VII. QUIROGA EN PANTUFLAS

HACÍA MÁS DE una semana que no nos encontrábamos con Quiroga. Para dieta de retraimiento era mucho. Supe que estaba con gripe y malhumorado, además, por impertinencias en el empleo. Fui a visitarlo el sábado, una tarde luminosa y sofocante de primavera.

Como nadie me atendió al llamar, penetré hasta el vestíbulo golpeando las manos. La voz de Quiroga, en alguna parte:

—«¡Adelante!».

Lo encontré en cama, leyendo una novela policial en edición de bolsillo, en inglés. Excepto algunos vecinos de Vicente López, nadie había ido a visitarlo, de modo que le sorprendió que me hubiese acordado de él. Todavía no declinaba su estrella, aunque había pasado el cenit; pero muchos admiradores iban retirándose y se limitaban a mantener con él un trato de camaradería gremial.

—Una gripe, compañero, de las que me agarran siempre al comienzo del verano.

Quiroga era muy friolento y hogareño, de modo que la gripe le ofrecía coyuntura decorosa para quedarse en casa leyendo, arropado hasta el cuello. Estaba muy animado y charlamos como si los dos tuviésemos fiebre. Cayó la noche, estallaron truenos inesperados y comenzó a llover. Estábamos locuaces, contentos de estar solos, y Quiroga dirigió la conversación con la intrepidez con que guiaba la moto o la voiturette. Muchas veces se refirió a una canoa, nuevo modelo, que estaba construyendo. Le confesé que aún no había llegado a comprender por qué se mantenían a flote los barcos. Debo de haberlo desanimado de su intención de mostrarme la canoa, porque me contó esta anécdota: Lo fue a visitar en San Ignacio el viajante de una casa de máquinas. Hablaron de motores. Por la conversación, Quiroga infirió que su interlocutor era entendido en mecánica. Terminaba de hacerle un arreglo a su coche y lo llevó al garage. Levantó la tapa del capot. El visitante, sin parpadear, escuchaba con suma atención las indicaciones que Quiroga le hacía sobre las diabluras del motor. Se trataba de un arreglo que le había hecho al suyo, digno de un mecánico profesional. Quiroga explicaba con aire doctoral dónde encontró la falla. El viajante no pudo contenerse:

—¿Y esto?

Señalaba el carburador. Quiroga enmudeció. Bajó la tapa del capot, llevó a su visitante al living y, poco después, a la puerta de calle.

Las horas volaban, apenas nos quedaban cigarrillos, seguía lloviendo y no habíamos tomado ni una taza de té. Decidí, con insistencia, marcharme, pero Quiroga no había terminado de desarrollar algún tema relacionado con su proyectado regreso a Misiones, que íbasele demorando. Insistí en irme, pues era ya medianoche y me quedaban dos horas de camino hasta Lomas. Encontró una coartada:

—¿Usted entiende algo de canoas, o no?

—Más o menos como el viajante de motores.

—Pero esto es distinto; aquí se trata de lógica y de sentido común. Venga, me va a dar su opinión de profano. Considérela como un objeto artístico. Esto tiene relación con su ebanistería.

Saltó de la cama con el camisón hasta los tobillos, se puso las chinelas, encendió una vela y echó a caminar resueltamente por el patio. Lo atravesamos; él con la palmatoria, adelante, y yo detrás pensando que formábamos un cuadro ridículo, bajo una lluvia fina y sin paraguas. Llegamos al galpón, depósito de los artefactos y materiales más disímiles, en cuyo centro destacábase con elegancia de ninfa la canoa. Era, en efecto, una obra de arte. Apoyó la palmatoria y con aire de iniciado comenzó a describir su última obra maestra, tratando de revelarme los secretos de la ciencia oculta de los astilleros.

—Vea la elegancia de esta línea; tiene su razón útil de ser, además porque en náutica todo lo que no es absolutamente indispensable está de más. Cuanto más simplifica usted la forma, más sólida es y más hermosa. Esto no es un bote, es un delfín. Las curvaturas de estas costillas que, como usted ve, arrancan de la proa, etc.; la quilla está matemáticamente, etc. Estuvo una hora ilustrándome, hasta que el bote llegó a parecerme un portento de la sabiduría antigua, de los grandes navegantes. Súbitamente, como bajó el capot del auto en las narices del viajante, Quiroga sopló la vela y echó a andar atravesando a oscuras el patio hasta el dormitorio. La familia había vuelto ya de Buenos Aires. Quiroga se metió en la cama, como si estuviese satisfecho de haber terminado la escena de un cuento, sin importarle que lo hubiera yo entendido ni el grado de mi admiración. Creo que cuando me despedí, ya se había dormido.