Capítulo 4

Barcelona, febrero de 1333

Abelard salió enfurruñado del almacén donde se realizaba la clasificación de las mercancías. El Cojo de Blanes lo había dejado en evidencia delante de todos y, aún peor, seguro que hablaría con su padre acerca de lo sucedido. Lo rumió durante un rato y decidió que sería mejor contárselo él mismo. Sabía que, a aquellas horas, Jaume Miravall se encontraría en su escritorio, ordenando los papeles que cada día se le amontonaban o haciendo las cuentas de alguna transacción.

El muchacho volvió a casa solo. Las calles dejaban atrás el bullicio de la tarde y las claridades trémulas se multiplicaban con rapidez detrás de las ventanas. Dos mujeres desdentadas se le acercaron pidiendo algo de comer, pero las ahuyentó con una mueca de asco. Antes de entrar en el patio apedreó a un perro hambriento que rondaba la casa. El animal huyó cojeando tras soltar un gañido que se llevó el viento. Una vez en el patio, se detuvo en el pozo. Dudaba. Sara salió a su encuentro y le sugirió que pasase a la sala, donde el fuego mantenía la estancia protegida del inclemente invierno.

—No te preocupes, Sara. Dile a mamá que ya estoy aquí. Subiré en un momento.

—¿Necesitáis algo? —insistió la esclava, que conocía muy bien al muchacho.

Abelard se había hecho mayor en los brazos de Sara y ella reconocía aquella actitud que tantos disgustos le había dado, desde muy pequeño.

—No. Tranquila, estoy bien —respondió Abelard viendo que la mujer esperaba una respuesta.

Encomendándose a Dios, llamó a la puerta donde trabajaba Jaume. Su padre le había dicho muchas veces que aquella era una estancia privada. Cuando obtuvo su permiso, el joven abrió tímidamente.

—¡Abelard! ¿Ya habéis terminado el trabajo?

El muchacho asintió y no se movió del umbral.

—No te quedes ahí parado. Pasa y cierra la puerta, hace un viento de mil demonios —dijo mientras protegía los papeles que amenazaban con dispersarse por el suelo.

El mercader estaba trabajando en un documento parcialmente iluminado por la lámpara de aceite que tenía sobre la mesa. También había unas muestras de coral y un puñado de monedas de procedencia diversa. Su hijo lo contempló unos momentos. Admiraba a aquel hombre, pero también le temía.

—Abelard, ¿estás bien? ¿Qué miras?

—¡Nada! No miro nada, estoy cansado. ¿Y usted, qué hace?

—Estoy estudiando unos documentos. A un lado de Palau hay una casa que está en venta y estoy pensando adquirirla. Reviso que los papeles estén en regla. Deberías comenzar a familiarizarte con este tipo de operaciones.

—Ya lo sé, padre, siempre me lo dice.

—Es que para ser un mercader de verdad es preciso estar avezado para tratar con gente muy diversa. Desde el contrabandista que te embaucará si no prestas atención hasta el rey, quien quizá también te engañará, aunque ¡con modales más agradables!

—De eso quería hablarle…

—¿Del rey?

—¡No! Del rey no. Verás, hoy… —Abelard hizo una pausa, tragó saliva y añadió con voz rota—: Quizá no habría debido darme tu nombre.

Jaume Miravall se levantó de la silla y cogió al muchacho por los hombros. No había cólera en sus ojos, ni presión excesiva en sus manos, pero sí una férrea determinación. Después de mirarlo fijamente a los ojos, le dijo:

—No vuelvas a decir eso nunca más, ¿entendido? Eres mi hijo, como tal te he tratado y algún día este negocio será tuyo. Quiero que estés atento a todo y te comportes como quien eres: un Miravall. Nunca lo olvides.

El joven no respondió.

—Está bien, siéntate y explícame qué ha pasado. ¿Es tan grave como parece? Quizá podamos ponerle remedio…

—Me parece que el Cojo no piensa lo mismo —musitó el muchacho.

—El Cojo es un buen amigo, un hombre fiel, y tiene mucha experiencia. ¡No sé qué haría sin él! Has de entender que su trabajo no es nada fácil.

—No, padre, si tiene razón. Ha sido culpa mía. ¡No sé cómo hacerlo, me esfuerzo, pero no sé cómo hacerlo!

—¿Qué es eso tan complicado y que tanto te inquieta, Abelard?

—Él, el Cojo —repuso el muchacho, titubeante—, siempre opina que lo quiero todo, que no sé esperar, que tomo decisiones precipitadas, que… ¿Por qué sonríe?

Jaume Miravall no respondió. Un pensamiento provocaba su sonrisa. Abelard había salido a su madre. ¡Tenía la misma actitud digna y felina que Blanca! Lo estrechó entre sus brazos y, mientras buscaba una excusa, se sentó a su lado.

—Sonrío porque me lo imagino, Abelard. El Cojo es exigente contigo porque quiere que aprendas. Pero, ahora con calma, explícame qué ha sucedido. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Estábamos distribuyendo las mercancías que los mozos trajeron al almacén. Uno de los fardos estaba mojado y el trigo no estaba en condiciones. Pere comenzó a blasfemar, le dio un puntapié y todo el grano quedó esparcido por el suelo. Dos desgraciados que rondaban por ahí llenaron sus sacos y yo los perseguí amenazándolos con un palo.

—Blasfemar es una ofensa a Dios y a los hombres, pero tu comportamiento tampoco ha sido propio de un buen cristiano, Abelard.

—Pero, padre, ¡nos robaban! Primero los mozos que no hicieron bien el trabajo, y después aquellos…

—¡Cuida tu lengua, jovencito! Posees muchas aptitudes, eres trabajador, valiente y tienes buena salud. Pero eso no es suficiente para ser un buen mercader, hijo. Aún tienes mucho que aprender, entre otras cosas la virtud de la paciencia. Entre los hombres que trabajan para nosotros hay un buen puñado que ha pasado hambre. No tener nada que llevarse a la boca es muy duro y corren malos tiempos.

—Yo quería… Lo siento.

—Tú querías hacer valer tu posición. Si te esfuerzas, el tiempo te proporcionará la sabiduría necesaria para hacer lo más conveniente en cada ocasión. Quien no tiene fe en el corazón y verdad en la lengua no es un verdadero mercader. Un mercader debe mostrarse firme en sus convicciones, velar por su familia y su negocio, pero a la vez debe tener en cuenta las enseñanzas de Dios. De otra manera, no somos nada. ¿Entiendes, Abelard?

—Me parece que sí.

—¡Señor, señor! —gritó de súbito una de las esclavas al otro lado de la puerta—: ¡Preguntan por usted! Es Pere Ballart.

Había interrumpido una conversación y, aunque sabía que su amo no tenía en cuenta esa clase de cosas, pidió perdón antes de insistir en la urgencia de la visita.

—Está bien, está bien. ¡Hazlo pasar! —exclamó Jaume.

Antes de que la esclava pudiera reaccionar, Pere ya había subido las escaleras hasta el primer piso y abría la puerta de la estancia.

—¡Ha ocurrido una desgracia! ¡El Cojo está herido!

Aquella tarde de febrero era del todo atípica. Los habitantes de Barcelona la esperaban desde hacía días, nadie quería faltar a la convocatoria. Los artesanos recogían sus puestos, los campesinos abandonaban las faenas del campo y en el hogar de los Miravall tenía lugar una buena escaramuza.

—No volveré a repetirlo, Alèxia. De ninguna manera saldrás a ver esa salvajada— decretó Elvira pese a los sollozos de la niña.

—¡Todo el mundo estará en la calle menos yo! —exclamó la hija de los Miravall.

—Las niñas no deben ver según qué cosas, su deber es quedarse en casa.

—¡Pues no quiero ser una niña! ¡Quiero ir con papá y Abelard! —replicó, tozuda.

—Si vuelves a decir eso…

Elvira no acabó la frase, su hija había corrido escaleras abajo para encerrarse en el establo.

Después de unas semanas de juicio e interrogatorios se había hecho justicia. Se había condenado a prisión a los malhechores que habían asaltado el almacén de Jaume Miravall y herido al Cojo de Blanes, que se recuperaba poco a poco de una cuchillada en el vientre.

Ahora, para hacer pública su culpa y mayor la humillación, se los obligaba a bajar por la calle Bória. Para muchos era un espectáculo ver cómo los hacían recorrer las calles de la ciudad, con un cartel colgado del cuello que recordaba su delito. Uno de ellos llevaba como collar una cinta roja de la que colgaba la daga con que había atacado al Cojo de Blanes. Otros arrastraban sacos de trigo llenos de piedras, para que todo el mundo viese el cuerpo del delito.

A la salida de la prisión el griterío fue ensordecedor. Se proferían insultos y lanzaban escupitajos al paso de los condenados. Poco a poco el ambiente se fue caldeando y a la primera piedra siguieron muchas más. Los pequeños jugaban a hacer puntería y reían cada vez que uno de sus proyectiles golpeaba a alguno de aquellos desgraciados.

—¿Por qué nos haces ver esto, padre? —preguntó Narcís, molesto por un espectáculo que consideraba de una crueldad desmesurada.

—Estos hombres nos han robado. ¡No habrían dudado en matarnos si hubiera sido necesario para sus propósitos! —exclamó Abelard.

—Eso ya lo sé y estoy de acuerdo con que se los castigue, pero no en convertirlo en una fiesta —respondió Narcís con voz firme.

—Ya no sois niños. Os habéis convertido en hombres y debéis saber…

Narcís, de manera inusual, interrumpió a su padre, que lo miró extrañado.

—¿Debemos saber que somos peores que las bestias? ¿Eso tenemos que saber? —preguntó el muchacho y bajó la mirada.

—Estáis obligados a saber que quien la hace la paga y también tenéis que aprender que coger el camino más fácil tiene consecuencias. Para eso está la justicia y es el motivo por el cual nombramos a nuestros propios consejeros. Sin normas ni leyes esta ciudad sería un caos.

En medio de la muchedumbre, el pregonero iba gritando, a toque de trompeta, el delito por el que se imponía esa condena. Cuando Abelard oyó el nombre de su padre como parte damnificada estiró el cuello con gesto orgulloso. En cambio, Narcís se empequeñecía cada vez más. A continuación pregonaron, uno a uno, los nombres de los reos y el número de azotes que recibirían.

—¡Cien! —se asombró el aprendiz de pintor.

Ni su padre ni su hermano hicieron ningún comentario. Detrás de las autoridades iban los presos y, cerrándola, el verdugo que ejecutaría la sentencia. La primera parada tuvo lugar en la plazoleta de Marcús. Mientras el látigo laceraba las carnes magras de aquellos hombres, Narcís apretaba los dientes y buscaba con la mirada el hostal de la Flor del Lirio, tratando de mantener el pensamiento alejado de aquel escarnio. En cada esquina, el látigo silbaba entre los muros de los callejones. Los gemidos de los azotados se mezclaban con el griterío general. Todo el mundo quería estar en primera fila y las carreras iban acompañadas de empujones y disputas para ocupar un sitio de privilegio.

La calle Monteada fue el siguiente escenario. Después se volvieron a parar detrás del Palau y también lo hicieron delante del Consulat. Al pasar por la esquina de la calle Ferrers se llevaron a uno de los condenados. Ensangrentado, ya no tenía fuerzas para protegerse de los puntapiés que la gente le propinaba.

Al atravesar la calle Regomir, otro de ellos reconoció al mercader y se arrojó a sus pies.

—¡Tened piedad de nosotros, señor!

Jaume Miravall sintió un nudo en el estómago y, sin esperar a que llegaran a la calle del Bisbe, cogió a sus dos hijos y regresaron a casa, abriéndose paso entre el gentío.

No fue fácil llegar, y tampoco desentenderse de los chillidos que se oían en la plaza Nueva. En aquel lugar se marcaba a los malhechores con un escudo de la ciudad candente en la espalda, para que a partir de entonces quedaran estigmatizados.

Luego la comitiva continuaría por Corribia, Tapineria y todas las esquinas que fueran necesarias para completar el número de azotes exigido, antes de volver a la prisión.

Aquella noche nadie cenó en casa de los Miravall, salvo Alèxia. Los chillidos aún les reverberaban en el estómago, como también en las paredes de la casa, de la misma manera que el hollín perduró muchos días en las narices y las ropas después de la quema de la vieja Ximena.

Al ver que ninguna de sus preguntas tenía respuesta, la niña se llevó la comida a su habitación y cenó con rabia.