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Febrero 8 de 1936

Querido Estrada: También acuso recibo yo de dos —tal vez tres— cartas suyas. No olvide de decirme si la miel no volcaba de su envase. Creo que la tira con cera, aunque buen ajuste, no estaba en forma. Como proveeré ab eterno a Uds. de miel, el dato solicitado es importante. A la hora presente ya María se habrá puesto al habla con Ud. Ambos, ella y yo, apreciamos en lo que vale la amistad de Uds.

—Confieso que al principio tenía dificultad suma para descifrar su letra. Ahora me he acostumbrado. Continúe, pues, su caligrafía. También a la hora presente habrá concluido Ud. El Libro de San Michele, apreciando así cómo y por qué éste constituye mi biblia. En una revista universitaria de Santiago que me mandó Glusberg, hay dos capítulos de aquel libro, suprimidos pour cause en la edición francesa. Uno sobre Maupassant. Se lo enviaré.

Este Glusberg anda un poco desvariado con un exceso de ego en su mollera, me parece. Tiene a veces conmigo un tono altanero y chocante que no nos queda bien, ni a él ni a mí. En su última, a propósito de una nueva confirmación mía de mi libertad espiritual, me dice: «si Ud. se conforma con ser libre cuando otros no lo son, conformes; yo no podría». Esto no está bien, yendo de un mozo calenturiento recién iniciado en la vida, a un hombre que le lleva treinta años de juicio. Como a mí no me interesa hablar de ideologías ni chismes literarios, no sé en verdad qué podremos comentar en lo sucesivo con él. Me extraña su actitud para con Ud. ¿No hay una cuestión de despecho o de celos de por medio? Claro que es penoso un contraste sentimental de tal porte. Hay que llegar, pues, a lo de Munthe, Kipling, y yo, en mi pequeña esfera: hablar con profunda paz con gentes de buen corazón e ignorantes. Anda por acá un mecánico italiano venido a menos, bueno, alegre e insensato, como es natural en este momento he dejado de escribir para correr ante el fuego del campo que amenazaba el bambuzal. No sé si Ud. conoce esta tarea contra el fuego, que naturalmente se enciende con sequía, calor y a la siesta. Es cosa muy dura. Ahora he vuelto, triunfante, pero con los ojos doloridos, a través y todo de los vidrios.

Prosigo con el mecánico. Tiene cerca de aquí su mísero taller. Sabe trabajar, pero no ganar. No cobra. Un patrón le dijo: «Ud. necesita tutor; de otro modo va a morir siempre pobre». Es, como ve, un niño grande, a modo de los amigotes de Munthe. Me hace preguntas sobre el destino de la vida, tal y tal, apoyando su cuestionario en los dedos, como a la murra. Charlo largos ratos con él. Y francamente, cuando entre estas profundas calmas veo en El Hogar la reproducción de un banquete literario con Capdevila, Moreno y Cía., me pregunto con asombro cómo se puede vivir esa vida.

Respecto del tríptico, creo que debe de hacerlo; eso, o cualquier cosa que empuje de adentro. Usted tiene un manantial, velis nolis, y es absurdo y criminal querer cegarlo. En las épocas de sequía espiritual (también las hay, bien normales y fisiológicas), descanse. Pero cuando retornan las lluvias, deje correr para afuera. ¿Le parece bien?

¿Su mujer anda pintando por Jujuy? Cosa más rara. ¿Por qué Jujuy? Cuénteme esto.

Si el violín está momentáneamente callado —lo sospecho— déjelo tranquilo. Lo más desconocido, inescrutable y gigantesco de lo subconsciente, radica en el arte. Más todavía que en la histeria de una mujer. Sabe Dios por qué a veces se tienen ganas, y a veces no.

Va un gran abrazo, amigo. ¡Pocos de éstos quedan, ay!

H. QUIROGA