XIV. SOLEDAD

REPETIDAS VECES, y muchas precisamente a raíz de cavilaciones sobre el intrincado modo de ser de Quiroga, me he preguntado qué mecanismos psicológicos, complejos, factores incognoscibles e inexplicables por lo tanto, determinan que el ser inane, y en razón directa de su indefensión, se revista en los momentos de peligro del arsenal oculto o manifiesto con que impondrá pavor. Porque cualquier apreciación aproximadamente justa de la selvatiquez y hurañía de Quiroga, da como precipitado último la más angelical bondad y el más inocente y cauto anhelo de establecer con el prójimo una camaradería sin reservas; propensión a una confraternidad pánica universal.

Mi convicción es que un exceso de ternura y una incapacidad nativa para preservarse de asechanzas y peligros de la fuerza y de la astucia brutas, lo habían blindado con una coraza aparente. Que por fin hubiera caído él mismo en la creencia de ser fuerte y de férrea voluntad, es otra cuestión. También esto era cierto, pero como la cáscara con respecto a la fruta. Pues a pesar de ser esa segunda naturaleza de adopción una idiosincrasia perfectamente superfetada a su naturaleza primaria, constituía su modo natural de ser, como las púas y los colores violentos lo son en los seres inofensivos.

Quiroga no era hombre creado por Dios para la soledad. La amaba en el aislamiento físico y espiritual, pero le daba miedo la soledad afectiva. Sufría de no amar y no de estar solo.

Familiares y amigos configuraban un elenco sentimental que integraba una superfamilia de espectros, sin que se dejara arrastrar por la simpatía o debilidad de cualquier género a la indulgencia. Así como era magnánimo en reconocer los valores y los méritos de quienquiera, así era inflexible en juzgarlos; y es muy posible que tolerase menos en quienes amaba más.

Fue confinándose hasta reducir su ámbito vi tal a un escollo.

La amistad de Quiroga no era fácil de llevar, y así como iba desprendiéndose, sin quererlo y sin poder evitarlo, de las personas ligadas por vínculos familiares que no congeniaban con él en el secreto de sus afinidades, así iba despojándose de las amistades, escogidas o no, hasta que llegó al extremo de encontrarse solo. Y lo aterrorizó. Su soledad de los últimos años resultaba de haberse ido desglosando de seres y de afectos queridos, no como quien arranca de sí pedazos de su cuerpo, sino como el árbol que al llegar el otoño pierde su follaje después de haber perdido sus flores y sus frutos.

La soledad de no amar le era insufrible, pero el amor por sí solo no tiene fuerza suficiente para unir a seres disímiles. Además, hay diversas calidades de soledad. Hay muchas soledades. La soledad que pesaba sobre el alma de Quiroga veníasele condensando desde la niñez, si no debiéramos rastrearla como fatum familiar ya en sus progenitores. Podría descomponérsela, como el haz de luz en el prisma, y se obtendrían los colores elementales de su persona y de su destino. Su soledad era, pues, un resumen.

En otras condiciones de ambiente, su necesidad de aislamiento habría tomado otras características, porque, en fin era Quiroga espíritu ansioso de comunicación y compañía, inclinado al trato cordial, del que lo apartaba su extraordinaria individualidad insurrecta contra toda tiranía de la mediocridad, siempre despótica. Comunicativo y harto locuaz en circunstancias propicias y excepcionales, mantenía constantemente reservada una zona inaccesible de su alma. Esto no privaba al interlocutor del contacto cálido y directo, y lo que legítimamente podía inferirse de su franqueza abrupta era su fondo cristalino y luminoso. Algunas copas de más lo florecían como al duro lapacho, sin que perdiera por eso su contextura resistente al hacha. Me recordaba, en un rapto de ternura:

Así es, querido compañero único. He tenido y continúo teniendo con usted confidencias extremas. Ya lo ha visto. También convendrá usted en que yo lo entiendo a mi vez y por algo, en alguna noche de manzanilla, le sorprendí con alguna declaración como ésta, que usted no esperaba de mí: «Vos sabés que yo te comprendo, cabrito», o cosa así. Me acuerdo muy bien del alegrísimo brillo de su mirada en tal circunstancia.

Necesitaba de tales expansiones para dar escape a su concentrada presión. Entregábase entonces a efusiones ingenuas, desbordándosele su ternura y su sensibilidad superlativamente patética. Florecía —esa es la palabra.

Por él puede enjuiciarse a su época y su tiempo, a la medianía opresora de la clase intrépida de los intelectuales agrarios, con quienes es preciso convivir a ras del suelo, celebrando sus establos, o desprenderse de ellos para refugiarse en sí mismos o en la selva, sea la que fuere.

Su ejemplo me ha valido para explicarme la soledad de las alturas, el frío de las cumbres, y me ha servido para fortalecerme y sobrevivir de mis propias reservas. Pensaba en él y en Lugones, cuando escribí sobre Hernández: «Creo ver cumplirse, también en Hernández, esa ley terrible de nuestra historia que exige el sacrificio humano en pago de la gloria. Todo grande hombre está solo, y el movimiento de sístole que protege al incapaz expulsa con vigorosa diástole al bien dotado por Dios o por la naturaleza, particularmente al benefactor».

Ocultar esta lacerante verdad sería hacerles juego a los fariseos y escribas de la cultura, y echar sobre sus hombros agobiados el fallo de antisocial con que algunos han echado su piadoso puñado de tierra en su sepultura. Explicaba:

Dicen que me he abandonado. ¡Qué absurdo! Lo que yo no quiero es hablar media palabra con quien no me entiende. Eso es todo.

Estaba solo, efectivamente, y su soledad era el resultado natural de las fuerzas centrífugas y disolventes que arrojan al hombre superior allende las fronteras del ámbito vital. Acaso éste sea el fatum secreto de toda hurañía, de todo desafío a las sociedades de mirmidones, ora en Walden y Yasnaia Poliana, ora en San Ignacio de Misiones.

La soledad de Quiroga era mucho más antigua que él, dije, y debo agregar, y ajena a él; proveniente de múltiples causas y circunstancias, concentradas en su temperamento apasionado y agreste. Hallarse solo llegó a ser para él una deleitosa necesidad, hasta mucho después de haber sido una forzosa táctica en la desesperada lucha por la vida. ¿Quién se destierra voluntariamente?; ¿quién se confina sino bajo la sanción de un destierro dictado contra él por la sociedad de sus competidores? Todo desterrado sobrelleva el dictamen de hereje, y todo hereje es desterrado de una feligresía que lo acosa y lo niega…

Cuando encontró en mí al amigo siempre esperado en vano, estaba ya extinguida la llama de su impetuoso corazón. Desde el primer instante advertí en su afán de entregarse a una compañía salvadora, la necesidad de ser comprendido y amparado. Topó conmigo como con su Sosías más desgajado aún del árbol de tribu y clan. Pero mi ordalía no había llegado, y él puso mis pies en la senda del Gólgota. Lo percibió agudamente, de inmediato, antes de conocer cómo me había formado a mí mismo, saltando las trampas de los domesticadores y dejando, a lo más, la cola pero no el penacho. Con una punzada caló el tuétano:

Es usted guapo. Es posible que usted haya andado por el mundo más solitario e incomprendido que yo. Si su mujer lo comprende a fondo, dése por bien servido, hermano.

Escapando de sí mismo y de sus recuerdos terribles, halló en la naturaleza selvática del norte un bálsamo de olvido. Impelido, además, por percances de su salud precaria, encontró al mismo tiempo salud y sosiego. Sus primeras experiencias fueron terribles:

Continué como el diablo durante seis meses, sin un solo día de alivio. Comía, sin variantes: sopa ligera, dos papas cocidas, un racimo de uvas, y sanseacabó. Estaba amarillo como un membrillo. Pasaba esto cuando pensaba ir al Chaco a plantar algodón. ¿Pero cómo ir en tal estado? Ese invierno, en pleno interior del Chaco (siete leguas al suroeste de Resistencia, con el vecino más próximo a dos leguas). Me levantaba tan temprano que después de dormir en un galpón, hacerme el café, caminar media legua hasta mi futura plantación donde comenzaba a levantar mi rancho, al llegar allí recién comenzaba a aclarar. Comía allí mismo arroz con charque (nunca otra cosa), que ponía a hervir al llegar allí y retiraba a mediodía del fuego. El fondo de la olla tenía un dedo de pegote quemado. De noche otra vez en el galpón, el mismo matete.

Aprendió a bastarse a sí mismo, a vivir consigo, a sentirse un ser desprendido del conglomerado con el que ninguna fusión era posible. Ni era fuerte, ni era huraño, pero la vida lo había hecho inflexible en su carácter y en su voluntad, reacio al trato con seres de otra estirpe espiritual. Transcribo algunas imágenes desoladoras de su última soledad:

Pasé unas horas con los amigos médicos de marras. Estábamos tendidos por la gramilla, al buen Sol de ayer, cuando llegó el cartero. Corrida de las mujeres para traer gozosas la correspondencia. Todos recibían cartas de sus familiares y se entreleían en voz alta. Yo solo estaba con las manos sobre las rodillas, sin cartas, ni familia, ni nada. Piense, hermano, en que he tenido un hogar durante nueve años y que he sido abandonado por mi familia. Lo que lloro no es seguramente la mujer con la que no nos entendemos hoy un ápice, sino la de antes, y la época en que nos amamos. Por eso le decía en mis líneas de esta mañana que he andado estos días reclinado a un espectro, que por ratos me tentaba conjurándome a olvidarlo todo, a ir a su lado —tal el fantasma de Inés, cuando le dice a Brand que todo ha sido un mal sueño… con tal de que Brand abjure. ¡Ah, no! Hemos de aguantarnos, compañero, y llegar al final de nuestro destino con un átomo siquiera de pureza.

… Son las 20.10. A mis espaldas, donde la chimenea arde a gusto, porque el día ha estado muy fresco. En la radio (estación oficial, Montevideo) tocan una balada de los Reyes Magos, de Strauss. Por arriba de la mesa tengo el potente farol de nafta. Acabo de picar tabaco negro para mezclarlo con el colorado, según muestra que traía Giambiaggi precisamente esta mañana. Con este Giambiaggi, que vivió un par de años conmigo, nos pasábamos las noches picando tabaco. Hace un rato concluí de reformar a aguja limpia mi gorro nocturno, pues siento ahora frío en la cabeza. El tal gorro es una boina tejida de mi mujer, a la que he agregado orejeras de un viejo pantalón de pana. Queda soberbio. Las noches pasadas he cosido también: un quillango que voy haciendo con retazos de cueros silvestres, y una alfombrita limpiapiés, que he ribeteado con tientos de jabalí. Magnífica también. Y con estas cosas voy solucionando el gran problema de las noches de invierno, que siempre constituyen mi pesadilla. Antes, cuando vivía aquí con mis hijos chicos, iba al taller. Ahora no tengo ya ganas de eso. Tengo que inventar nuevos entretenimientos. Por cierto que siempre busqué y encontré tarea nocturna, aun en ésa: tanto en la calle Agüero como en los telares y muñecos de barro en Vicente López. Estoy por decidirme a remendar mis muñecos, muy maltratados por su colocación vecina a la chimenea, donde se han desconchado con el calor. Hoy hablábamos con Giambiaggi de pasar los a bronce o simple aleación de tipo de imprenta, muchísimo más fácil.

… Llueve que da gusto desde esta madrugada. Desde mis ventanales veo el paisaje mojado, triste y oscuro. Solo como un gato estoy. Esta mañana, mi sirvienta con su hijita y su marido se fueron en camión a Santa Ana. Volverán tarde de la noche, o mañana. Me calenté la sopa preparada desde anoche, y aquí estoy en el living, como un punto en la inmensidad del paisaje lluvioso. Esta sirvienta que volvió a mí tras la ausencia de mi mujer, y que nos sirvió un par de años hasta hace poco, es una alhaja. Le he confiado la casa, una verdadera ama de llaves. No sé qué sería de mí sin ella, tan abandonado como soy. Me cuida, no como a un marido, sino como a un hijo. Y tiene veinte años.

Solo faltaba la noche de la eterna soledad.