IX. SOCIEDAD EN COMANDITA Y DESASTRE BANCARIO

UNA CUESTIÓN previa a resolver era la de qué haríamos de provecho, cuando viviéramos en nuestros territorios soberanos en San Ignacio. Quiroga con sus plantas y sus canoas; yo con mis insectos y mi violín. Conversaciones, comentarios, discusiones y debates sobre libros y autores; música; cerámica; análisis de partidas de ajedrez. ¿Qué más? Teníamos que trazarnos algún plan concreto.

Una tarde, en el Hospital de Clínicas, lo encontré muy animado. Me saludó:

—Buenas, hermano capitalista.

Me sorprendió el recibimiento. Dije algo. Quiroga echó mano al paquete de cigarrillos baratos, siempre sonriendo de su travesura, encendió uno y, después de una pausa larga que yo no sabía como limitar, cohibido por el recibimiento, explicó:

—De algo tendremos que vivir. Ni su jubilación, que sospecho que va a ser bastante miserable, ni mi pensión del consulado nos van a alcanzar para algunos pequeños lujos, como por ejemplo: reparación del motor de la canoa, un disco para la fonola, algunos libros en francés y en inglés, que son caros. No sé si usted ha pensado en eso alguna vez. Yo sí. Ahora voy a hablarle seriamente de un proyecto del que le anticipé algo por carta; pero no creí oportuno exponerlo en detalle. Se trata de una pequeña industria, por decirlo así. Anoche lo he madurado bien.

Fumaba despaciosamente, con voluptuosidad, y el humo se le derramaba sensualmente por entre las hebras sedosas de la barba y el bigote. Miraba al techo, como si lo que me estaba exponiendo fuera una revelación trascendental.

—Usted es un hombre de plata y será el socio capitalista; yo el industrial y técnico al mismo tiempo. Vamos a explotar un negocio que puede hacernos ricos a los dos en poco tiempo. Es esto: fabricar extracto de naranja. Ya usted conoce en principio mi idea, pero ahora no se trata de un cuento sino de una empresa. Conozco un procedimiento para deshidratar la fruta y reducir su volumen a una centésima parte. De modo que en una damajuana de diez litros pueden caber cinco mil naranjas deshidratadas.

Estaba yo sentado a la cabecera y lo escuchaba con curiosidad e inquietud. Mientras me hablaba imaginaba yo grandes maquinarias, enormes alambiques, calderas, tuberías de bronce y caucho, operarios, camiones cargados yendo y viniendo, vagones de ferrocarril.

—En vez de damajuanas de vidrio, se pueden usar recipientes metálicos, de aluminio, digamos, inatacables por los ácidos del citrus y muy livianos. Todo esto lo he consultado con un químico competente, un bohemio, de San Ignacio, a quien no le he revelado, sin embargo, el secreto del procedimiento. Me pertenece con exclusividad. Calculo que si la naranja así conservada, que con solo agregarle agua recupera su natural sabor y sus propiedades vitamínicas, se pone de moda en lugar de otras bebidas alcohólicas artificiales, tres confiterías solamente: El Molino, el Ideal y el Jockey Club, pueden consumir por mes hasta veinte damajuanas, o sea, doscientos litros de naranja sintética. Podemos obtener en plaza un precio hasta veinte veces superior al costo, incluidas la materia prima y la elaboración, más el transporte por ferrocarril y camión hasta el domicilio de los clientes.

—Y todo eso, ¿qué capital exigirá?

Quiroga arrojó la colilla y extrajo otro cigarrillo, «Chesterfield»; lo encendió y, antes de responderme, absorbió varias bocanadas de humo que esparció abriendo la boca. Yo atesoraba, intacto todavía, el dinero de los premios, que reservaba, por cierto, para cuando fuéramos a vivir a Misiones. Esa suma, que hasta el momento me había parecido fabulosa, se me redujo en la imaginación a poco más que unos cobres.

—¿Tiene lápiz y papel? Ahora se trata de números, porque hay que proceder con espíritu mercantil e ir sobre seguro. Yo soy hombre práctico.

Por primera vez durante el diálogo me miró con fijeza, siempre sonriente, escudriñándome por si descubría en mí algún aire de incredulidad. Se puso las gafas, solemne. Hizo algunas anotaciones, número, cuentas, tranquilamente, mientras a mí el corazón se me saltaba del pecho. No es que desconfiara de su idoneidad industrial o mercantil; dudaba, sencillamente, de mi capacidad de resistencia financiera en mi carácter de socio capitalista.

—Yo creo que para empezar, con las instalaciones indispensables, vamos a necesitar unos dos mil pesos.

Permanecimos en silencio. Yo estaba abochornado de mi temor; Quiroga me miraba furtivamente mientras derramaba el humo por su barba, como quien espera el fallo de un Banco al que ha solicitado un crédito muy importante.

—Con eso no vamos a tener ni para las damajuanas, Quiroga, le objeté.

—Eso es asunto mío, la administración y la explotación. Usted se limita a aportar el capital, si se decide afirmativamente. Todo se hará con contrato, para el caso de fallecimiento. Las ganancias, por partes iguales.

A esta altura del diálogo llegaron Eglé y Dado trayéndole unas frutas. Poco después María le trajo una flor y enseguida mi mujer llegó con el postre. Quiroga estaba de humor financiero-económico, pero de un salto pasó a otro diapasón, como si debiéramos ocultar el secreto a los profanos. Conversamos de temas triviales.

El matrimonio estaba invitado para asistir, noches más tarde, a una fiesta en casa de Rébora. María tendría que estrenar zapatos y un vestido, que había terminado ya la modista. Hacía falta algún dinero. El iría con su ropa vieja, pero no quería que su mujer quedara menoscabada ante otras personas. Pidió que le alcanzaran su valija de fibra, que contenía todo el ajuar que trajo de San Ignacio: una muda interior, dos camisas, a una de las cuales le faltaba el botón del cuello, agujas, botones, pañuelos, medias y poco más. Ahí había guardado el cheque del consulado, para el cobro de la pensión. Abrió la valija y empezó a buscar. Todos lo observábamos ansiosos, porque de pronto le acometió una angustia jadeante, al no encontrar el cheque.

—Ayer lo puse aquí. No se habrá escapado.

El millonario en cierne descendía a la más prosaica contabilidad de centavos. Estaba muy nervioso, y su nerviosidad se acrecentaba a medida que la búsqueda resultaba estéril. Removía las ropas colocando arriba las de abajo, metía la mano, revolvía los trapos y los apelotonaba violentamente. Su cara daba miedo, congestionada de ira y furor. La mujer, los hijos y nosotros temblábamos.

—Lo puse aquí; estoy seguro. Y tras una pausa estos trabucazos:

—¡Una g. pág. c.! Silabeaba las palabras obscenas: ¡una g. pág. c.!

Extraía las camisas, las sacudía a un costado de la cama, miraba si había caído el cheque y nos contemplaba a todos. Volvía a colocar las cosas en la valija, que ya era todo un revoltijo de ropa y de malas palabras, siempre las mismas, que se le habían automatizado. Era indudable que se estaba escuchando a sí mismo, y hasta que asistía como espectador a esa escena tremenda y grotesca. Después agregó a esas interjecciones, otras:

—Ladrones, g. pág. c.; me han robado. Ladrones, asaltantes.

Recuerdo que pensé entonces: revuelve su valija porque es su mundo; le pertenece sin participación de nadie, mujer, hijos, ni amigos. Esto sí que es sentirse solo. En ese territorio tan pequeño —la valija— manda él y por eso la revuelve así. Si le han extraído de ella el cheque, el hecho equivale a una invasión. Seguramente lo que lo aflige y enfurece no es la pérdida del cheque —nadie puede cobrarlo— sino que le han invadido sus dominios, el último recinto de una propiedad inexpugnable. Recuerdo también que pensé: Está buscando el cheque, pero ya lo ha encontrado. No quiere reconocer su derrota ni que todo este gran guignol deba quedar anulado, con un fin frustrado, y acaso dan do explicaciones al auditorio.

Se escuchaba, se observaba y se complacía en el estupor que nos causaban sus palabras y su sobreexcitación. Es seguro que mientras profería aquellas palabras, impropias de un destilador de naranjas y hasta de grappa, Quiroga pensaba qué desenlace podría tener la escena, considerada objetivamente, como de un cuento. El hallazgo del cheque habría sido un grosero «happy end». Unos minutos duró la tremolina. Oscurecía. Unos primero y otros después, salimos y lo dejamos solo para que terminara de desahogar su furor. Ni al día siguiente ni en adelante se habló del cheque ni de las naranjas.