II. VIDA EN COMÚN
INÚTILMENTE insistí en comprar una parcela de tierra propincua a la de Quiroga, donde levantar mi choza. Tenazmente se opuso repitiéndome que yo tenía ya la propiedad de una hectárea de monte, que él mismo y en época de no muy buena salud había rozado con su machete, talando árboles enormes en un trabajo de titán. Cuando él murió, el hijo y Lenoble me confirmaron que esa hectárea de tierra despejada de árboles y malezas, me pertenecía por su voluntad.
Sabe usted que hace unos veinte días quemé una buena porción de monte para despejar el sitio donde usted podría ubicarse, en caso de decidirse a vivir aquí. Trabajé algunas mañanas limpiando el terreno, hasta que me entraron tristes ideas sobre su venida. Le repito lo de la hectárea —más si quiere— regalada a usted. Siempre es suya. Allí justamente trabajaba en el desmonte.
… He aquí, pues; que dentro de tres o cuatro meses nos veremos la cara. Nuevo aliciente para vivir a buen paso hacia adelante. Y ahora resulta que arreglo mis cosas y coqueteo con mi linda casa para que usted la vea.
… Naturalmente, paré la oreja ante su decisión última, de que me va a escribir sobre compra de un terrenito cerca del mío, etc. Pero, es que no tiene necesidad de comprar nada por ahora. Fuera de que ya tiene su hectárea (¡y en qué posición!), ustedes vendrán a olfatear el país a mi lado, mirar todo, sopesar el resto, y después, recién después hará usted los cálculos sobre su capacidad para echarle la capa al toro. Y, sin embargo, ¡qué raros me parecen sus titubeos!, teniendo como tiene una mujer tal, tan, tan compañera. En fin, ya hablaremos, querido y solitario hermano.
Sus frecuentes exhortaciones a que me radicara en San Ignacio implicaban, además del deseo de una intensa vida natural en común, designios que abarcaban el propósito de una reorganización racional y libre de la vida. El mismo ideal de Lawrence, en su mínima ambición. Siempre he considerado que en la insistencia de Quiroga porque abandonara mi empleo, me aviniera a contar conmigo mismo y con nadie más, encubríase la intención benévola de sustraerme a las zarpas y garras de mis superiores burocráticos y de mis colegas pedagógicos. Constantemente había en sus cartas invitaciones a que fuera a Misiones:
Usted no se halla allí; pruebe por lo tanto otro ambiente. Venga por un tiempo, lo más largo posible, sin compromiso de comprar. Verá entonces si le conviene o no. Si puede usted salir en las próximas vacaciones, de cajón que se vienen ustedes. No crea que el calor es exagerado, le repito.
Quiroga conservaba frescas en su cuerpo las cicatrices de idénticas heridas. Queda liberarme del cepo:
Es, pues, necesario, que venga a acompañarme, amigo por excelencia. No pienso sino en la probabilidad de tenerlo por aquí. Haga un esfuerzo, si puede, en aras de un amigo como yo, de los que hay pocos. Aun cuando ustedes no se animaran a venirse del todo —ya veremos la impresión de ustedes— estoy casi seguro de que el país les parecerá de perlas, y podré contar, en el peor de los casos, con la visita anual de ustedes, en las vacaciones. El calor se soportará aquí mejor que allí mismo. Y yo iría en invierno a pasar una temporada allí. Si viera qué inmenso desahogo me provoca el hablar así, y con usted. ¡Estoy tan solo!
La casa la construiríamos los dos, pues éramos buenos obreros de albañilería y carpintería. El tenía la experiencia de repetidos ensayos. Creíamos ambos que la casa donde uno vive y ha de morir, debe ser construida por propias manos, si ello es posible. Esto lo conseguí después de su muerte, preparándome un retiro de paz para la vejez; y fui despojado por un cuatrerismo justicialista que ha consagrado en dimensión social el método individual del atraco. Me vi privado en aquel frustrado proyecto, y en éste malogrado, de tener la casa que construí con mis manos. Y he pensado con frecuencia qué relación hay de destino en un final tan semejante en ambos casos, pues la casa de Quiroga a su muerte fue literalmente saqueada. Penetraron en ella vecinos que hasta poco antes formaban parte de sus amigos regionales, después linyeras y maleantes, y se llevaron cuanto pudieron alzar. Pocos meses más tarde, la vivienda, el hogar recóndito que se preparó para morir, se convirtió en refugio de haraganes, en comisaría, en mingitorio. Nadie de los que le amaban pudo impedir esa profanación, cumplida sin el ritual de la justicia, y lo que debió ser museo nacional, lugar de peregrinación, se convirtió en madriguera de vagos. Cada hecho en su tiempo y su lugar.
La casa tendría las dependencias indispensables y estaría situada a distancia prudente de su cabaña. Un banderín anunciaría los días que debiéramos permanecer cada cual en su dominio. Solo aprovecharíamos en común los días fastos. Muchas labores manuales en esos días y noches podríamos realizar, sin interferencias, y nuestras afinidades profesionales y temperamentales eran suficientemente seguras y estaban bien asentadas y probadas para no dudar de que el trato asiduo las profundizaría y enraizaría aún más.
En una anterior usted emitía sus dudas sobre el entendimiento de dos amigos face a face. Creo que puede acaecer, siempre que los dos amigos sigan la misma derrota —no espiritual, que sería lo de menos—, sino material. Por ejemplo, si usted sintiera nacer en usted el amor a la tierra, a plantar, a hacer su casa, hacerla prosperar trabajando manualmente en ella, estoy seguro de que no se levantaría una nube entre nuestras personas amigas. Si no, hay peligro. Pues, ¿qué puede ofrecer el desierto a un hombre, si éste no se empeña en sacar de él un paraíso? Recuerdo ahora una observación suya sobre Munthe: supercivilizado. Tal es. Munthe trocó la música artificial por el canto de los pájaros, pero se quedó con sus monumentos históricos, más artificiales todavía. El poeta tuvo razón: los palacios de las nubes son los únicos verdaderos.
Compartiríamos el programa de trabajos más que los trabajos mismos, y el descanso, honradamente ganado al fin de la jornada, sería nuestro salario. Nos prometíamos festines de Sardanápalo y Heliogábalo en veladas de música y lecturas.
Piense ahora lo calmo, cariñoso y admirable de tener aquí un vecino como usted, con quien trabajaríamos sin hablar el largo día, para reclinarnos de noche en muelles sillones (los tengo muy cómodos) y hablar, entonces revivir el alma y los recuerdos que la constituyen en su casi totalidad, cuando se ha hecho ya su doloroso e inmortal deber.
Mi versación en música era más variada y mayor que la suya porque a decir verdad, me parece que sus gustos y versación musicales habían anclado en pocos arrecifes como la Muerte de lsolda y el Minuet de La Arlesiana. En compensación, su conocimiento de la literatura narrativa, desde Voltaire hasta nuestros días, superaba la cantidad y la calidad de mis lecturas. Otra de sus numerosas ventajas sobre mí, dimanaba de que había perdido menos tiempo que yo en el manejo didascálico de los grandes autores clásicos y medievales; es decir, que yo había devorado muchos años y millares de volúmenes para conocer obras y autores que nunca despenaron su atención. No le interesaban museos ni bibliotecas en que yo había vivido casi toda mi vida, y donde acaso habría llegado a dedicarme a embalsamar faisanes y quetzales de no haberlo hallado a él en la selva oscura.
Con el acopio hecho del patrimonio universal de la cultura, podríamos entretenernos en una especie de tertulia con fantasmas. Nuestros amigos serían los ídolos que amábamos en común, y mediante ellos nuestra amistad se consagraría con los óleos religiosos de la devoción compartida. Solo permitiríamos el ingreso en la logia, a personajes de ficción que sustituyeran a los de carne y hueso con los que habíamos tenido, él y yo, experiencias desalentadoras. Por otras causas podríamos hacer nuestro el exabrupto de Lawrence: «Detesto tanto a la humanidad, que solo en los muertos puedo pensar con amistad». La tumba de los vivos, o la casa de los muertos.
Mi casa sería la suya, mucho más que mía la de él, porque en su hogar se había producido ya una grieta en el más sólido de los muros, amagando el hundimiento definitivo. De tarde en tarde yo daría un concierto de violín para analfabetos, con asistencia de un auditorio alegórico, él y mi mujer. Conversaríamos de lo terrestre y de lo celestial con igual intrepidez, pues aunque a Quiroga no le interesaban los dilemas de la metafísica y era incapaz de lanzarse al vacío, complacido cabalgaba en el Pegaso conmigo. Quijote y Sancho, o Fausto y Mefistófeles: mucho había entreverado de esos personajes en él y en mí, y no sabría decir hasta qué punto lo era cada cual. Pues su sentido de la realidad, del mundo pedestre que habitábamos en calidad de mamíferos supérstites de un cataclismo universal, era perfectamente absurdo. Absurdo me parece también, mirado a veinte años de distancia, el proyecto de vivir aislados del mundo, y simplemente el de vivir. Lo hubiéramos podido hacer, y sin duda lo habríamos hecho correcta y satisfactoriamente, aunque sacrificando mucho de nosotros mismos, tanto por lo menos como él había sacrificado ya en la primera estancia en aquel paraíso infernal.