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Miércoles, 12 de agosto de 1936

Querido Estrada: Hoy, a las 8 1/2, llevé la carta para Ud. al correo. Ahora concluyo de arreglar un poco las plantas, sin grandes ganas, pues sabe que no ando bien. Leí por ahí: «Cuando un hombre que ha pasado los 50 siente algo, donde fuere, mala digestión o cosas más corrientes, piense en su próstata». Quiero creer entonces que los frecuentes malestares, dolor sordo en la región renal, abatimiento, sobre todo, deben inculparse a aquella causa. Particularmente desde hace 5 o 6 días siento una crisis congestiva en el aparato urinario, con molestias aún mayores que en pasados períodos congestivos. Vale decir, en vez de mejorar, empeoro. Se impone así el examen en ésa, y lo que viniere. Lo único que pido es mejorar hasta octubre. Lo peor que hay para mí es no poder hacer esfuerzos, poco o mucho requeridos en la vida que hago. Brazos y piernas van bien; pero las dobladas las siento, cuando ando en crisis, como ahora. Seguramente los riñones. Hoy, sin embargo, he amanecido mejor, a pesar del traqueteo (la posición sentado era mala para mis achaques) de un viaje a Corpus (36 K. ida y vuelta, en pésimo camión). Pasé unas horas con los amigos médicos de marras. Estábamos tendidos por la gramilla, al buen Sol de ayer, cuando llegó el cartero. Corridas de las mujeres a traer gozosas la correspondencia. Todos abrían cartas de la familia y se entreleían en voz alta. Yo solo estaba con las manos sobre las rodillas, sin cartas, ni familia, ni nada. Piense, hermano, en que he tenido un hogar durante nueve años, y que he sido abandonado por mi familia. Lo que lloro no es seguramente la mujer con la que no nos entendemos hoy un ápice, sino la de antes, y la época en que nos amamos. Por esto le decía en mis líneas de esta mañana que he andado estos días reclinado a un espectro, que por ratos me tentaba conjurándome a olvidarlo todo e ir a su lado, —tal el fantasma de Inés cuando le dice a Brand que todo ha sido un mal sueño… con tal de que Brand abjure. ¡Ah, no! Hemos de aguantarnos, compañero, y llegar al final de nuestro destino con un átomo siquiera de pureza. La última carta que recibo de mi mujer comienza: «Mi querido Horacio» (Suele poner: «Querido Horacio»). Concluye «Un beso de tu María» (Suele poner: «Fuerte abrazo de María»). Sé que en esos momentos lo siente así; que hay en ese mi y tu un llamado oculto y desesperado, pues también a ella debe de frecuentarla un espectro. No se ha sufrido y gozado en simbiosis extra íntima con un hombre durante una década, para que la infiltración diaria y profunda no haya echado raíces por uno u otro lado.

Por fortuna, todo pasa, como pasó el trastorno formidable que fue para mí la muerte de mi primera mujer. Reharé mi vida poco a poco —a menos que la luz de la verdad no fulmine como un rayo el camino tan poco de Damasco que recorre hoy mi mujer, llevando de la mano a su hijita.

El mismo día: las 18.50. Comienza a llover. Después de almorzar, siempre por aquello de que la única cura para estados como el mío es el traba jo, fui al río a proseguir con el arreglo de la canoa. A pesar de la fatiga de la cintura, me dediqué a fatigarla más calafateando las juntas laterales, bien doblado, pues la canoa está en tierra y sobre la tierra. No me fue mal, por eso. Antes bien, poco a poco comencé a sentirme mejor, moral y físicamente, hasta hallarme de pronto sentado sobre la borda, mirando tranquilamente el extraordinario río, manchado a retazos lóbregos y centelleantes por la amenaza de tormenta.

Así es; de repente me encuentro mejor, veo claro sobre la tiniebla en que me he hundido por dos o tres horas. Es mi modo de ser. De los veinticinco a treinta años sufrí bastante del estómago. Caía entonces en estados desesperantes, de renuncia total a cuanto ha sido, es y será. Ni la promesa de genio, millones o cuanto en momentos normales ansiaba, hubiera alcanzado a hacerme levantar la cabeza en mis caminatas interminables. Bruscamente revivía: era el retorno de mis funciones vitales (hígado, glándulas, qué sé yo) que reemprendían su curso. Tal creo. Soy tremendamente determinista sobre este tópico. Con digestión honrada, desafío no importa qué tifón moral.

Quedé pues en el Paraná hasta el atardecer, me bañé, tomé café con leche y dulce de mamón (carica papaya: papaína) por toda cena, hojeé un poco los diarios y heme aquí escribiendo esta larga requisitoria.

En La Nación del domingo he leído un ensayo de Ernesto Palacio que no está mal. Nos viene al pelo a nosotros, los aislados por necesidad.

Su tratamiento versus tuberculosis: ¿E hizo todo eso? Es Ud. guapo. Es posible que Ud. haya andado por el mundo más solitario e incomprendido que yo. Si su mujer lo comprende a fondo, dese por bien servido, hermano.

¿Es Ud., como yo, víctima del recuerdo? ¡De qué modo permanezco ligado poéticamente a lo que he vivido! Mis predilecciones literarias de mi primera juventud persisten vívidas en mí, tanto que no me atrevería a juzgar libremente un libro de aquellos que han moldeado mi alma en lava candente. Por esto no me atrevo a revisar el proceso de Las Montañas del Oro —ni quiero—, como el de cualquier felicidad que nos dio una mujer. No sé si en estas cartas le he recordado dos versos de D’Annunzio que me han parecido siempre extraordinarios —¡y tan míos!

«Lontano come un grande, passato dolore.

Grande come un passato, lontano a more».

Todo ya está allí.

Domingo 16. — Ayer llevé las dos encomiendas, cada una con su violín. Me dice su fabricante que el más grande, de lapacho, vibraba más antes de ponerle un puente de refuerzo entre las dos tapas. Cuide de abrir sin destrozo los dos esqueletos, para no tomarse el trabajo de construir nuevos, en el momento de su devolución. Claro está que de hallar por ventura que alguno de los dos (lo que no creo) es un buen violín, se quedará Ud. con él. Tengo curiosidad muy viva de saber algo al respecto.

Desde hace treinta años, por lo menos, no escribo a varón alguno cartas tan largas y confidenciales. Aprecie esto, querido Estrada, en lo que vale partiendo de mí. No ande remiso en escribirme. Cariños a ésa y fuerte abrazo

H. QUIROGA