusa una fraternal semejanza con los de su clase. Podría parecerse a Dostoievski, a Lawrence o a Tolstoi por su talento literario, pero muchísimo más se les asemejaba por la urdimbre endiablada de su alma. Con sus palabras:
… Esas acciones y reacciones suyas de un día para otro (viernes negro y sábado blanco) me son harto conocidas, y anote que nuestro carteo suele girar alrededor de esa nuestra veleta fundamentalmente alocada. ¿Y qué diablos haríamos, de no tener este escape confidencial, uno y otro? Le aseguro que cualquier contraste, hoy, me es muchísimo más llevadero, desde que puedo descargarme de la mitad en usted. Éste es el caso, que es el del artista de verdad. Verso, prosa: a uno y otra va a desembocar el sobrante de nuestra tolerancia psíquica. Pues, vividas o no, las torturas del artista son siempre una. Relato fiel o amigo leal, ambos ejercen de pararrayos a estas cargas de alta frecuencia que nos desordenan. Desorden psíquico: voilà. Suponga usted la estantería de una honrada casa de comercio, donde cada cosa tiene siempre su lugar. Da gusto: todo está a mano. Pero hay otras, riquísimas, donde todo está en desorden. Usted va a buscar un jabón y halla una cítara.
Si he de valerme de auxilios metafóricos declararé que no conozco psicología más afín con la de Quiroga que la de Tolstoi ni, en consecuencia, «daimon» más inexorable de su destino. El hecho de que ambos hayan sido escritores es, a mi juicio, solo uno de los coeficientes integrantes de la personalidad, pues la vocación es una resultante de los complejos anímicos que condicionan la vida. Las desavenencias conyugales del maestro ruso, su sensualidad y castidad, su soberbia de aristócrata y su masoquismo de humillarse a los pies del mujik, su relación incómoda con los hijos, a quienes idolatraba, las oscilaciones bruscas de su carácter, su sibaritismo de anacoreta, sus raptos místicos y salvajes, el asco por una vocación que integra su destino, montar un escándalo doméstico como capítulo de una novela, la náusea de sí mismo como intelectual y la derivación hacia estudios y preocupaciones de otra índole, la educación de los niños, el respeto por todo ser viviente, el amor al trabajo manual (como ejercicio, como disciplina moral y como enervante), la necesidad imprecisa de soledad y aislamiento y de comunión con todos los seres de la naturaleza, el repudio del poder autoritario y de las formas artificiales y convencionales de vida y muchísimos datos fundamentales más, hacen que, sin influencia literaria del mayor sobre el menor, ambas personalidades se asemejen y hasta se identifiquen.
Quien se proponga, pues, de buena fe, la tarea de desentrañar el enigma de tal carácter, debe precaverse de los atractivos de la psicología pedagógica, inclusive de la de profundidad. Sin embargo, no es Tolstoi el Sosías de Quiroga, sino Lawrence, «excepto en todo cuanto concierne a la literatura». Me refiero a lo demoníaco.
Una palabra técnica de uso corriente es «difícil». Quiroga era, en la acepción de este vocablo en la pediatría psicoanalítica, un «niño difícil». Pero estoy en el límite del objeto de mis recuerdos, y me es indispensable otro ángulo para una perspectiva cabal. Fue Quiroga muy sensible a los sentimientos familiares: a los de gens y tribu. En términos generales debe saberse que, en contraste con su dura, autoritaria manera de ser, Quiroga era de una sensibilidad tierna y generosa, aunque no abierta sin cautela ni por ningún camino accesible al peatón, sumamente impresionable y propenso a las lágrimas. Su don de simpatía por los seres humanos como miembros de la Creación, no tenía límites prácticamente; y puedo afirmar que los personajes de las novelas y los reales convivían con casi igual personería en sus afectos. Como todo artista verdadero creaba sus seres irreales con sangre de sus arterias, hijos de su costilla, y así mismo se incorporaba a los seres verdaderos en cierto rol de personajes dramáticos de una universal ficción. Debo significar también que así como estimaba con carácter de amigos a personas con quienes simpatizaba en las obras literarias, asignándoles entidad terrestre y material, así a sus familiares y amigos nos consideraba, sin que pudiera remediarlo, un poco en el carácter de seres novelescos. «Relato fiel o amigo leal».
Conversando con Quiroga se tenía por lo regular la impresión de que actuar e imaginar eran desdoblamientos de una función cuatridimensional, y que la referencia a una lectura entraba por derecho propio a la vida cotidiana, como una situación o un diálogo podía encajar en un cuento. Mi «Humoresca quiroguiana» está enfocada así. Si para todo novelista el croquis de la realidad —él los tomaba minuciosamente, y he donado con otros documentos una libreta con esa clase de apuntes— pasa sin violencias al plano de la ficción, así los habitantes de las novelas participan en el croquis de la realidad. Todo esto quiere decir que para Quiroga y para todo creador —Balzac o Dostoievski— escribir y vivir eran una misma función. Valga esta paradoja para estimar que muchas de sus actitudes incomprensibles, extrañas e insólitas, resultaban de que iban encuadrándose en una misma novela. Si alguna vez relatase yo una cualquiera de sus tribulaciones familiares, naturalmente en forma de anécdota, o relacionada con su alejamiento de los seres queridos a que lo impulsó su «daimon», se vería patente la relación que hubo, en lo inflexible de su conducta, con cierto canon de lo que acontece corrientemente en la novela. Aunque quizá esto se explique por el hecho de que, maestros o aprendices, todos novelamos nuestras vidas. Sin escándalo se comprenderá, entonces, lo que quiero sugerir diciendo que los seres que lo rodeábamos participábamos casi por partes iguales en condición de personajes imaginarios, más o menos fallidos o logrados, cuanto de entes de carne y hueso. Nuestra vida en común, en Misiones, ¿no estaba encuadrada ya en un marco de novela?
Su cariño por un libro o por un autor, muerto o vivo, no tenía delimitaciones ontológicas, y se apasionaba y sufría como si la suerte de Nastasia Filipovna o de lván Ilitch formaran parte de sus gens o aun de su biografía. Sus quejas por incomprensión de los seres queridos —yo entre ellos—, condensaban en el momento actual sus anteriores experiencias dolorosas, y venían a ser trágica repetición de sucesos y situaciones morales, aludidos en sus obras bajo nombres imaginarios. Es emocionante la confesión de que, otra vez solo en la vejez, acude al amor de su primera esposa, muerta veinte años atrás, y que siente su llamado atrayéndolo a descansar.
Hay en su biografía, dije, una unidad de destino que da a cada episodio una perspectiva y una resonancia consteladas de aciagos recuerdos. Padres e hijos, atridas o labdácidas. Tal fue la dramática sustancia de su sino, que es fácil y hasta tentador convertir su biografía en una novela luctuosa y emocionante. Ya se ha hecho, y bien; mas no creo que sea posible trasmitir al lector que carezca de otros elementos de juicio que los que le proporcione el relato, una noción cabal en extensión y profundidad de la tragedia de este hombre extraño, por muy certeros que sean (las obras de Delgado-Brignole y de Orgambide, por ejemplo). Se puede hablar lícitamente de su tendencia a dramatizar los hechos de su vida cotidiana, natural y congénita inclinación a llevarse a sí mismo hasta los bordes de lo irremediable, a destruir lo que amaba (deleitábase en recordarme la «Balada de la Cárcel de Reading»). Y lo reconocía en una carta:
Yo soy un poco inclinado a poner las cosas en blanco. Soy —como decía mi personaje— capaz de romper un corazón por ver lo que tiene dentro. A trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón.
Esto puede explicar, sin el minucioso análisis indispensable, su desinteligencia conyugal. De Eglé:
Hemos cambiado algunas más cartas, al tenor de las siguientes: Ella… «Me enseñaste una vez a saber lo que es un padre». Yo: «Como siempre concluye uno por ir a donde lo comprenden, estoy volviendo a ti, “Guagua”… Por algunos relatos se dará usted cuenta del lugar que han ocupado en mi vida esos muchachos. Ahora Dado escribe cuentos».
Con la mujer —golpeada también—, me voy entendiendo poco a poco por carta; con el varón no nos entendemos casi nada. Así, pues, fracaso de padre en los últimos años y fracaso de marido, ahora. Yo soy bastante fuerte y el amor a la naturaleza me sostiene más todavía; pero soy también muy sentimental y tengo más necesidad de cariño —íntimo— que de comida. A mi lado, mi mujer es cariñosa a la par de cualquiera; pero no vive conmigo aunque viva a mi lado. Y yo no puedo permitir esto. Bueno, ahora: lo terrible de todo esto es que tenemos una afinidad verdaderamente milagrosa de carne… Ate usted cabos, amigo, y verá si tengo motivos para estar doblado. Yo podría conformarme con tener a mi edad una extraordinaria amante; pero no me basta eso. Prefiero amar a una sombra lejana, a mis ilusorios cincuenta y siete años; pero no… solamente. En fin, dejemos esto.
… Paréceme que hace mil años, cuando una mañana, casi de madrugada, mi mujer y mi hija se fueron como los pájaros a un país más templado. En verdad, dice usted bien; se me ha comprendido poco, y M. menos que nadie. M. no solamente no me comprende a mí sino a ninguno de la casta. ¡Y pensar que nos hemos querido bárbaramente! En Les Possédés, de Dostoievski, una mujer se niega a unirse a un hombre como usted y como yo. «Viviría a tu lado —dice— aterrorizada en la contemplación de una monstruosa araña». Mi mujer no vio la araña en Buenos Aires: pero aquí acabó por distinguirla. Sin embargo, amigo, no la culpo mayormente ¡es tan dura esta vida para quien no siente la naturaleza en el ménage! Y me acuerdo siempre de aquel personaje de Mérimée, que fracasa con su mujer joven y linda: «Me ha hecho feliz cinco meses —dice—; le debo pues, mi vida entera».
¡Qué tremendo y complicado es todo esto! Hay cien razones mortales para condenar y otras cien para excusar. Pero yo soy un solitario, es lo cierto. Un exceso de personalidad, como dice mi mujer, me hace sentir cadenas en la más ligera traba a mi voluntad.
Como, empero, no se complacía en destrozar y en destrozarse, pues ningún masoquismo morboso lo impelía a ello, puede decirse con igual licitud, que Quiroga cedía a las fuerzas ciegas de su destino, tal en él como en las víctimas de las tragedias griegas. La desdicha familiar que lo adhirió a mí tan estrechamente, es de carácter sagrado y no puede ser tratada con el alma impura. Es un capítulo de novela, sin duda, pero ¿cómo desligar en Quiroga la ficción de la realidad, la novela de la biografía? Es todo cuanto tengo que decir.