Capítulo 4
Barcelona, invierno de 1339
Sara iba arriba y abajo por la casa como alma en pena. Echaba en falta a Elvira y asistía, muda, a la sombría atmósfera provocada por su ausencia. Nada podía hacer para mitigar el dolor que se adhería a las paredes, crecía en soledad y abría grietas imposibles de cerrar.
Aquel invierno especialmente frío parecía haberse instalado para siempre en el hogar de los Miravall. Las comidas a menudo se hacían de pie o fingiendo prisa para no coincidir más de lo necesario. La vela que quemaba día y noche delante de la imagen de santa Eulalia era un símbolo triste, un recuerdo melancólico incapaz de calentar el ambiente gélido que lo cubría todo.
—¡Sara! ¿Dónde está mi padre? —preguntó a gritos Alèxia, entrando como un vendaval en la cocina.
—No lo sé… Lo he visto hace un rato, y creo que se dirigía a su escritorio —respondió tímidamente la esclava.
Sin perder un instante, la muchacha bajó las escaleras de dos brincos. Parecía que se la llevaran los demonios. Al llegar a la estancia donde Jaume revisaba unos documentos llamó a la puerta y se plantó en medio de la sala sin esperar respuesta.
—¡O la echas tú o lo hago yo! —exclamó con los ojos encendidos.
—¡Alexia! Estas no son maneras… ¿Se puede saber de qué me hablas?
—Te hablo de Sança, de esa boba a la que he encontrado revolviendo las cosas de mamá.
—Tranquilízate, hija.
—Estaré tranquila cuando te haya oído decirle que se marche.
—Siéntate y hablemos.
—No, papá. No tenemos nada de que hablar, quiero que la eches.
—El obrador de tu madre lleva meses cerrado y he pensado que…
—¿Has pensado? ¿Y yo, qué? —replicó con tono amenazador.
—¿Tú? ¿Qué quieres decir?
—¿Has pensado que, quizá, me haría daño? ¡No! Porque solo piensas en ti y nadie más.
—No toleraré que me hables de esta manera —le advirtió Jaume poniéndose de pie.
—¡Mataste a mamá y nos matarás a todos!
Las palabras de Alèxia salían atropelladamente, como si fuera la única manera de pronunciarlas, como si vomitar aquello que llevaba dentro fuera una cuestión de vida o muerte. Después, un sonoro llanto interrumpió su discurso.
El mercader no daba crédito. Alèxia era una muchacha impetuosa, pero nunca le había faltado el respeto. La miraba y no la reconocía. Se dejó caer de nuevo en la silla y esperó a que su hija se calmara.
—No puedo más, papá —dijo finalmente, secándose las lágrimas con la manga de la túnica—. ¡No puedo más!
Jaume Miravall intentaba encontrar indicios que lo llevaran a entender aquella cruda afirmación.
—Necesito saberlo —añadió.
—¿Qué necesitas saber, Alexia?
La muchacha hizo una pausa. Ya no había posibilidad de recular. Había ido demasiado lejos. Cogiendo fuerzas, en actitud de súplica preguntó:
—Abelard… ¿Quién es Abelard?
Al principio el mercader no entendió a qué se refería, pero un instante después todo adquirió sentido. Sería inútil refugiarse en excusas, su hija exigía la verdad con tanta urgencia que le dio miedo.
—Mamá me lo dijo. Fueron sus últimas palabras, ella lo sabía. ¡Lo sabía! Y vivió con ese peso toda la vida. No encontraste a aquel bebé en la calle como nos hiciste creer, ¿verdad? Esa historia era mentira. ¡Todo era mentira!
El silencio de su padre, su manera de bajar la cabeza asumiendo la culpa, fue la respuesta definitiva. Pero Alèxia no se compadeció, aún no tenía bastante.
—Somos hermanastros, tal como dijo mamá —dijo en voz baja, como si no necesitara más interlocutor que ella misma. —Y levantando la voz añadió—: ¿Y su madre? ¿Quién es la madre de Abelard?
Jaume intentó pronunciar un nombre, pero sus labios apenas si lo obedecieron.
—Yo te lo diré: ¡esa ramera de los Ciará!
—Ya es suficiente, Alèxia. He escuchado lo que has venido a decirme, pero eso no es asunto tuyo, ¿entendido?
—Sí que lo es, papá. No te imaginas hasta qué punto…
Y de la misma manera en que había entrado, la muchacha se marchó. El mercader se quedó boquiabierto y con los ojos desencajados. Su conmoción era total, a pesar de que no acertaba a comprender el alcance de las palabras de su hija.
Sara vio el paso decidido de la muchacha desde la ventana. Torció en dirección a la plaza del Blat. Ya no era una niña a la que consolar, leía en sus ojos un furor nuevo debatiéndose por un amor desgraciado. ¿Qué podía hacer ella? ¿Una esclava tenía derecho a intentar ayudar a la hija de su señor? Alèxia era como el agua en sus diversas formas: río, lago y también mar embravecido. Nada podría detenerla.
La catedral olía a incienso. Cada paso de la muchacha reverberaba en una concavidad hecha de silencio y grandeza. Alèxia miró a su alrededor. Solo una vieja, como una hormiga extraviada, dormitaba en un rincón de la inmensa nave central. Aquella vez la muchacha sabía muy bien lo que quería, así que no le prestó atención. Caminó por delante de las capillas hasta encontrar la tumba de su santa. La admiraba y la sentía próxima. Eulalia tenía casi su edad cuando se había enfrentado a un personaje poderoso sin echarse atrás. Castigos y torturas no la habían hecho dudar. Era una muchacha valiente, fiel a sus convicciones.
Alèxia sentía que podía confiar en ella. Arrodillada sobre un banco se madera, se dirigió a la santa en voz baja.
—No sé qué hacer. Me siento perdida y no tengo a quién acudir. Tanto tiempo queriendo ser mayor y mírame… Cuánto me gustaría volver a ser una mocosa y solo rumiar cómo escabullirme de la vigilancia de mi madre. ¿Qué haré ahora con mi libertad? ¿Cómo puedo expresar el amor que profeso a Abelard? ¡Debería hacerme feliz, pero va camino de destrozarme la vida!
La casa de los Miravall se había convertido en un lugar triste y silencioso desde la muerte de Elvira. Jaume aún la recordaba cada mañana, le entraban ganas de darle aquel beso acostumbrado antes de comenzar su jornada. Pero ella ya no estaba y él, con la decepción marcada en el rostro, se encerraba en el escritorio desde donde dirigía buena parte de los negocios de compraventa y alquiler de inmuebles.
A pesar de su actitud reticente, también debía atender a las numerosas personas que acudían a su casa para pedirle algo. Entrevistas con el propio rey, su permiso para tratar de acceder a un puesto en el Concejo de Ciento, un escarmiento por el trato que la hija de algún amigo había recibido de su futuro marido. Todo el mundo quería que lo ayudara con el poder que le confería la amistad y la admiración de los prohombres de Barcelona.
Él los dejaba hablar y después decidía si el encargo merecía la pena para sus intereses. Buena parte de las casas de la Ribera ya eran suyas, pero quería más. Sacando partido del mal momento que atravesaban los negocios en el Mediterráneo, se esforzaba por conseguir que el mayor número posible de nobles de la ciudad dependiera en alguna medida de él. Solo entonces podría poner en práctica sus ideas, que consistían en extender su organización de mendigos, repartir el trabajo entre todos y también los beneficios. Una ambición que, enseguida se dio cuenta, suponía comprar muchas voluntades y aliarse con personas que no siempre eran de su agrado.
Pero cada vez tenía más dudas sobre a quién le podía importar su esfuerzo por construir un mundo mejor. Alèxia lo evitaba desde que había sabido la verdad sobre su hermano. Narcís se había instalado, según él de manera temporal, en el taller de Ferrer Bassa, y Abelard procuraba trabajar en un proyecto que cada vez era más suyo: extender el negocio de los paños por todo el Mediterráneo, con delegados de su compañía en las ciudades más importantes.
Jaume Miravall acumulaba un dinero y un poder del que muchos se beneficiaban, pero se sentía más solo que nunca. Un día cualquiera, pues ya pocos se distinguían entre sí, todos llenos de cuentas, visitas y favores, levantó la mirada de los papeles que tenía en la mesa y, en vez del veguer, con el que debía discutir sobre las cantidades que se cobraban por autorizar la instalación de un puesto en los mercados de la ciudad, se encontró a otra persona en el umbral.
—¡Hola, papá!
El mercader no se levantó de inmediato para correr a abrazarlo. Dejó la pluma de oca suspendida en el aire mientras goteaba sobre el pergamino que cerraba la compra de un caserón. La ruina de sus propietarios había facilitado que pasara a sus manos por un precio impensable en otros tiempos.
—¡Abelard! —dijo con fingida dulzura, intentando que su rostro no reflejara la sorpresa por la presencia del joven—. Me han dicho que ya has conseguido delegaciones en Cerdeña y Atenas, además de Cefalú, claro, donde te ha ayudado nuestro querido Pietro Paladio. ¿Traes noticias de Margarida?
—Si así fuera ya las sabrías. Has convertido la ciudad en un feudo de los Miravall. Nadie se mueve sin tu permiso.
—Intento que todo el mundo pueda vivir mejor. Tú mismo te beneficias ahora del trabajo que hice con los mendigos, y eso me hace muy feliz.
—No es ese el asunto que me ha traído aquí, aunque podría discutir algunas de las cosas que has dicho.
—Supongo que sí —respondió Jaume, aún sorprendido, pero también satisfecho de que aquel joven que venía a pedirle explicaciones fuera capaz de hacerlo con la firmeza y la decisión de un hombre.
Para mantener la calma, cogió el secante y lo aplicó sobre la tinta que había vertido. Pero Abelard no parecía dispuesto a darle tregua.
—¿Alguna vez has pensado en las consecuencias que pueden tener nuestros actos? Lo pregunto porque a menudo nos hablabas de ello, cuando éramos pequeños.
—Lo pienso siempre, Abelard. De hecho, dedico mi vida a paliar algunos errores. Y, antes de que continúes, deja que te diga algo. Quizá la relación con tu madre haya sido una de mis equivocaciones más graves, pero veo lo que eres, lo que estás consiguiendo, y solo puedo decir que la culpa que arrastraré siempre ha merecido la pena.
Notó que le temblaban las piernas. Se hacía viejo y, a pesar de que no temía lo que su hijo pudiera reprocharle, su fortaleza ya no era la misma. Veía los ojos de Abelard enrojecidos, una voluntad férrea que iba en contra suya, los puños apretados, casi escondidos en las mangas de su túnica. De golpe, lo asaltó una duda: ¿qué sabía realmente?
Abelard miró fijamente los ojos del mercader, pero su furia inicial remitió. El joven cogió el respaldo de la silla donde su padre recibía las visitas y la acercó para sentarse. Aliviado, Jaume hizo lo mismo.
—Venía dispuesto a decirte que nunca más podría confiar en ti, que eres un embustero, que me has arruinado la vida, pero no entiendo lo que me pasa. Te veo aquí con tus negocios, el hombre poderoso e implacable en que te has convertido, y tengo la misma impresión de siempre. Por mucho que yo diga, sabrás darle la vuelta, llevar las cosas a tu terreno y yo acabaré convencido de que todo está bien, que en la vida pasan estas cosas.
—Tienes razón, Abelard. Poseo cierta capacidad para hacer que la gente me escuche, pero contigo no usaré ninguna clase de excusa. Con el tiempo he aprendido a vivir con mi culpa. Pero nunca podría reprocharme haberte traído a este mundo. Te quiero, y Elvira también te quería y aceptaba.
—Dices que me quieres, pero nunca me contaste la verdad. Has dejado que pasara… ¡Has destrozado nuestras vidas!
Mientras Jaume jugueteaba, inquieto, con la pluma de oca, los pensamientos de Abelard estaban muy lejos de aquella habitación. Solo unas pocas horas antes Alexia le había confiado que Jaume era el padre de los dos. Se lo había dicho con frialdad, como si ya no la afectara y dejara en sus manos decidir el grado de importancia que quería otorgar a la revelación.
El mercader observó a su hijo hasta que Abelard levantó la mirada y sus voluntades se enfrentaron de nuevo. Ya no había odio en los ojos del joven. Quizá resignación, una tristeza interior que iba creciendo y amenazaba con arrebatarle todas sus fuerzas. Entonces Jaume tomó una decisión que sin duda tendría consecuencias, pero no le importaba.
—¿Hasta qué punto amas a Alèxia?
—Hasta lo más profundo de mi corazón. No sé cómo ha pasado, pero no puedo concebir la vida sin ella. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¡Somos hermanos y estamos en pecado! Antes te importaban estas cosas.
—Me importan, pero me estás hablando de la ley de la Iglesia, de los hombres, al fin y al cabo. Cuando me encontraste en el faro de Alejandría no buscaba una iluminación divina, quería entenderme a mí mismo. Quería saber si existía un perdón para los que infringen las normas dictadas por otros.
—No te reconozco, papá. O quizás aún eres Jaume Miravall, el mercader que se cree capaz de emprender empresas imposibles. Incluso, por lo que veo, capaz de ir contra los designios divinos.
—Quizá sea este Jaume que dices, pero también soy tu padre; siempre lo he sido, aunque no lo supieras.
—¿Y de qué me ha servido?
—Ahora solo te diré una cosa: estaré siempre contigo, hagas lo que hagas. Si realmente amas a Alèxia, si quieres que te acompañe como una esposa, encontraré la manera…
Abelard se levantó bruscamente de la silla y fue hasta la puerta, pero antes de abrirla se volvió hacia Jaume.
—Eres capaz de enfrentarte al mismo Dios con tal de conseguir tus propósitos, ya lo veo. Pero quizá no hayas contado con que los demás no son tan fuertes como tú, que tu manera de hacer las cosas solo puede llevarnos a la locura.
Jaume Miravall no vio marcharse a su hijo. Su atención se había centrado en el tintero que acababa de llenar. Lo agarró como si fuera una manzana y lo lanzó contra la pared. Las salpicaduras alcanzaron todos los rincones de la estancia, y sintió que aquel estropicio también manchaba su corazón.