VI. SINFONÍA PASTORAL
EN 1928 VIVÍA yo en Lomas de Zamora y Quiroga en Vicente López. Habíamos iniciado nuestra amistad poco antes, al encontrarnos en casa de Norah Lange. Los encuentros anteriores fueron ocasionales, con muchas otras personas, en comidas o cócteles bulliciosos; excepto a las tardes, en el café «Paulista» de la calle Corrientes, donde nos encontrábamos los días de semana él, Espinosa y yo. A veces nos llegábamos hasta el Bar Helvético para encontrarnos con Lugones y gente de La Nación, que yo no conocía. Por azar participábamos de otras tertulias, como la peña del «Gambrinus», a la que asistían Pardo, Sirio, Amorim, Hohmann, dibujantes y escritores entre quienes me sentía forastero. Quiroga iba a sorber su cucharada de bicarbonato.
Gran importancia para nuestra amistad tuvo la tarde indeleble en casa de Norah Lange, con Sanín Cano, Espinosa, Mom y alguien más. La saludable alegría de Norah y las hermanas se hizo comunicativa y disfrutamos de jovial juventud hasta la noche. Quiroga estaba retozón, comunicativo, desbordante, locuaz como nunca más lo oí. El patio parecía un jardín de infantes. Allí lo conocí como era realmente.
En Lomas preparaba yo a la sazón los dos últimos libros de versos que publiqué. La amistad de Espinosa y de Quiroga me indujo a dejar la poesía y a emprender otros caminos de penitencia. Ese domingo me levanté muy temprano, pues La Nación publicaría mi «Humoresca quiroguiana» que desconcertó a Méndez Calzada. Éste consultó a Quiroga para evitar posibles molestias. Sabía yo ese preámbulo y que la composición no le había hecho tanta gracia como a mí.
Teníamos un chalecito con jardín al frente y verja de hierros puntiagudos. Defendía la casa un hermoso e inteligente perro, Drake, que en un diccionario biográfico figura como uno de mis hijos. Abría la puerta para recoger el diario y encontré a Quiroga sentado en un escalón del umbral. A pesar del calor, tenía puesto el enorme casacón de cuero, al que habíale hecho un hilván en la espalda con hilo de talabartero. Había saltado la verja y leía el diario.
—¿Cómo? —exclamé atónito, barruntando que el poema tuviera que ver con su visita.
—Hace una hora que estoy acá. No quise despertarlos. Por lo visto, el perro conoce a todos sus amigos. Ha estado haciéndome fiestas para que no me aburriera.
Quiroga estaba de pésimo humor. Había tenido un disgusto en la casa. Como le acaecía en trances análogos, tartamudeaba. Su resolución era sencilla y extrema: no volvería más a Vicente López. Me preguntó si tenía comodidades para albergarlo por unos días. Era preciso terminar de una vez para siempre —me dijo—, y ahora estaba resuelto. Del poema no dijo una palabra. Entramos.
Cualquier diálogo era dificultoso. Bebimos café. Examinó los dibujos de títeres en que yo había estado trabajando hasta muy tarde. El dibujaba peor que yo. El comentario desfavorable sobre mis fantoches y su propia charla fueron reponiéndolo en su diapasón normal. Iba de acá para allá, excitado. Manoseaba algunos libros de la biblioteca y volvía a ponerlos en el estante, no en el sitio. A las once decidió súbitamente:
—Vamos a almorzar a casa.
—Comamos aquí, Quiroga. A la tarde iremos, cuando amaine.
—No. Nos esperan. Vaya a buscar el auto. Agustina que nos siga; nosotros tenemos que conversar.
Se encaminó resueltamente a la voiturette y puso el motor en marcha. Me senté a su lado, y cuando distinguió a lo lejos nuestro auto arrancó de golpe, como solía hacer Ben Turpin, y enfiló por la avenida Meeks a toda velocidad.
Inició entonces una apasionada diatriba contra las mujeres en general, superior a la de los afamados misóginos de Grecia, Roma y Jerusalén. Aterrorizado por los peligros naturales de un viaje en su compañía, y porque su facundia era una catarata no menos vertiginosa, lo escuchaba yo en silencio, sin atreverme a interrumpirlo y mucho menos a contradecirlo. Comprendí que estaba abriendo todas las válvulas de escape y que eso era al fin y al cabo saludable y de buen presagio. Habríamos hecho dos kilómetros cuando viró en redondo, retomando otra vez su mano a toda velocidad.
—Quise ver si su mujer se había perdido de vista. Difícilmente hacen nada en debida forma, particularmente si se trata de seguir al marido, como en este caso.
Mi mujer venía dócilmente media cuadra detrás de nosotros y mantuvo esa distancia hasta que llegamos a Vicente López, después de periódicas vueltas en redondo. Llegamos sanos y salvos.
No nos esperaban, por supuesto. Quiroga embicó el coche hasta meterlo en el garage del galpón, en el fondo de la casa. Pronto se animó una conversación muy cordial. El chalet era una especie de bungalow destartalado, con moblaje rural, y el garage-galpón-living era una tienda de antigüedades, donde no hubieran desentonado un helicóptero y un esqueleto de dinosaurio.
En el enorme patio estaba la casilla del coatí, animalito sociable y cariñoso a quien Quiroga presentaba con la misma ceremonia que a un miembro de la familia. En la casa vivían con el matrimonio los hijos de la primer mujer, Eglé y Darío, y «Pitoca», de pocos años, su último amor. Los hijos mayores habían salido y no vendrían a almorzar. Era más de la una. Quiroga decidió ir al almacén para traer algunas vituallas, y al rato volvió cargado de paquetes y botellas. Las mujeres prepararon algo que pudiera representar el almuerzo. Mientras tanto tomamos unas copas y jugamos con el coatí, que permanecía atado a una cadena de eslabones gruesos. Ambos se conocían bien, pues Quiroga y el coatí entablaron un diálogo de mimos y mohines. Cuando Quiroga lo soltó, el coatí se le echó encima derribándolo. Jugaban como dos animalitos o dos criaturas. Pitoca saltaba de alegría y nos convencía de que estábamos en el paraíso de la Tierra Purpúrea. Habían desaparecido hasta las más tenues nubes de la tempestad matutina; y así fuimos nosotros a la mesa y el coatí a su cautiverio ignominioso.
Éramos cinco y las sillas también eran cinco. Esto no ocurría con las copas ni con los cuchillos. Servilletas y repasadores se usaban en común. La vajilla era muy dispareja; piezas únicas de diferente procedencia y edad, algunas de ellas restos fósiles de un pasado esplendor. A mí me tocó una copa con solo medio pie, de modo que tenía que sostenerla con una mano o apoyarla contra la panera o la botella, vigilándola. Comimos, bebimos, reímos, hablamos y volamos más allá del tiempo y del espacio. El café, que hizo Quiroga en un artefacto de alquimia, con caldera marmita de vapor, tubería y canilla, estuvo exquisito. Y las palabras salían de nuestras bocas como mariposas doradas.