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Sábado, agosto 22 de 1936

Querido Estrada: Tiene razón para quejarse de mi caligrafía. Cuando comienzo, suelo escribir claro; pero a poco que me inspire, la descompongo. Es lo cierto que cuando estoy animado al escribir —carta o literatura— las cosas se me vienen en borbollón, al punto de que más de una vez he perdido una idea porque otra ha asaltado la trinchera. Y ahora, lo más resaltante de su carta última (recibí hoy dos juntas): El final de Brand. También yo me he quedado intrigadísimo con él cada vez que he vuelto a releer Brand. Parecería en efecto que aquél es la negación del héroe. Pero no es posible que Ibsen recuse a su grande e Íntimo personaje. ¿Qué, entonces? Queda lo más verosímil y triste: una concesión a la moral pública encarnada en el espectador. Tan, tan tirante se ha ido poniendo la cuerda, que al final Ibsen ha temido un alarido bestial de repudio ante su Brand. Ha aflojado entonces. ¿Qué otra interpretación queda de ese pobre final? Si hay un personaje hecho todo de acero del principio al fin él es Brand. Más: la excusa de su feroz idealismo es precisamente la tremenda tensión a que llega tras las tres pruebas del drama. Si aquel final no es una cobardía escénica, es una cobardía moral de Ibsen. Pero esto no es posible en tal hombre, una y cien veces probado. Quedémonos, entonces, con la única presunción posible: una aflojada al público. Porque aunque Brand es —como reza— solo un poema dramático, Ibsen no ha dejado un momento de ver la escena. Y entre paréntesis, no hay autor, incluso Pirandello, más teatral que el noruego. Admitido esto, piense Ud. un momento en el efecto que hará en la bestia de la platea, el casi suicidio de un hombre emperrado en su feroz y egoísta locura, que ha sacrificado a su madre, su hijo y su mujer por no dar su brazo a torcer. ¿Qué otra cosa puede pensar el espectador de «Brand», de un sujeto tres veces criminal y que muere sin redención? Si pensamos que entre centenares de miles de individuos del común, solo Ud. y yo estamos al lado de Brand, comprenderemos bien la impresión del espectador, para quien el actor no interpreta al personaje, sino es el personaje mismo.

También a mí me interesa muchísimo su opinión sobre ese final.

Rectifico algo, sin embargo. La única flojedad psicológica de «Brand» es aquélla en que el pastor se asusta ante la posible muerte de su hijo diagnosticada por el médico, y se dispone a huir al sur con su chico. «Tan duro para los demás y tan blando para consigo mismo» —dice más o menos el médico—. Brand se rehace entonces.

Bien: Ni aún ante esa inminente catástrofe, Brand debía de haber claudicado un instante. Acababa de condenar a su madre, cosa también bien seria. Pero Ibsen no se atrevió a mantener la tensión de su Brand hasta ese punto. ¡Una criatura de un año, sacrificarla! Desde aquí estamos oyendo la gritería de las almas virtuosas presentes al acto.

Cedió pues un poco. Por lo demás, el efecto dramático logrado con esa aflojada del hombre de fuego, a punto para que el médico coloque su frase, es de primera. Pero ese 3.º o 4.º acto —no recuerdo bien— en que el Brand tuerce y retuerce, a fuer de suprema iniquidad de nuestra pobre raza, a la lamentable Inés, no tiene parangón en nada humano.

Sus digresiones: Magníficas. Lo mismo hago yo. Esto prueba la libertad de nuestro espíritu epistolar. Piense en el mínimo parecido que tienen nuestras cartas con las ajenas.

Anteayer recibí carta de mis dos hijos. Eglé reinsiste en que vaya a vivir con ella, lo que haré. Darío me informa de su reciente nombramiento en la Dirección de Tierras. Creo que va a venir aquí. Me alegro mucho de ambas noticias. Yo quisiera que ud. conociera a Eglé. Es hija mía en muchos aspectos, particularmente en la honradez.

De todos modos, desde hace un par de días me hallo casi bien. Calculo que la otra crisis congestiva me hallará ya en ésa. Da gusto ver cómo veo otra vez todo de color de rosa. Hoy estuve muy activo, y concluí —¡por fin!— la canoa. Macheteé también un buen par de horas, contentísimo de poderlo hacer. Para machetear a ras del suelo, es menester quebrar prácticamente la cintura en dos. De aquí que por poco que el riñón se queje, es imposible rozar. Todo este vaivén de síntomas podrían demostrar que también en mí el malestar es funcional, y confío en ello. Porque a lo mejor el diagnóstico a efectuar está conmigo y no con la intervención. O a menos que pase como con aquel médico de Conan Doyle que dictando desde su cátedra un curso sobre ataxia locomotriz, consideró varias manifestaciones, entre ellas la imposibilidad de los atáxicos de estar de pie o caminar con los ojos cerrados. «No pueden, por ejemplo, hacer esto» —dijo cerrando los ojos—. Y se cayó.

Sobre várices, tengo entendido que el ajo es buena cosa. Y sobre próstata, no es muy creíble que Ud. sufra de ella, de hipertrofia, por lo menos, que comienza, según dicen, después de los 50. Pero el tal sistema urinario-genital es a los varones lo que el genital a las hembras. Y en histéricos como Ud. y yo, ¡figúrese! Leí algo sabroso sobre la regeneración hitleriana por medio de la esterilización aplicada a los neuróticos, etc. Llegaríamos a ser todos, regenerados así, perfectos rond de cuir, como dicen los franceses. «Los histéricos son la flor de la humanidad» —decía Widacowick—. Y nada más cierto. Pero tenemos que pagar en frutos amargos el esplendor de esa flor.

Violines: Volví a ver ayer al fabricante. Ya se ha hecho la tapa de otro, de pino. Lo detuve, a la espera de lo que Ud. diga sobre los otros. Convinimos en que hay muchas cosas que le faltan para un buen luthier: compás de calibrar, por lo pronto. Le he aconsejado que se haga un violoncelo o contrabajo de madera netamente indígena. Le encantó la cosa. Si Ud. viene un día por aquí a pasear —¡qué lejano!— nos vamos a divertir en grande acechando y cazando maderas liutáicas. Bello sería.

Muy bello también la transmisión de mi recuerdo y de los violines por teléfono. ¡De tan poco se puede hacer la felicidad!

Afecto a su mujer, hermanísimo, con gran abrazo

H. QUIROGA

Todavía: No tengo decididos ni médico ni hospital, por imposibilidad de elección desde aquí. Pensaba y pienso en Arce, como le dije, y en Hospital de Clínicas, del que aquél es cirujano. Mas no tengo luces concretas sobre esto. ¿Quisiera Ud. telefonear a donde proceda, informándome luego de la coexistencia de Arce y H. de Clínicas, y si en éste se admiten pensionistas a un precio tal? Por teléfono no ha de ser mayormente molesto.