III. AMIGOS DE ACÁ Y DE ALLÁ

SI SE ACUDIERE a los amigos de Quiroga para averiguar esas particularidades del carácter que solo se revelan en el trato informal, ¿qué imagen obtendríamos de esos testimonios?

He advertido que, en general, amigos de elección y eventuales tienen de él la misma imagen convencional, no halagüeña e infiel. Muy poco, por lo pronto, de lo que constituye los rasgos específicos del escritor. No era de otro modo de cómo lo vieron, y a este respecto con la misma razón puede decirse que sus fotografías no son sus retratos fieles. ¿Tenemos, acaso, su imagen de escritor debidamente perfilada? ¿Quién era?

Conocemos arbitraria y superficialmente su persona y su obra; la obra puede ser recuperada, pero sin un retrato fiel del autor no alcanzará sus positivos relieves. Él, de ninguna manera puede ser recuperado. Necesitamos complementar la obra con el autor, y esta tarea de escoliastas iconográficos la han cumplido para otros grandes escritores aquellos amigos que guardaron de ellos copioso anecdotario y la nítida impronta de su rostro espiritual. El testimonio de la vida de Tolstoi, Conrad, Wilde, France, Proust o Gide nos facilita la mejor comprensión de sus obras, pues hasta los rasgos caricaturescos o malévolos contribuyen a reproducirlos tal como fueron. Con Quiroga esto no es posible, porque no formó parte de ningún cenáculo ni entregó copias autenticadas de sí a nadie. Las «tomas» de sus amigos de juventud son muy parciales; casi todos los demás partícipes de sus trabajos y sus días han fallecido ya sin haber expresado su propia opinión, y los vecinos de San Ignacio no son testigos de fiar. En general, se temió que la revelación de episodios expresivos de su carácter lo disminuyeran o representaran muy inferior a cómo fue. Esto porque no han tenido cabal noción de quién era ni concepto de la verdadera grandeza humana. Tenemos de la historia y de la biografía cánones de programa escolar, y Quiroga no era una pieza de quincalla. Puedo suponer, entonces, que permanece inédito y anónimo y que su expurgo para una antología de las bellas letras y de las bellas figuras lo mutilaría de lo que constituyó su fuerza y su originalidad.

Los pocos amigos sobrevivientes a quienes lo ligaban vínculos de compañerismo literario guardan de él una efigie; los de su camaradería convencional y eventual, otra. Existen también imágenes deformadas arbitrariamente por la leyenda de sus extravagancias o el vértigo de su existencia abismal; y existe, ya sé, el busto para prólogo de sus obras completas, tallado en la misma marmolería de los monumentos funerarios. La celebridad de Quiroga llegará el Día del Juicio en que sean juzgados los pecadores y los justos de nuestras letras; cuando la resurrección de los desterrados y de los sepultados vivos.

La obra ofrece materiales para un retrato de cuerpo entero en que aparecería como un Tarzán de las letras, cómodo para los críticos y profesores de historia de la Literatura: el de un prosista tan desgarbado como en el vestir. ¡Desprolijo y negligente, tan luego! Mejor sería acudir a quienes no lo conocieron, a los que intimaron con él en el trueque de los frutos silvestres que unos y otros recogían en la selva.

En San Ignacio conocíasele como individuo exótico, mensú no asalariado, lunático y caprichoso, que arriesgaba la vida porque sí en los días de correntada, cuando ni los nadadores se aventuraban en el río, y que se pasaba horas y horas al Sol, talando y carpiendo, cultivando plantas raras y calafateando canoas de paseo. De otras particularidades no se sabía mucho más, y su aureola de salvaje sentimental no fulgía en la selva. Apenas se sabía allá que era escritor, sinónimo de chiflado, que se ponía de punta en blanco al caer la tarde y que «le daba por los libros». Todas estas actitudes de Quiroga, que tomadas aisladamente resultan incoherentes y estrambóticas, guardan íntimas concordancias entre sí como concepción plenaria y desprejuiciada de la vida. Vivienda, moblaje, vestuario, herramientas, ocupaciones y pasiones concuerdan en acorde de tónica. Pero hay que tener buen oído.

Era uno de los colonos del pago pululante de prófugos, que charlaba de cosas triviales, que se enfurecía con facilidad, que, como todo el mundo, decía malas palabras cuando se machucaba los dedos. Individuo ordinario y misántropo. A esos amigos les prodigaba, como a los otros, idéntica espontánea simpatía, y es seguro que sus conversaciones con la muchacha que lo atendía como madre llevaran tan de lo mejor de sí como las que mantenía con los del gremio. O más. Pues la misma llaneza despreocupada de retórica empleaba conmigo y con las figuras descollantes de las letras que con los jornaleros. Usaba un único lenguaje: el de todos los días laborables. Si tal era un síntoma de rusticidad, admitamos que era su condición ingénita y que la podemos hallar en sus escritos y en sus juicios críticos. Mas no olvidemos que hasta los veintidós años fue caballero de cenáculos y ateneos, de léxico esmerado y de smoking. De modo que si el jornalero y el crítico deducen de aquellos datos conclusiones impremeditadas, se equivocan. Por lo demás, el trato con gente indemne al contagio de las afecciones epidémicas propias de la cultura urbana, es común en los hombres de su estirpe, y a cierta altura de la vida se prefiere al analfabeto, si está efectivamente en el estado de gracia de la ignorancia, al histrión que gesticula un rol aprendido de memoria en los libros.

Hay que llegar, pues, a lo de Munthe, Kipling y yo en mi pequeña esfera: hablar con profunda paz con gentes de buen corazón e ignorantes.

El anhelo de soledad lleva implícito el apartarse por igual de la civilización fabril y de la cultura de fábrica. Sus padres: Thoreau, Tolstoi, Hamsun, Lawrence, practicaron también el rito de las abluciones en los manantiales.

En la amistad, Quiroga no hacía cuestión de méritos o cualidades técnicas del saber, sino de las condiciones morales que lo emparentaban inesperadamente con algún bracero de la selva o mecánico o plantador. No apreciaba a las personas por la talla sino por la altura. La nómina de sus amigos resultaría muy pintoresca, de poder hacerse con aproximada exactitud. Prefería el trato de mujeres, de las que constantemente obtenía enseñanzas de rompecabezas psicológicos. En las novelas atraíale la mujer más que el hombre, cuando entran en juego pasiones y estratagemas. Conocía a las hijas del general Epantchine como si las hubiera tratado mucho tiempo en la intimidad. Se consideraba experto en psicología femenina. Había cierta duplicidad en él en cuanto a la amistad, y exigiría una larga digresión tratar de explicarla. En sus residencias periódicas y espaciadas en Buenos Aires, gustaba, sin buscarlo, el trato de artistas, escritores, profesores y hasta de personas de figuración política y social; en San Ignacio prefería el trato de las gentes más humildes y sin relieve en la vida importante de la zona. En cada individuo encontraba material humano de primera calidad, escarbándolo un poco. ¿Qué conclusión podemos sacar? No puede decirse que las grandes amistades de Quiroga cuenten entre los escritores y artistas cuanto entre la gente del pueblo. Llevada la averiguación hasta los últimos términos es posible que tengamos que confesar que nadie, ni parientes ni amigos selectos ni aleatorios, penetraron jamás ni se hospedaron en lo íntimo de su afecto. Al amigo que se le separaba o al que daba la espalda una vez, jamás volvía a recuperarlo. En esto no solo era rencoroso sino despiadado. Durante treinta años conservaba fresco el encono de alguna deslealtad.

En sus recuerdos de los últimos tiempos acudían a él, como si lo frecuentaran, lejanos e insignificantes amigos que al desvanecerse otros venían a ocupar su lugar. Prácticamente, llegó a vivir entre muertos. En apasionadas anécdotas reaparecían como protagonistas, cediéndoles él su lugar, sin molestarse por las mofas de que pudo haber sido objeto. Sabía bien cuán expuesto estaba a tomar en la imaginación del prójimo tantos aspectos cuantos coincidían en considerarlo una rara avis.

Por supuesto, Quiroga tenía bien ganada su fama de excéntrico, y el capítulo de sus extravagancias más que ningún otro merecería delicado examen. Aplicándosele sin malevolencia, la palabra «extravagante» abarca toda la gama entre la excentricidad, la manía, el capricho y el genio. Sus amigos eran también extravagantes. Uno de los adventicios fue el mecánico italiano, cuyas prendas personales y las circunstancias con que el azar se lo presentó, me contó con jovial placer.

Anda por acá un mecánico italiano venido a menos, bueno, alegre e insensato, como es natural… Tiene cerca de aquí un mísero taller. Sabe trabajar, pero no gana. No cobra. Un patrón le dijo: «Usted necesita tutor, de otro modo va a morir siempre pobre». Es, como ve, un niño grande —siendo de los amigotes de Munthe—. Me hace preguntas sobre el destino de la vida, tal y tal, apoyando su cuestionario en los dedos, como a la murra. Charlo largos ratos con él. Y francamente, cuando en estas profundas calmas veo en El Hogar la reproducción de un banquete literario, con C., M. y Cía., me pregunto con asombro cómo se puede vivir esa vida.

Por lo regular, el álbum de sus amigos es de desterrados, a quienes la vida había arrojado lejos de la civilización. De descivilizados. Aquel mecánico purgaba un segundo confinamiento, y los problemas trascendentales a la murra que gustaba plantearle, daban la medida de su material humano en bruto. Esos mismos problemas en la mente del filósofo son otros. Que hubiese una chispa de espíritu le complacía más que una llamarada. ¿Otros? En los cuentos están.

Muy estimado era el amigo Escalera, a quien cierta vez, acaso inducido por la inconsciencia con que Quiroga hablaba por igual de toneles y violines, se le ocurrió fabricar un stradivarius con madera de timbó, que resultó ser el ejemplar más grotesco que pueda imaginarse de la lutiería. Chato de pecho y espaldas, como Quiroga, con las «efes» labradas a gubia, un mástil semejante a un trozo de macana y un clavijero de sistro prehistórico, emitía un sonido remoto, quejumbroso, de gato recién nacido, que resultaba por mitades hipnótico y horripilante. Me lo mandó, por si su amigo Escalera hubiera descubierto, por azar, un nuevo método de fabricar violines, según suponía que pudo haberle acontecido a, digamos, Amati o a Gasparo da Saló.

Otro espécimen del género era «el ingeniero belga». Se le presentó de la manera más inusitada. Quiroga se había internado en la selva y silbaba algún trozo de música (seguramente la muerte de Isolda). Lo iniciaba y al llegar a cierto punto volvía a recomenzar, patinando como disco rayado. De pronto oyó que alguien, a la distancia, lo cuarteaba en el pantano continuando la partitura hasta el final. Quedó, me decía, como si de pronto se hubiera topado con Ricardo Wagner. Era el ingeniero belga, que desde ese momento se incorporó al séquito de los iniciados de la mandioca y la fariña, y que terminó sus días en Bruselas legando su fortuna a las prostitutas de la ciudad. Finalmente, Goyanarte, otro curioso ejemplar. Yo lo conocí por azar en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Tenía un negocio de ramos generales, y campos. Fui a verlo. Lo encontré encerrado en su habitación adonde nadie tenía acceso sino después de anunciarse con tres golpes de nudillos en la puerta. Las paredes estaban forradas de libros. Revisé, extrañado, la biblioteca. Todas obras de gran calidad: en inglés, francés e italiano. No encontré un solo libro mediocre. «Mi vocación ha sido, desde muy chico, la literatura. Pero he necesitado antes de dedicarme a ella, hacer dinero. Ahora soy rico y pienso empezar a escribir». Se le presentó a Quiroga sin anunciarse.

Querido Estrada: Llegó su tanda de cartas, y hace unos días su amigo Goyanarte, excelente persona que se vio forzado a ayudarme a traer arena en el coche, pues urgía tal producto para una piscina que estoy haciendo. Nos levantamos esa mañana a las 5.45, tomamos unos mates bajo densa cerrazón, y enseguida a cargar las 16 latas de kerosene en el coche para traer la arena. El amigo ha sacado un sinfín de fotos documentales de mi casa, del sitio elegido para la suya, de la hectárea de marras.

Goyanarte dejó en él el recuerdo de un hombre fuerte, que podía cargar latas de arena, apretar bien una tuerca y talar a machete limpio. No sé si se enteró de que era del gremio, ni me recordó jamás otros episodios de su hospedaje que el de los trabajos que realizaron juntos.

Entre sus viejos y queridos amigos de «allá lejos» contaba Giambiaggi, pintor, líder y obrajero. Durante años vivieron en vecindad y camadería, y compartieron la maternidad de Eglé y Dado, cuando éstos perdieron la madre. Un episodio está narrado en «El Desierto».

A las personas desagradables, entre ellas un escritor que imitaba al maestro renegándolo, las olvidaba por completo. De este extraño personaje, un bohemio de alta escuela, jamás me dijo Quiroga una palabra; pero por él sabía yo que se aborrecían con equitativa reciprocidad.