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Hay una anterior. Junio 2[5] de 1936

Querido Estrada: Ayer de mañana, por torpeza de la chica a quien envié al correo, no acertó a despachar la correspondencia, y volvió con su carta, entre otras. Perdido el correo del jueves, no queda sino el del domingo, y el martes le llegarán aquélla, ésta y seguramente otra más. Me explico bien su pedido de que le escriba todos los días: en cama, desanimado y con el horizonte turbio, llegan muy bien las cartas del amigo. También le escribo con placer, pues resulta que nos hallamos conversando todos los días —o casi.

Me hallo ya bastante bien. Paréceme que hace mil años cuando una mañana casi de madrugada, mi mujer y mi hija se fueron como los pájaros a un país más templado. En verdad, dice Ud. bien: se me ha comprendido poco, y María menos que nadie. María no solamente no me comprende a mí, sino a ninguno de la casta. ¡Y pensar que nos hemos querido bárbaramente! En Les Possedés de Dostoievski, una mujer se niega a unirse a un hombre como Ud. y como yo. «Viviría a tu lado —dice— aterrorizada en la contemplación de una monstruosa araña».

Mi mujer no vio la araña en Buenos Aires, distraída por el ambiente; pero aquí acabó por distinguirla.

Sin embargo, amigo, no la culpo mayormente. ¡Es tan dura esta vida para quien no siente la naturaleza ni el ménage! Y me acuerdo siempre de aquel personaje de Mérimée, que fracasa con una mujer joven y linda. «Me ha hecho feliz cinco meses —dice—, le debo pues mi vida entera».

¡Qué tremendo y complicado es todo esto! Hay cien razones mortales para condenar, y otras cien para excusar. Pero yo soy un solitario, es lo cierto. Mi exceso de personalidad —como dice mi mujer— me hace sentir cadenas en la más ligera traba a mi voluntad. Una de las cosas que más me ha hecho sufrir es el modo de educar de María a la nena. ¿Pero qué derecho tengo a oponerme, tratándose de una mujer desengañada de su marido, y que pone todo su amor en una criatura que la acompañará toda su vida? Si se tratara de un varón, otra cosa sería. La nena, entre muchas cosas no mías, tiene una sensibilidad muy grande, exagerada, que no proviene por cierto de la médula materna. Pero ([la madre]) la educación de la madre la lleva por lados distintos. Si la nena despierta un día, allí estaré yo.

Viernes—

Querido Estrada: He pensado sin cesar en sus piernas, y colijo que el galeno de las várices y el de la infección se equivocan ambos. Allá veremos. No olvide ni por un momento de telegrafiarme cualquier novedad ingrata, en el puerco caso de que llegara a sobrevenir. Soy muy capaz de ir a acompañarle por quince días (con calorífero cerca, ¿eh?), descontando el bien que le haría esto. Entre tanto, y dando también por seguro de que mis cartas lo distraen —Ud. me pedía noticias diarias—, aquí prolongo ésta interminable.

Son las 20.40 a mis espaldas, donde la chimenea arde a gusto, porque el día ha estado muy fresco. En la radio (estación oficial Montevideo) tocan una balada de los Reyes Magos de Strauss. Por arriba de la mesa tengo el potente farol de nafta. Acabo de picar tabaco negro para mezclarlo con el colorado, según muestra que traía Giambiaggi precisamente esta mañana. Con este Giambiaggi, que vivió un par de años conmigo, nos pasábamos las noches picando tabaco. Hace un rato concluí de reformar a aguja limpia mi gorro nocturno, pues siento ahora frío en la cabeza. El tal gorro es una boina tejida de mi mujer, a la que he agregado orejeras de un viejo pantalón de pana. Queda soberbio. Las noches pasadas he cosido también: un quillango que voy haciendo con retazos de cueros silvestres, y una alfombrita limpiapiés, que he ribeteado con tientos de jabalí. Magnífica también. Y con estas cosas voy solucionando el gran problema de las noches de invierno, que siempre constituyen mi pesadilla. Antes, cuando vivía aquí con mis hijos chicos, iba al taller. Ahora no tengo ya ganas de eso. Tengo que inventar nuevos entretenimientos. Por cierto que siempre busqué y encontré tarea nocturna, aun en ésa: tanto en la calle Agüero como con los telares y muñecos de barro en V. López. Estoy por decidirme a remendar mis muñecos, muy maltratados por su colocación vecina a la chimenea, donde se han desconchado con el calor. Hoy hablamos con Giambiaggi de pasarlos a bronce o simple aleación de tipo de imprenta, muchísimo más fácil. Si aquél se decide, he de pasar sin sentir muchas noches.

Piense, ahora, lo calmo, cariñoso y admirable de tener aquí un vecino como Ud., con quien trabajaríamos sin hablar durante el largo día, para reclinarnos de noche en muelles sillones (los tengo muy cómodos), y hablar, entonces, revivir el alma y los recuerdos que la constituyen en su casi totalidad, cuando se ha hecho ya su doloroso e inmortal deber.

Me informan hoy de un pequeño molino aéreo con dínamo para cargar la batería de la radio. Se suprimen con aquél las pilas intermedias. Un poco caro, pero me resolveré a adquirirlo. Hoy, solo, no podría vivir sin música. Sabía Ud. que la estación aludida de Montevideo —CX6—, pasa continuamente música como dios manda, sin avisos. Posee una discoteca de 4000 y pico de discos. Creo que figuran todas las partituras de cámara del mundo.

¿Y el violín, Estrada? Lo sospecho un poco en receso. ¡Bah! Ya lo agarrará Ud. de nuevo, —u otra cosa cualquiera. «La cuestión —decía yo— no es realizar las aspiraciones. Lo importante es tener siempre una ilusión». ¿No es cierto? ¿Qué importa que no se cumplan, si ya nos han dado la felicidad? Días atrás leí una cosa macanuda: «La vejez solo es soportable con un ideal o un vicio».

Sábado. —A trueque de aburrirlo, prosigo. 14 horas. Llueve que da gusto desde esta madrugada. Desde mis ventanales veo el paisaje mojado, triste y oscuro. Solo como un gato estoy. Esta mañana mi sirvienta, su hijita y su marido se fueron en camión a Santa Ana; volverán tarde de la noche, o mañana. Me calenté la sopa preparada desde anoche, y aquí estoy en el living, como un punto en la inmensidad del paisaje lluvioso. Esta sirvienta, que volvió a mí tras la ausencia de mi mujer, y que nos sirvió un par de años hasta hace poco, es una alhaja. Le he confiado la casa, una verdadera ama de llaves. No sé qué sería de mí sin ella, tan abandonado como soy. Me cuida, no como a un marido, sino como a un hijo. Y tiene veinte años. —En las treguas de la mañana transplanté un níspero del Japón y 10 o 12 ananás de Pernambuco, verdadero abacaxi, cuya fruta gustamos este año. He de contar en La Prensa la tragedia de su fructificación. Luego entré a releer El constructor Solness de Ibsen. Lo leí cuando era muy joven, sin comprenderlo. En su segunda lectura, hace unos meses, me di cuenta de un comentario leído en aquella primera lectura, y que se titulaba «Solness, o el Ideal». Tal cual. Es extraordinario.

Sobre música: no oí por radio a Stravinsky. Yo tengo mis recelos sobre él, bien que el Despertar de la primavera me colme. Creo que aquél, como tantos otros, son creadores de este momento de desorientación en todo (como que fenece una civilización bimilenaria, y no entrevemos la que vendrá). Tantea más que acierta.

Oigo a menudo a Beethoven, con deleite nunca harto en sus cosas de más simple efecto con mínimos recursos: andante de la 7.ª, marcha fúnebre, adagio de sonata quasi fantasía, los dos adioses. De un poco de arcilla marina y color surge esta portentosa vida que nos desplanta todavía.

Así y todo, Ud. debería de andar aprontándose para venir, sin esas flictenas de mala hora. ¿Ha visto un médico inteligente? De 10 médicos de nota, 4, por lo menos, entienden bastante. Vale la pena que consulte a un especialista. Y le paso el consejo que Ud. me daba, de cuidar juiciosamente de la salud.

—Cuando he insistido e insisto sobre la bondad que para su vida físico-moral podía rendirle este país, no hablo por egoísmo. Usted no se halla allí; pruebe por lo tanto otro ambiente. Venga por un tiempo, lo más largo posible, sin compromiso de compra. Verá entonces si le conviene o no. Si puede Ud. salir en las próximas vacaciones, de cajón que se vienen Uds. No crea en el calor exagerado, le repito. Salvo desde las 11 a las 16, en que el Sol quema (no hay necesidad de quemarse), el resto del día es delicioso. Muy fresco de noche, casi frío de madrugada, y un paraíso hasta las 8. Y las deslizadas en canoa por este fleuve, que encantaban hasta a mi mujer.

Dígame si no halla fatigante leer tan absurda carta. Cuando escampe, iré a buscar el correo, y si hay una suya (también yo quisiera carta seguido), agregaré algo a ésta. Si no, la cierro.

Continúa lloviendo. Cierro ésta, por si mañana no puedo ir al correo. Muy fuerte abrazo y cariños a su mujer

H. QUIROGA