Capítulo 15

No había tiempo que perder, el mal se extendía sin dar tregua ni reposo. Lo hacía como una oscuridad que lo arrolla todo, los colores, las formas, los contornos… Sumida en la más absoluta desolación, Alèxia seguía luchando. Lo haría a tientas, a gachas o arrastrándose si era necesario, pero había decidido plantar cara a aquella dama oscura que, sin piedad, pretendía segar Barcelona con su guadaña.

Sara y ella solían comer juntas en la mesa, no tenía sentido hacerlo sola ni tampoco que la esclava le sirviera. La pestilencia lo había trastocado todo, la cadencia de las rutinas cotidianas ya no era posible. Ahora, los niños cuidaban de sus padres, los perros lamían las llagas de sus antiguos torturadores y los médicos morían antes que sus pacientes.

La playa se había convertido en una cueva infecta de ratas, en un escenario macabro donde muertos y vivos se mezclaban sin remedio. Ya no era un lugar de llegada o partida, un sitio donde hacer negocios o jugar a los dados. ¡La hija del mercader añoraba tanto sus paseos por la orilla del mar! Pero no era el mejor momento para lamentarse. Esta era la frase que Alèxia se repetía mientras se encaramaba a una caja en el centro del almacén.

—Mi padre ha enfermado y hemos de rezar a Dios por su rápida recuperación, pero mientras lo hacemos debemos mantenernos ocupados —declaró ante la veintena de hombres que había reunido Pere Ballart.

—¿Y Abelard? ¿Dónde está Abelard? Él es nuestro jefe —dijo un hombre calvo y corpulento.

—Está con mi padre. Se reunirá con nosotros tan pronto como sea posible —respondió la hija del mercader sin dudar.

—¿Eso significa que ahora debemos cumplir tus órdenes? ¿Permitiréis que una mujer nos diga qué hemos de hacer? —preguntó el hombretón a sus compañeros.

—¡Soy una Miravall! Mi padre no aprobará ninguna desobediencia o insubordinación.

—¡Muy pronto tu padre estará criando malvas! —replicó en tono despectivo el que la desafiaba.

Alèxia apretó los puños con fuerza, hasta sentir las uñas hincándosele en la palma. De buen grado se habría abalanzado contra ese insolente, como había hecho el día que salió en defensa de Abelard, cuando solo era una criatura. Pero se contuvo. Se había convertido en una mujer, en una Miravall, y debía comportarse como tal. Reprimió el jadeo que le provocaba la ira contenida y añadió:

—La cuadrilla necesita hombres como tú, fuertes y capaces. Hay mucho trabajo por hacer. ¿Cómo te llamas?

—Nicolau Mataplana —respondió él con orgullo—. He viajado al lado de Jaume Mitjavila, a quien Dios tenga en su gloria. He hecho de todo, pero ¡nunca me he dejado mandar por una mujer! ¿De verdad piensas que tú sola puedes hacerte cargo de…?

—¡No está sola!

Pere Ballart, con paso decidido, recorrió la distancia que lo separaba de la hija del mercader. Esteve, Bernat y su hijo Francesc lo imitaron. Poco a poco el grupo se fue haciendo más numeroso, y Nicolau Mataplana, sin añadir más, optó por recular.

—Muy bien. Basta de cháchara. Pere, escoge a cuatro hombres y revisa los fardos del fondo. Si no he entendido mal, se trata de telas que deben enviarse a Palermo. Rasgadlas para hacer vendas y sudarios. Las de peor calidad servirán para envolver los cuerpos de los muertos. Esteve, hazte acompañar por Nicolau e id a la Llotja. Recluta los hombres que necesites y alquila carros. Se debe desalojar la ciudad de cadáveres y cavar fosas a extramuros. Ayudaremos a los hombres del Concejo. El resto seguid a Bernat; él os enseñará cómo hacer literas para trasladar a los enfermos. Dos voluntarios que vengan conmigo al obrador de Tomás, que allí hay mucho trabajo.

Desconcertados, los hombres obedecieron murmurando.

—¡Un momento! —añadió Alèxia—. No está claro cómo se transmite la pestilencia, pero todas las medidas de protección son pocas. Intentad cubriros el rostro para no respirar directamente el aire infectado. No consumáis productos dudosos y lavaos las manos con frecuencia. Al caer el día nos volveremos a reunir aquí para planificar la siguiente jornada. —Y, bajando de la caja, llamó—: ¡Bernat!

—Tú dirás.

—Gracias por tu apoyo, amigo. ¿Cómo está María?

—Parece que saldrá adelante, pero aún es pronto para cantar victoria. ¿Y tu padre?

—No lo sé, Bernat. No lo sé.

—Estaría orgulloso de verte siguiendo sus pasos, Alèxia.

La hija del mercader sintió un nudo en la garganta, pero se lo tragó.

—Por favor, ¿podrías darle un mensaje a Sança?

—¡Claro!

—Dile que, pase lo que pase, me agradaría mucho que fuera ella quien continuara con el trabajo de mi madre. Estoy segura de que esta habría sido su voluntad. Las llaves están en la puerta del obrador, que está a su disposición…

—¡Le darás una gran alegría, Alèxia Miravall Bovet!

Oír su nombre completo le trajo recuerdos de sus parientes de Reus. Quizás allí no había llegado la pestilencia. ¿Ya Cefalú? Pensó en su tía Margarida, decían que el mal venía por el mar. No era justo, aquella mujer se había pasado toda la vida sufriendo y ahora que por fin había conocido la felicidad…

—¡No! Estos pensamientos son una trampa —dijo en voz alta.

—¿Cómo dices? —preguntó un muchacho algo giboso que se había ofrecido a seguirla hasta el obrador de Tomás.

—¡Nada! Preocupaciones.

Alèxia apretó el paso. Recorrió las calles de la ciudad en medio de un mar de cuerpos tambaleantes de mirada vacía; le habría bastado con alargar la mano para tocarlos, pero no lo hizo.

—¡No mires a los lados, ahora no! —ordenó al joven que la acompañaba—. Mantén la vista fija al final de la calle. La mejor manera de ayudarnos es mantener la cabeza despejada.

El aire esparcía un hedor difícil de soportar, pero la hija del mercader siguió avanzando. Al llegar al taller puso manos a la obra. Tomás había reclutado a un buen número de mujeres y también había reunido material muy diverso, ¡todo servía! Durante un buen rato la atención se centró en las frutas que utilizarían y en las velas perfumadas… Se trabajaba a buen ritmo y Alexia iba de un lado a otro e, incluso, en algún momento le asomó una débil sonrisa infantil.

Cuando la abadesa Ça Portella logró prestar atención a lo que le estaba diciendo sor Saurineta, no reaccionó como la monja esperaba. Se levantó con dificultad y se dirigió a una mesa cercana para coger el ungüento para las rodillas. Las tenía enrojecidas y maceradas por obra del suelo irregular de la capilla.

—Es la voluntad de Dios —dijo mientras hacía un gesto con la mano para tranquilizar a Saurineta.

—Pero, madre, ¡eso significa que la enfermedad ha entrado en el monasterio, que Blanca nos puede infectar a todos!

—No sé en qué mundo vives últimamente, Saurineta, pero Blanca de Clara no es la única infectada. He dado órdenes a sor Elisenda y sor Sibilla, que aparentemente están sanas, para que se queden con la reina y he prohibido que nadie tenga contacto con ellas. Pero, conociendo a la reina, ¡a saber qué puede pasar!

—¿Y el resto de nosotras? No pensáis que deberíamos hacer salir del monasterio a los enfermos. Ni siquiera este médico que habéis hecho venir de Lleida ha sido capaz de… —Se interrumpió, aunque ya no tenía demasiada importancia. Siempre había querido ayudar a todo el mundo, hacerse imprescindible, y a fe que lo había conseguido—. ¿Queréis que haga algo? —preguntó antes de retirarse.

La abadesa de Pedralbes abrió los ojos con las palmas hacia arriba mientras su mirada se centraba en la imagen de Jesús que había pintado Ferrer Bassa. La monja tuvo la sensación de que su superiora había perdido momentáneamente el juicio. Luego se marchó de la capilla, preguntándose a qué se podía dedicar el resto de su vida.

Saurineta no era especialmente religiosa. Se encontraba bien en el monasterio desde que sus padres habían decidido dar su última hija a Dios, la sexta que habían concebido. Ni siquiera añoraba las tierras de Farrera, en lo más perdido de los Pirineos, donde había vivido hasta los trece años. Pero ahora el mundo que había ayudado a construir desde hacía más de cuarenta años corría el riesgo de desaparecer.

Mientras tanto, Abelard corría por las estancias del monasterio. Había buscado a su madre por todas partes, también en la celda que había estado pintando con dedicación y maestría su hermano Narcís. Pero parecía habérsela tragado la tierra. De pronto, tuvo la sensación de que en su búsqueda había pasado algo por alto. Volvió sobre sus pasos y entró una vez más en la iglesia. Todo estaba en calma, las imágenes mantenían su actitud beatífica, las piedras conservaban su aspecto inmutable. Avanzó por la nave hasta distinguir el cuerpo que permanecía inmóvil delante del altar.

Su madre estaba tendida en el suelo con los brazos en cruz. El silencio reinante hacía que los pasos de Abelard resonaran en todo el recinto. Pero Blanca no movió ni un músculo, como si formara parte de las losas del suelo.

—¡Madre! Cogerás frío. Levántate, quiero hablar contigo.

—Ni se te ocurra acercarte. —La voz de la mujer sonó fuerte y decidida—. Yo también he enfermado.

—Lo sé, pero no me importa. No puedo hablar contigo si no te incorporas.

Blanca de Clara se volvió de lado y luego se incorporó con la ayuda de su hijo. No hubo un solo instante de indecisión, Abelard la abrazó con una fuerza que ni siquiera la voluntad de una madre podía resistir. La mujer sintió en lo más profundo de su corazón una paz infinita; la muerte ya no la asustaba. Tantos años soñando que volvía a tener a su pequeño entre los brazos y ahora era ella la que se acurrucaba buscando el aroma de aquella tarde, hacía mucho tiempo ya, en que se lo habían arrebatado cuando solo era una chiquilla.

—Sé que papá te quiere, madre. Me lo dijo.

—No es un amor puro, Abelard. Mira adonde nos ha conducido.

—Te equivocas. Yo amo a mi hermanastra. ¿Quién puede decirme que no lo haga? Hay cosas que están por encima de nuestra voluntad, quizá porque son voluntad de Dios.

—Pero Abelard…

—¡Calla, por favor, calla!

Blanca se relajó, como si se quitara de encima toda la tensión que la había acompañado desde que había sabido de la enfermedad de Jaume. Poco a poco, casi sin darse cuenta, recibió todo el calor que desprendía el abrazo de su hijo. La frialdad de las losas quedó atrás y, con ella, aquellos pensamientos que la ahogaban.

Poco después salían juntos de la iglesia. Cuando regresaron a la caseta, Narcís continuaba al lado del mercader; el agua con que limpiaba su cuerpo había adquirido una tonalidad rojiza.

—Ya estáis aquí —dijo su hermano, como si no pudiera ser de otra manera.

—Creo que deberías avisar a Alèxia, Narcís. Yo… nosotros nos quedaremos con papá. Si no le decimos nada, sería capaz de matarnos.

El pintor sonrió en medio de la desolación. No obstante, continuó arrodillado delante del padre, sin dejar de pasarle aquel paño humedecido por el rostro, una y otra vez. El mercader abrió los ojos un momento, pero no fijó la vista en nada.

—Papá —dijo Abelard—, Blanca está aquí, contigo, ha estado desde el principio.

Las facciones de aquel hombre de pelo blanco y piel surcada por las arrugas adquirieron una suavidad extraña. Jaume respiró hondo y a continuación dijo con voz débil:

—Alèxia…

—Es Blanca, papá —se adelantó Narcís.

El mercader hizo un leve movimiento con la cabeza mientras intentaba articular su deseo.

—¿Le dirás algo a Alexia de mi parte, Blanca? ¿Se lo dirás? No puede detenerse hasta que consiga crear un perfume que sea como el aroma de tu piel… Hasta… Hasta que Alejandría se arrodille a sus pies.

Las campanas tocaban a muerte en el monasterio de Pedralbes. Alguna monja acompañaría al mercader en su último viaje. A la oración por el alma de Jaume Miravall, mercader de la ciudad de Barcelona, se sumarían las voces del coro de la comunidad rezando por una de sus hermanas.

Ni Narcís ni Abelard se atrevieron a moverse de su lado. Como si con su quietud fueran capaces de retrasar el adiós definitivo, temerosos de romper el hechizo.

Una figura los había observado desde la distancia. Conmovida, se acercó respetando la solemnidad del momento. Llevaba un fardo y ya no vestía los hábitos de monja. Su aparición y, sobre todo, su aspecto, sorprendió a los presentes.

—¿Abandonáis la clausura, sor Saurineta? —preguntó Blanca en cuanto la vio.

—Sí, y quizá me arrepienta, pero he pasado muchos años entre estas paredes y me agradaría ver de nuevo a mi madre antes de que muera. Además, quizá me necesiten en Farrera. Es un pueblo pequeño, ¿sabéis?, rodeado de montañas, montañas de verdad.

—Si es vuestra voluntad, nadie podrá reteneros —apuntó Abelard, pero sus pensamientos parecían estar en otro sitio.

—He pensado que yo misma podría avisar a Alèxia. ¡Si no os importa, claro! Entiendo que queráis estar con vuestro padre y para mí será un placer ayudaros.

—Eres una buena monja, Saurineta, y creo que aunque abandones el monasterio tu amor al prójimo te acompañará siempre.

—Gracias, señora. ¿Queréis que baje a Barcelona, pues?

El brazo de Jaume Miravall se estiró hacia la monja con un movimiento inesperado.

Ella le cogió la mano sin temor.

—Traedme a mi hija Alèxia, sor Saurineta —dijo con voz casi inaudible mientras se volvía hacia ella un instante, antes de rendir la cabeza en el cojín.

Blanca de Clara se precipitó a abrazarlo. Narcís y Abelard buscaron en sus miradas un consuelo imposible ante la muerte de su padre.

Sin conocer ese hecho, sor Saurineta de Vallseca ya bajaba corriendo por el camino de Sarria con sus piernas menudas, pero fortalecidas después de recorrer el monasterio sin descanso durante cuarenta años.