VIII. SINFONÍA PATÉTICA
DURANTE SU internación en el Hospital de Clínicas solo dos veces Quiroga fue a almorzar a casa. Ese día lo esperábamos y yo llegué algo tarde de la oficina. Era un hermoso sábado de noviembre. Al entrar, encontré a su mujer y a la mía llorando.
—¿Qué pasa?
—Horacio. Está hecho una fiera. Hace una hora que se ha pegado al vidrio de la ventana sin hablar.
—¿Qué ha ocurrido?
—Preguntó qué había de comer, y le dijimos que le habíamos preparado el arroz que a él tanto le gusta. Contestó enojado que él no quería comer arroz y ahí está empacado contra la ventana.
Colgué mi sombrero, con tristes pronósticos, y fui a verlo. Despegó la frente del vidrio, avanzó hacia mí y me puso la mano en el hombro.
—Hermano (como si me dijera: «Hermano Francisco, no te acerques mucho…»).
—¿Qué dice, Quiroga?
—¡Qué vista magnífica tiene su departamento! Un panorama espléndido, de verdad: por allá el río, acá la plaza con ese ombú que debe tener como ciento cincuenta años. No sospechaba este belvedere.
Estaba reanimado, como en sus mejores momentos. Se trajo del mercado próximo algo para prepararle un menú especial. El almuerzo demoró un tanto y, al fin, nos sentamos a la mesa. Quiroga tomó su habitual cucharada de bicarbonato, poniéndose el polvo sobre la lengua y sorbiendo enseguida unos tragos de agua. Para nosotros el arroz; para él, no sé qué vianda para dispépticos.
—Arroz. Arroz a la parmesana con hongos. Ya saben que me gusta mucho. Déme.
Le sirvieron un plato y repitió. Estuvimos todos muy animados y Quiroga se complugó en relatarnos anécdotas de su viaje a París, siendo adolescente, y prometió regalarme las libretas con el Diario de ese viaje. Evocó las veladas del «Consistorio del Gay Saber», en su patria; se refirió a su vocación de ciclista y de fotógrafo; contó por repetida vez la anécdota del viaje de Lugones a Montevideo, en 1901, para asistir al Congreso Científico Latinoamericano; la devoción de sus admiradores, que mientras recitaba el poeta sus versos vestido de smoking, se ponían por turno su chaqueta, contados los minutos reloj en mano, etc. Tenía otra vez dieciocho años y su alma en flor.
Terminado el almuerzo, Quiroga se quitó el sobretodo, que había mantenido puesto a pesar del calor, y al colgarlo en la percha echó un vistazo fugaz a la habitación que le teníamos preparada.
—Voy a descansar un poco —y resueltamente se encaminó a nuestro dormitorio, tendiéndose sobre la cama con los botines puestos. Todos lo rodeábamos mudos; mi mujer con estupor, María escandalizada. Quiroga, de espaldas, con las piernas abiertas sobre la colcha, orgullo de nuestra humilde lencería, echaba humo como si se le quemara la barba. Al sonreír se le veían los labios finos, de coral. Solamente nosotros pensábamos en la ceniza.
—Estrada, ¿no tiene alguna música nueva?
—Precisamente ayer me trajo mi profesor dos sinfonías de Chaikovski: la Quinta y la Sexta, patética.
—Ponga una.
Seguía glorioso, feliz, bajo sus númenes angélicos, olvidado de sus terribles dolencias, de su vejez, de su soledad, de su fracaso, de su pobreza, con su vientre perforado por la cánula de goma y su ignorado cáncer.
El disco de la Sexta Sinfonía giró unas veinte vueltas. Quiroga fumaba nervioso, otro cigarrillo.
—Estrada, saque eso, por favor. No sé cómo aguanta usted esta música del demonio. ¿Tiene todavía «La Muerte de Isolda»?
—Sí.
—Póngala.
Escuchó extasiado. Guardábamos todos religioso silencio, más que ante la imponente partitura, ante la venerable beatitud de Quiroga. Entrecerraba los ojos, y terminó el disco cuando él arrojó la colilla. Una muerte con «mise en scene». Lo contemplábamos como a un ángel.