Capítulo 1

Barcelona, enero de 1333

En contra de su costumbre, aquella mañana Jaume se resistía a abandonar la casa. No porque el frío fuera especialmente intenso ni tuviera grandes preocupaciones. Durante los últimos años la vida había resultado plácida para los Miravall, conjugando de manera envidiable las obligaciones familiares con los negocios, cada vez más amplios y productivos.

Se detuvo delante de la imagen de santa Eulalia, que había hecho tallar meses atrás por un artesano de Vic, pero no se le ocurrió ninguna de aquellas frases que tanto lo hacían destacar entre los mercaderes. La figura mostraba una sonrisa amable y próxima, una sonrisa que siempre hacía aflorar lo mejor de Jaume. Quizá por eso, el contraste con el silencio de su alma le causó una profunda inquietud.

Pensaba con frecuencia que la relación entre comerciantes y marinos era un obstáculo para acercarse a Dios y, a pesar de que procuraba ser generoso con los pobres, dedicándoles una parte pequeña pero significativa de sus ganancias, no podía olvidar la opinión tan negativa que la Iglesia tenía sobre su oficio.

No tenía ninguna queja de los resultados que había alcanzado con su proyecto de organizar a los mendigos más capaces de la ciudad. Las transacciones se llevaban a término de manera ordenada y satisfactoria, a veces ni siquiera era necesaria su intervención, y el despliegue de los más jóvenes le había permitido contar con suficientes talleres y obradores. Mercancías compradas al por mayor se convertían, gracias a la pericia de sus propios artesanos, en objetos codiciados por los hogares barceloneses.

Pero no podía negar que la lealtad del Cojo de Blanes había sido crucial para su empresa. Detrás de aquella apariencia alegre y desaliñada se ocultaba una inteligencia sorprendente, capaz de sacar adelante los empeños más difíciles. El Cojo, Pere y Anton se multiplicaban para controlar el negocio, cada uno con un estilo diferente, a cual más efectivo.

Cuando dejó de prestar atención a santa Eulalia se encontró su rostro reflejado en el espejo que le había regalado un mercader veneciano. A Elvira le encantaba la pureza de su alumbre. Aunque disponía de otros en su obrador, a veces bajaba del desván para probarse alguno de los sombreros que confeccionaba casi sin descanso.

A medida que crecían los niños, y gracias también a la confianza depositada en Sara, su mujer se había volcado más en el trabajo. Margarida había vuelto con su marido, pero la relación de las hermanas se había reinstaurado y pasaba muchas horas en casa de los Miravall. Desde que Mateu perdiera el horno, el hombre solo se ocupaba de trabajos eventuales y mal pagados.

Las ganancias de Elvira habrían sido suficientes para alimentar a la familia, pero había una consecuencia directa que hacía dudar a Jaume. Muchas mañanas se levantaba y tenía que desayunar solo, a menudo después de que la voz de su mujer lo despertara con alguna tonada. Parecían muy lejanos los días en que se despertaban el uno en brazos del otro y se demoraban en las caricias.

La imagen que le devolvió el espejo lo espantó. A sus treinta y seis años, se veía delgado, con los ojos cansados y unas arrugas profundas que le surcaban la frente. ¿Se estaba haciendo viejo, tal como le decía Elvira para hacerlo enfadar cuando mostraba poca paciencia con los niños? Desechó aquella pregunta con un gesto de la mano. No podía hacerse viejo mientras mantuviera sus ilusiones, el deseo de prosperar en su oficio, de conseguir que su familia viviera lo mejor posible en unos tiempos cada vez más convulsos.

Se arrodilló de nuevo delante de santa Eulalia. Consciente de que se repetía, le dio las gracias por haber protegido la salud de los suyos. Más allá de la salud, lo asaltaban las dudas. Abelard se había convertido en un muchacho espabilado, despierto y laborioso; ayudaba a organizar la faena de cada día y nunca se alejaba del Cojo de Blanes, al que idolatraba, quizá porque le posibilitaba vivir nuevas emociones. Pero no tenía grandes aptitudes para la religión ni para el estudio, y el mercader pensaba si había hecho bien soltándolo tan joven. Abelard sería un hombre de acción, el compañero idóneo para cualquier aventura, siempre que no debiera tomar decisiones que afectaran a los negocios.

Narcís era muy distinto. Su pasión por la pintura, que Jaume veía desde siempre como propia de un niño físicamente débil, se había reafirmado y ya estaba claro que sería difícil dirigir su interés hacia otras cosas. Pasaba cada vez más tiempo con Elvira, ayudándola con los sombreros, dibujando nuevos diseños para ella. Y cuando tenía un instante, se marchaba a su cuarto, lleno de pinturas y tablas que Abelard le llevaba casi cada día para que dispusiera de superficies para sus esbozos.

Alèxia era quien más lo desconcertaba. Aún era una niña, pero siempre andaba por allí cuando llegaban nuevas mercancías o cuando Jaume discutía de negocios con sus hombres. Quería saber cómo se hacía todo, los procesos, por ejemplo, que transformaban un cargamento de lana llegado de las montañas de Olot en mantas capaces de competir con las que traían los barcos genoveses desde tierras lejanas. Para el mercader solo había un problema: Alèxia era una niña y debía ayudar a su madre y heredar el gobierno de la casa, un papel que, por lo demás, Elvira había delegado hacía tiempo en Sara.

Los niños, pues, tenían buena salud, pero lo sorprendían, como si en algún momento se hubieran intercambiado sus roles en el mundo que Jaume luchaba por consolidar.

Y eso no era todo. Jaume añoraba a su amigo Bernat. Por mucho que le hubiera gustado, no había encontrado a nadie tan incondicional como el herrero. Sus hombres se dedicaban en cuerpo y alma al negocio, pero en último término siempre tenían en cuenta sus propios intereses. Bernat le hacía llegar noticias desde Valencia muy de vez en cuando. Parecía feliz en aquellas tierras y el hijo de Elena ya tenía dos hermanas que, según contaba el herrero, le tenían robado el corazón.

La realidad era que Jaume se sentía solo, a pesar del imperio que estaba erigiendo, el respeto de la nobleza de la ciudad, la adoración que le demostraban sus hijos y la felicidad que irradiaba su esposa. Pero también sabía que conformarse, mantenerse al margen de lo que había creado, lo envejecería. Quizás había llegado el momento de emprender nuevas empresas, de arriesgarse para llevar a término aquellos viajes que formaban parte de sus sueños. Barcelona era una plaza conquistada, tenía los hombres adecuados para que los negocios funcionasen. Ahora debía abrirse al mundo, aplicar su pericia en otros ámbitos.

Massip lo había entendido hacía años. La certeza de no poder luchar contra las nuevas maneras que había introducido Jaume lo había llevado hacia nuevos horizontes. Se contaba que había abierto delegaciones en Sicilia y Atenas, y que se había enriquecido. Su ausencia había aliviado las preocupaciones del Cojo de Blanes y el resto de sus hombres.

Jaume subió las escaleras hasta el obrador de Elvira. La observó en silencio a través de la puerta entreabierta. Sostenía un sombrero de fieltro con dos curiosas alas rojas y canturreaba en voz muy baja, como si no quisiera perder la concentración en su tarea. A su alrededor había muchas telas coloridas y extrañas que él le conseguía, a veces a precios desorbitados. No dudaba de que el éxito de su mujer se debía a sus propias habilidades, pero le complacía pensar que una pequeña parte era gracias a su ayuda.

No entró en la estancia, aunque le habría gustado hacerlo. Elvira era feliz y, por más vueltas que le daba, eso era lo que él siempre había perseguido. Ahora le tocaba encontrar su propia felicidad y, en este punto, siempre le asaltaba la misma pregunta: ¿tendría el judío Ibrahim libros nuevos? Últimamente habían llegado barcos mercantes de Sevilla y Florencia, quizá llegaría tarde si esperaba más de la cuenta para hacerle una visita.

Dedicó un rato a quitarse la ropa que llevaba habitualmente. Se desprendió del sombrero de estilo veneciano que tanto lo identificaba y sustituyó la capa roja por otra más antigua en diversos tonos de gris. No lo hizo tanto por él como por su amigo librero. Aunque en la práctica no se tenían en cuenta ciertas prohibiciones, el mercader no quería comprometerlo y procuraba pasar inadvertido.

A pesar de que lo visitaba con frecuencia, siempre se sorprendía del bullicio que reinaba en la judería. Las calles estaban repletas de gente que deambulaba entre los numerosos puestos de artesanos. Todo el mundo parecía tener algún negocio entre manos o algún asunto interesante para comentar a su vecino. A veces era tanta la multitud que lo empujaban en dirección contraria a la tienda del librero.

Pero con el tiempo había aprendido a orientarse incluso siguiendo los tejados. Sus voladizos invadían el cielo y, en muchos casos, impedían la entrada del sol en aquellos callejones llenos de recodos. La casa del judío estaba en la calle Marlet, muy cerca de la sinagoga, y Jaume la consideraba una especie de paraíso.

Desde que se lo había presentado Cervello, Ibrahim le había vendido más de treinta libros que guardaba bajo llave en su cuarto. Su libro de cabecera era La ciudad de Dios, de san Agustín, pero también disfrutaba mucho con La consolación, de Boecio, y los Proverbios. En todos ellos encontraba sosiego, ideas y una guía espiritual que, según quería creer, lo ayudaba a compensar las acciones menos cristianas de su oficio.

El librero le abrió la puerta al primer toque y Jaume accedió a aquel espacio lleno de papeles, pergaminos, cuadernos y plumas. Al principio solía entretenerse en las vitrinas, donde Ibrahim ponía a la vista de los visitantes los Libros de Horas más vendidos, pero desde hacía un tiempo ya no le llamaba demasiado la atención.

Pasó entre las vitrinas y la prensa de encuadernar siguiendo al judío hasta la trastienda. Jaume sabía que, además de servir de almacén para los enseres de escritura que vendía al Concejo, a la Iglesia y a los numerosos notarios de la ciudad, allí guardaba los ejemplares más valiosos. Muchos eran de su propiedad e Ibrahim ofrecía copias por encargo, siempre a precios accesibles solo a unos pocos.

Al ver su cara, delgada y de ojos saltones, el mercader pensó que aquel judío era lo más parecido a un amigo que tenía en Barcelona. Con Cervello podía hablar de cualquier cosa, pero los dos habían reservado desde el comienzo su intimidad. Por el contrario, con el librero no le importaba desnudar su alma, un efecto que ni siquiera Elvira había conseguido del todo.

—Ya veo que no corren buenos tiempos, mercader. Llevas grabado a fuego que las cosas no te son favorables —dijo Ibrahim, que nunca se guardaba sus pensamientos delante de Jaume.

Los dos estaban sentados en sus sitios habituales. El librero delante de una mesa con papeles, plumas, cuadernos y libros destripados que usaba para confeccionar otros nuevos; Jaume en el taburete que había delante del telar que se utilizaba para coser.

—¿Esa es vuestra impresión? Os aseguro que todo está bien. Mi negocio va cada día mejor y mi mujer y mis hijos disfrutan de buena salud.

—Sí, ya tengo noticias de ello, pero ¿y tu felicidad, mercader? ¿Ya eres feliz?

—Ese es un bien que solo puede otorgar Dios —respondió Jaume, sorprendido por una pregunta tan directa.

—Cierto, pero Dios no puede cuidar de todas sus criaturas si ellas no ponen de su parte. Él lo dejó muy claro…

—No es fácil ser feliz, Ibrahim —lo interrumpió el mercader con un tono más reflexivo—. Admito que últimamente me siento inquieto, que mi trabajo ya no me llena de satisfacciones como antes. Mi mujer tiene su propio negocio y ya no compartimos de la misma manera el día a día.

El librero se quedó pensativo unos instantes. No era común que una mujer tuviera un negocio, pero él creía que cada uno debía hacer la suya siempre que no ofendiera a Dios.

—Quizá necesites un cambio en tu vida. Eres un hombre emprendedor, tienes el alma de un gran viajero, por lo que sé de nuestras conversaciones, pero aún no has hecho el gran viaje que pueda satisfacer tu curiosidad por las cosas del mundo.

—Tenéis toda la razón, pero mis lecturas me dicen que el hombre debe seguir la palabra divina y una de las mayores virtudes es la modestia. He conseguido una posición que todos envidian en la ciudad y a menudo me pregunto si querer ir más allá no sería ofender a Dios.

—Yo solo soy un librero, un judío a quien nadie de tu mundo tomaría en consideración, pero me parece que confundes tus deberes religiosos con la esclavitud. Dios te ha hecho un hombre capaz de alcanzar las más altas cotas; quizá la verdadera ofensa sería no aprovechar tus virtudes.

El mercader se tensó. Como otras veces, Ibrahim lo ponía contra la pared, lo examinaba de arriba abajo y sus pensamientos se embarullaban. Pero su sabiduría no podía desecharse.

Después de un silencio en que pareció reflexionar sobre la respuesta que daría a la sincera intromisión del librero, Jaume se fijó en el libro que había sobre la mesa.

—Por fin he conseguido un ejemplar de los Usos. Me lo habías pedido muchas veces —dijo el judío, deshaciendo los titubeos del visitante.

—Sí, es cierto. Os lo agradezco. Me vendrá bien tener esta recopilación del derecho de la ciudad.

—Pero no sé si es lo que necesitas en estos momentos. Dices que el negocio va bien, que no tienes problemas ni con las autoridades ni con la justicia. Eres un buen ciudadano, conocedor de las costumbres y las normas…

—Eso también lo suscribo.

—Escúchame bien, Jaume Miravall. No tengo por costumbre dar consejos a mis clientes, pero te diré lo que pienso —comenzó Ibrahim con expresión grave—. Los hombres llegan a veces a situaciones que son un auténtico callejón sin salida. Que salgan o no depende a menudo de su capacidad para entender las señales que reciben. Me parece que Barcelona se te queda pequeña, que quieres conocer mundo, pero tus obligaciones familiares y morales te lo impiden. Yo mismo me encontré en una situación similar hace muchos años. Me decidí gracias al amor de una mujer que removió todas mis convicciones. Pero pienso que este no es tu caso; tu mujer es feliz con su pequeño negocio, tus hijos crecen sanos y fuertes…

El mercader escuchaba con admiración, y el recuerdo de Blanca lo embargó. Ella podía haber sido su revulsivo, tenía el punto de locura que le faltaba. Tal vez las cosas habrían sido diferentes. Y este pensamiento le dividió el corazón. Su familia era lo más importante, aquello por lo que había luchado, pero qué habría sucedido si…

—Tal como veo tus problemas, y si alguna cosa no escapa a mi conocimiento, eres tú quien debe encontrar el camino. Decide qué quieres hacer, si quieres viajar y ampliar tu horizonte o, por el contrario, te conformas con lo que Dios te ha dado, un negocio próspero y una familia que te quiere.

—Sois muy sabio, Ibrahim. Me complace vuestra amistad.

—Yo también estoy satisfecho, y te diré aún una última cosa, mejor dicho, te dejaré un libro que quizá te ayude a que se haga un poco la luz en tu mente.

—¡Un libro! —respondió Jaume, para quien la palabra ya era sinónimo de descubrimiento—. ¿Y me lo dejaréis? ¡Os lo puedo pagar!

—Con toda tu fortuna no habría suficiente, mercader. Este es mi libro, donde vuelvo cuando tengo dudas, cuando necesito salir de mis propios laberintos.

Ibrahim fue hasta un estante donde guardaba diversos volúmenes gruesos y los extrajo para hurgar detrás de ellos. Luego le acercó un libro con una mano abajo y otra arriba, como quien coge con extremo cuidado un objeto muy preciado.

—Respeto mucho tus lecturas piadosas y les doy un gran valor —dijo el librero—, pero también hay otro tipo de libros, escritos por hombres que quizá nos lleven hacia una nueva época. Este que pongo en tus manos es el libro de un aventurero, un tal Marco Polo, un hombre que desafió las convenciones y las distancias. Quizá te interesen sus viajes o quizá no, pero pienso que te harán reflexionar.

—Os estoy muy agradecido, Ibrahim. Lo cuidaré como si se tratara de mi tesoro más valioso.

Jaume Miravall se quedó abrumado por la confianza y la sinceridad del librero. Le compró el libro de los Usos y otro que versaba sobre la infancia de Jesús. Después parecía todo dicho, pero Ibrahim aún no había acabado.

—Recuerda, mercader, que el libro es mío. Si en algún momento te sientes tentado a desear su posesión, tráemelo y te haré una copia. Te lo ofrezco porque creo que necesitas leer algo diferente. Que tengas una grata lectura.

El mercader abandonó la librería muy cerca del mediodía. Ojalá hubiese tenido el coraje de invitarlo a su casa, pero lo consideró inconveniente. Apenas fuera de las tumultuosas calles del barrio judío, buscó el Are del Gali para volver a su mundo.