XI. LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS
LOS TRABAJOS manuales eran para Quiroga derivativo, asueto y paréntesis al mismo tiempo que una necesidad física y moral. Gandhi ha expresado muy bien el perfeccionamiento de toda índole que el obrero obtiene de su obra, en el sentido de que ésta le restituye lo que de él recibe. Es el alfarero quien recibe un bien de la vasija. Quiroga tenía sentido vital y no deportivo del trabajo. Hallaba en el trabajador manual una condición humana excelente. También me estimaba por esto:
Mas por bajo de su excesivo sentimiento de responsabilidad de que hace usted gala, ¿es cierto o no que en una temporada de campo hombreó usted bolsas con gran éxito? Si esto —o cosas similares— las hizo usted varios días, con igual sentimiento de fortaleza, ¿no puede usted haber conocido allí su camino de Damasco? ¿Analizó usted bien su situación de gran conformidad con la línea natal que lleva en paz hasta la muerte? Vuelva a pensar en aquello, que vale la pena.
El trabajo era para Quiroga una especie de ascetismo benedictino mediante el cual se aislaba del mundo y de sí mismo: renuncia a pensar, negación de sí, penitencia purificatoria por excesos del espíritu, ansia de muerte. Tal le acontecía asimismo con el nirvana de las lecturas especiosas.
¡Qué magnífico si un día pudiéramos reunirnos a trabajar de día —sabe Dios en qué—, mas de noche en violines, muñecos, trampas, bumerangs, tranqueras livianas —y sentirnos a dúo porque nos hemos acordado por ahí de Brand.
Porque tenía el placer de construir, de hacer, de ensamblar, de ajustar, de dar forma, de crear. Era un artesano y esto puede aplicarse con estricto rigor a la factura de sus cuentos y a su prosa. De no haber sido hombre de trabajo, ¿qué otra forma de aniquilarse habría encontrado?
El género de vida que llevaba en Misiones da idea de su índole más secreta, de su condición de hombre primario. Si en sus extensas cartas me describía minuciosamente cada jornada, es porque consideraba que lo más importante —lo más significativo— estaba en esa disciplina que concordaba con su auténtico ser. Era su diario íntimo, tan apasionado como el de Amiel. Lo que haya de trágico en su actividad afanosa, arrojándose fuera de sí con denuedo, reaccionando a intervalos para salvar su personalidad de excesos, es materia para otras cavilaciones.
Con egoísmo inofensivo encuentra placer en bastarse a sí mismo, en considerarse náufrago de un hundimiento en pleno océano. Piénsese en Thoreau:
¿Ha leído usted «Walden» o cosa así, de Thoreau? Es interesantísimo. Como usted sabe, Thoreau, compañero de Emerson, dio en considerar que el hombre debe bastarse a sí mismo, para lo que se fue a vivir solo a orillas de un lago, haciéndoselo todo él mismo. Cuenta muy bien sus trabajos. En particular su lucha con los ratones y para enderezar clavos, es magnífico.
Ya la cerámica o la encuadernación, ya la tala o el rozado, ya el calafateo o las refacciones del bungalow, ya la costura de su ropa o la lucha contra las hormigas. Vivía como el caracol en la casa que se había construido con su propia forma, y en los últimos meses, cumplido un ciclo, volvió a encontrarse en la situación de «paria de las islas», como treinta y cinco años atrás. Era la tercera soledad. Ahora, menos que nunca, su temperamento vivaz, inquieto, no le permitía el ocio ni la holganza. Temía caer en sus abismos diurnos y nocturnos, en el recuerdo, en la realidad. Cuando al fin decidió renunciar definitivamente a la literatura, halló en la ocupación incesante de sus manos idénticos goces que en los de su imaginación.
Hacer, amigo mío. Somos hombres; no hay que olvidarlo.
Daba al trabajo el mismo sentido que todos los grandes hombres que lo han considerado un deber natural, necesario y obligatorio. Por supuesto, tratándose de Quiroga, toda la retórica y la apologética del trabajo, lugar común de demagogos y sibaritas urbanos, ninguna similitud tiene con su amor a la acción desinteresada y ritual. Trabajaba como escribía, dije: como buen artesano, a conciencia, con amore. Concluía su obra hasta los mínimos detalles y no solo gustaba de hacer las cosas, sino hacerlas lo mejor posible. Machihembrar dos tablas, clavar debidamente un clavo, cepillar un listón como Dios manda eran para él obras de arte y de conciencia. Con la misma ingenuidad me preguntaba si creía yo que Baudelaire y Flaubert habrían sido grandes ebanistas, que si había leído yo en alguna parte que San José de un solo golpe de garlopa sacó trece rizos de viruta. Su preocupación era si podría yo llevar un tren de trabajo intenso con él, en San Ignacio, porque juzgaba accesorio todo lo demás para andar de acuerdo. Éste es el valor que tiene, en su correspondencia, la información minuciosa de sus trabajos y sus días. Me comunicaba su tarea cotidiana como si se tratara del proceso de una novela, haciéndome copartícipe anticipado de su gozo como de un bien del cielo, entre árboles y gentes sin desbastar:
Cuando hablo con gentes sencillas de alma e intelecto extraño un poco al hermano decididamente intelectual, para comentar tantas y tantas cosas.
… Ayer he tenido un día provechoso; rozado en el parque, esta vez a gran machete, porque se trataba de desmontar; puesta en tierra ananás de Pernambuco; visita a Estación Experimental de Loreto, donde usted sabe tengo buenos amigos; regreso con una gravilea, un calistemo, un rakú (productora esta esencia del único colorante vegetal resistente), y dos plantitas logradas de semillas traídas de Dakar, productoras de magníficos racimos de flores rojas. No sabemos qué son. Hoy hice una cosa pía: el caño colector para la gran piscina de 6 1/2 m3 que acabo de hacer. Lo planeé para diversión y baño de la nena. Tal vez un día vuelva a bañarse aquí cuando yo haya muerto.
… También a mí me ha tocado mi sábado. Desde hace días ando flamante, brioso y dado de lleno al trabajo de esfuerzo. Ayer hice de las mías. Desde días atrás me había propuesto desmontar yo solo un pedazo de monte para completar el parque (de aquí el macheteo de golpe, de que le hablé). Comencé a una o dos horas diarias, hasta que ayer estuve de 7 a 10 1/2 y volví cansado. Pero el diablo me tienta con el monte. Regresé así a las 12, y si Lenoble no me va a buscar para que viera unas semillas tropicales que le llegaron de Francia, hubiera quedado hasta la noche. Claro, retorné más cansado aún que de mañana, y temí una recaída. Mas no; dormí bien y esta madrugada estaba otra vez allí, hasta que la lluvia me desalojó. Pero viera usted el gozo de ir abriendo el monte y sentir que la vista y el alma penetran en las tinieblas. Entra bruscamente el Sol, y lo que es hoy detritos de lianas y bromeliáceas podridas, será este verano césped bajo, bien podado por el petiso y el ternero de la sirvienta. Por allí el césped es motivo de alarma. Aquí es un asunto vital: destierro de víboras, alimañas; alimento para el ganado, perspectiva para la vista, etc.
Bien: volví, pues, y en el taller comencé a fabricar platos de portland para las macetas del living, porque sabrá usted que el modo de regar plantas en macetas es colocar éstas sobre altos platos donde se echa el agua. Por capilaridad, la tierra bebe; no siendo así, de otro modo nada se consigue, porque la contracción constante de la tierra, deja un espacio entre aquélla y la maceta, por donde se escurre estérilmente el agua. Esto lo aprendí solo (lo del plato). Los fabrico de portland: arena, 2, portland, 1; cal, 0,2. Sobre un molde de tierra prensada en un plato de hierro esmaltado, y los torneo en el platillo de un viejo fonógrafo.
… Hoy tuve un día fecundo, sano y activo. Por levantarme, me levanté a las 5, una buena hora antes de aclarar, pues el tiempo sigue lluvioso. Enciendo el farol, pongo unas tacuaras en la chimenea, y leo hasta que la sirvienta, sumamente madrugadora, llega con sus tres mates chirles. Así concluí, y bajo la ligera llovizna de todo el día, el alambrado que comencé a asentar ayer tarde. Ciento treinta metros, más o menos, tres hilos, uno de púa y heme aquí con un magnífico potrero, que es a la vez el parque en cuestión, donde hay, naturalmente, árboles diseminados. La vaca de mi sirvienta, su ternero y el petiso de la nena mantendrán la gramilla bien baja. Mas viera usted lo que es dicho parque con sus hondonadas y su vista doble al Paraná.
… Verá mi día, el de hoy: 5.45 a.m.: Me levanto, tomo tres mates flojísimos, asunto de excitar el hígado. Enseguida, a rastrillar el ensanche del jardín —45 x 22 mts.— que hice arar ayer, y donde he puesto 17 frutales que compré en Bonpland. 6.30: desayuno. 6.40 a 8: en el parque, macheteando el yuyo que invade la gramilla; ¡Viera mi parque! Lo verá, y pronto. 8 a 10: arreglo del taller, muy desordenado desde hace tiempo, 10 a 11.30: vuelta a rastrillar. 11.30 a 11.45: almuerzo (batata cocida, sopa, un pequeño bife a la plancha, bananas y mandarinas). 12 a 13: en el parque. 13 a 14: apronte de elementos para calafatear y arreglar la canoa. 14 a 16: en el río con la canoa. 16 a 16.30: otra vez al rastrillo. 16.30 a 17: baño y cambio de ropa; tenue de tennis como en Vicente López. Todas las tardes, al concluir el trabajo, me pongo pulcrísimo de punta en blanco. 17: llega Lenoble, mi yerno, que vive a trescientos metros de casa, tras una loma y que todos los martes toma té conmigo o cena, según los días. Hoy hemos comido: él mondiola, porotos en guiso, budín de galleta (mejor que de pan) y café. Yo otra vez batata asada, budín y café de malta. 17.30: voy al correo y al almacén a traer bulones de 2” para la canoa. (El pueblo queda a 1700 mts. de aquí.) 18: enciendo el farol de nafta y arreglo un poco la radio, con radiotrones que he traído del pueblo para ensayo. Lenoble lee diarios. 19: comienzo a escribirle, amigo, y hace un instante pasan el noticioso de La Prensa…
… Otra jornada, la de hoy. Me levanté a las 5.50. Intensa bruma que pronostica aquí Sol radiante más tarde. Nada de esto. Se alzó a las 11, pero dejó una capa de nublado bastante frío. Al salir el Sol, fui tras desayuno, a proseguir la guadaña a machete de los yuyos del parque. Tras eso, siempre la rastrillada del ensanche del jardín. ¡Pero qué rastrillada! Hay que sacar todos los yuyos enterrados y amontonarlos entre plantas, a cuyo pie irán un poco más tarde a formar mantillo. Tras ello, rastrillar y rastrillar para dejar bien nivelado el terreno (los daños de la erosión del suelo son aquí enormes), sacando de aquí, rellenando allí, etc.
… Entré, pues, al buen humor de la estufa, a repasar y reformar alguna ropa que escapa a la sabiduría de mi sirvienta. Soy un gran cosedor, como sabe. Con esto, la hora de almorzar. Me repuse algo, luego, pero inhábil para trabajo de esfuerzo. Volví pues, a mi costura, esta vez de filtros de bombasí para la cafetera. Hice una obra maestra, que ya verá. Hacia las 15 me repuse y fui a lidiar con las hormigas, surgidas como por ensalmo a un fugaz golpe de Sol. Pero la máquina fumigadora estuvo un mes al cuidado de un chico, que ya no tengo, y tuve que limpiarla en forma. Total: no fumigué.
* * *
El mismo día; las 18.50. Comienza a llover. Después de almorzar; siempre por aquello de que la única cura para estados como el mío es el trabajo, fui al río a proseguir con el arreglo de la canoa. A pesar de la fatiga de la cintura, me dediqué a fatigarla más calafateando las juntas laterales, bien doblado, pues la canoa está en tierra y sobre la tierra. No me fue mal por eso. Antes bien, poco a poco comencé a sentirme mejor, moral y físicamente, hasta hallarme de pronto sentado sobre la borda, mirando tranquilamente el extraordinario río, manchado a retazos lóbregos y centelleantes por la amenaza de tormenta.
Ésta es la vida y ésta la manera de contar de un gran escritor. Esfuerzo, sencillez, vigor. Se estimaba a sí mismo por la cantidad de rendimiento efectivo que podía producir. Pertenecía a la raza de los demiurgos más que al gremio de los trabajadores. Con ese modo de ser, encontraba las más inverosímiles relaciones entre las cosas y hasta los objetos de arte se le presentaban bajo el aspecto primario de obras de ingenio, aplicación y perseverancia:
Vuelvo a pensar en los violines. Me parece una cosa maravillosa para usted, ¡constructor de su propio violín! Es un hallazgo. Ya lo creo que lo ayudaré a buscar maderas. Una vez, en la buena época de Giambiaggi, nos dimos a hacer un torno de ceramista: tanto lo perfeccionamos que concluimos construyendo uno con embrague. Era una maravilla. Mas no logramos hacer vasija alguna. Es un oficio que requiere mucho aprendizaje. Lo que podemos también hacer algún día es aprender el oficio de fundidor para pasar a metal mis muñecos o cualquier otra cosa. Noble tarea. Muchas cosas podemos hacer, hermano menor.
Así como lo es Brand, el constructor Solness es un doble de Quiroga. En una carta le sugerí yo esa secreta analogía, pues con él se podía usar de lenguaje sin reticencias. Tenía Quiroga, como constructor que él mismo era, un ideal por mitades sensato e ilusorio, hecho con escombros de otro ideal; una hipnosis de carácter heroico. Solness, otro alucinado de Ibsen, que hace del trabajo un ideal inverso, un refugio contra las tempestades de la vida. La Inés de Brand se llama ahora Ilda, y los papeles se han trocado. Solness posee un poder mágico y tremendo: la fe. Cuando la pierde y nace en él el desánimo —la envidia por la juventud creadora—, ha dejado en pie esa fe, que es ahora una mujer joven. Es ésa la fuerza que permite transportar montañas. Si Solness hubiera perdido la fe, Ilda sería fuerza suficiente para que pudiera seguir viviendo. Pero llega tarde, y cuando ella le pide el ideal de la gloria, el ideal de la fuerza, es para que se precipite desde el campanario de la última iglesia, que construye a su pesar. Como único comentario a mi referencia, Quiroga escribió:
Luego entré a releer el «Constructor Solness», de Ibsen. Lo leí cuando era muy joven, sin comprenderlo. En su segunda lectura, hace unos meses, me di cuenta de un comentario leído en aquella primera lectura y que se titulaba: «Solness, o el Ideal». Tal cual. Es extraordinario.
Trabajar era para él pensar y no pensar, sustituir una forma discursiva por otra activa. No se trataba siempre de una técnica cuanto de un entretenimiento en que el ejercicio y la atención desarrollan silogismos manuales. También Gandhi —y otros antes— consideró al trabajo como una higiene mental, un deber social, una necesidad fisiológica primaria y una catarsis. Quiroga vivía y pensaba dentro de un orbe de civilización manual. Al fin y al cabo ése era un atavismo de la misma naturaleza de los otros muchos que se traslucían en sus cuentos, donde químicos, botánicos, ingenieros terminan convirtiendo en tornos sus fonógrafos. Pensándolo bien, como lo ha dicho Sanín Cano, las gloriosas etapas de la cultura se han realizado como civilización manual.