Capítulo 2

Sitges, otoño de 1339

Sitges era un trozo de paraíso en el Mediterráneo. La vida de sus habitantes se organizaba en torno al cerro del Baluarte, fortín amurallado para defenderse de los ataques piratas, que conectaba con la villa a través de un puente.

Bernat de Fonollar tenía bajo su protección la castellanía del lugar, que, por decisión testamentaria de su segunda esposa, había pasado a manos de la Pia Almoina. El rey Alfons la había cedido en usufructo antes de morir a la familia Miravall, en agradecimiento por el rescate de Joan de Serret.

Aprovechando este privilegio, la familia había pasado allí una breve estancia el primer verano, y el lugar los cautivó para siempre. Incluso Narcís parecía entusiasmado por volver: allí había tenido ocasión de admirar las pinturas con que su maestro había decorado, quince años antes, las dos capillas de la iglesia.

El joven pintor de los Miravall ardía en deseos de recrear una luz que pedía tonos cálidos y parecía ensancharle el espíritu. En la playa, los botes en el agua ejecutaban una danza silente en perfecta armonía. Todo era más dulce, más suave y tranquilo. Los pescadores se entregaban a su faena mientras sus mujeres reparaban las redes y los niños buscaban conchas en la arena.

Aquel otoño de 1339 los motivos que volvían a convocar a los Miravall en la villa de sus sueños eran muy diferentes.

Jaume hizo llamar a Abelard a su escritorio. Sobre la mesa tenía escritos y documentos que repasaba con interés.

—Abelard, necesito que vayas a Sitges y hables con Joan Ribes. Parece que este campesino ha encontrado un filón de oro para nosotros.

—¡Oro en Sitges! —exclamó el muchacho.

—¡Hablo en sentido figurado! Cultiva unas viñas que podrían ser un hallazgo. Intuyo que llegarán a ser muy productivas y, además, todos los que han probado el vino de esta cosecha hablan maravillas de él. Si mi olfato no me falla, estamos ante una oportunidad única, los mercados de Oriente nos lo pagarían a muy buen precio.

—¡Caramba! ¿Y sabemos el nombre?

—Lo llaman malvasia y dicen que las primeras cepas llegaron a la villa con un almogávar que navegó por el Mediterráneo bajo el mando de Roger de Flor. Sea como fuere, se trata de algo muy especial, su sabor dulce es muy apreciado y, por lo que he oído, desconocido fuera de la villa.

—¿Cuál es exactamente mi misión?

Hablar con el campesino, obtener información de debajo de las piedras si es preciso. ¿Recuerdas lo que te vengo diciendo desde que eras pequeño?

—¡Sí, claro! La información es básica en el mundo de los negocios.

—¡Exacto! Y el primero que accede a ella se lleva el gato al agua. No quiero que hables de esto con nadie. Sé discreto pero eficiente.

—Así lo haré. ¿Cuándo quieres que parta?

—Cuanto antes mejor, no hay tiempo que perder. Pero no irás solo. Últimamente estoy preocupado por Elvira. Ella no se queja, pero cada día que pasa la veo más flaca y demacrada.

—¿Qué dicen los médicos?

—Opinan que un cambio de aires le vendría bien. A ver si convences a Alèxia para que os acompañe, enrédala con la posibilidad de encontrar flores desconocidas. Haz como quieras, pero parte de inmediato. Si, además de Sara, quieres disponer de algún esclavo, adelante. Cuando mis compromisos me lo permitan me reuniré con vosotros.

Convencer a la hija del mercader no fue difícil. Ni siquiera hizo falta buscar una excusa. Tras escuchar la propuesta comenzó a hacer planes y provocó todo un revuelo en la casa. Como el viaje por tierra era precario y peligroso, el mar, una vez más, se convirtió en camino y guía. La idea de viajar en barco no entusiasmaba a Elvira; la vez anterior había sido una pesadilla, pero en esta travesía los mareos fueron aún más habituales. Los vómitos frecuentes la fueron debilitando hasta que ya no se movió del sitio que le asignaron.

Al llegar al puerto de Sitges, la nave fondeó en la ensenada y la visión del castillo alivió el estado de Elvira. Los esclavos se ocuparon de todo y, antes de la puesta del sol, el color ya había vuelto tímidamente a sus mejillas.

—¿Te encuentras mejor, madre? —preguntó Alèxia mientras le acariciaba el pelo con ternura.

—No sufráis por mí y haced lo que tengáis que hacer. Solo necesito dormir un poco.

—Descansa. Mañana, si el tiempo no lo impide, daremos una vuelta por la villa. Incluso podemos acompañar a Sara a comprar pescado fresco cuando lleguen las barcas.

—Sí, hija, mañana será otro día, si Dios quiere.

Algo en la voz de Elvira espantó a la muchacha. Ciertamente nada hacía pensar que su salud quebradiza pudiera tener un revés, pero su estado de ánimo era preocupante.

—Añoras a la tía, ¿no? —preguntó con voz cálida, como si tuviera miedo de reabrir una herida.

Su madre la miró y sonrió con tristeza.

—He observado cómo mirabas la lejanía… ¡Seguro que estará bien! Todos tenemos derecho a ser felices. Incluso ella, mamá. Ha tenido una vida muy desgraciada.

—Lo que ha hecho no es correcto, Alèxia. Ha pecado ante los hombres y ante Dios… ¡Y yo la he perdido para siempre!

Tras estas palabras, Elvira volvió a ensimismarse.

—Lo siento. ¿Sabes qué pienso? ¡Pienso que Cefalú no es el fin del mundo! Ella no puede regresar, bien que lo sé, Mateu la mataría, pero nosotros podemos ir a verla. Ponte bien y te acompañaré. ¡Es una ciudad maravillosa, mamá!

—¡De acuerdo, de acuerdo! Ya hablaremos otro día. Ahora dile a Sara que me acompañe a mi habitación, estoy muy cansada.

Elvira no mejoró al día siguiente ni en los sucesivos. De hecho nunca se sintió con fuerzas para emprender las salidas que Alèxia le proponía a diario. El médico que había acompañado a la familia desde Barcelona se había puesto en contacto con un colega suyo, Yarzabal, que vivía en la villa. Cuando la fiebre la hacía delirar se le practicaban sangrías, pero, después de unos días en que parecía que el mal remitía, volvía con más virulencia.

Mientras tanto, Abelard recababa la información que necesitaban, cada vez más convencido de que la malvasia se convertiría en un negocio próspero. Alèxia aprovechaba cuando su madre estaba más animada para acompañarlo.

—Este paisaje me transmite mucha paz —comentó un día—. Ojalá pudiéramos establecernos aquí una larga temporada. Parece que eso del vino tiene futuro, ¿no?

—¡Ya lo creo! Cuando padre llegue todo estará dispuesto para firmar el contrato. Elaboraremos el mejor vino que hayas probado nunca, Alèxia.

—Y a lo mejor iremos juntos a venderlo al puerto de Alejandría. Ahora ya no soy la niña de las que os desembarazasteis hace cuatro años. ¿Me llevarás?

Abelard la miró de arriba abajo. Su pelo había vuelto a crecer y, al sol, un fragmento de noche le enmarcaba las facciones bien proporcionadas. En sus ojos grandes y oscuros anidaba un brillo turbador. No, ya no era una niña.

—¡Abelard!

—Dime.

—¿No piensas responder?

—Disculpa. ¿Me preguntabas…?

—¡Ya te explicaré yo qué te preguntaba! —exclamó la muchacha empujándolo entre las viñas.

El juego siguió entre risas hasta la escalinata del castillo. Los dos jóvenes las subieron agitados y Abelard entró directamente en su habitación reclamando el triunfo. Instantes más tarde, Alèxia lo atrapó lanzándose encima de él, mientras rodaban sobre la cama.

—¡Ahora ya eres mío! ¡No podrás escaparte jamás! —exclamó la muchacha en la corta distancia que separaba sus bocas.

Después se hizo el silencio, solo roto por el latido de dos corazones acompasados. Alèxia cerró los ojos y una sonrisa le iluminó el rostro: la rítmica melodía de los martillos sobre la piedra se hacía presente en su cuerpo como una revelación.

Tal vez se habían esforzado en no pensar en ello, pero sus alientos se mezclaron con una dulce tibieza desconocida, el deseo crecía en la tensión de los párpados y las piernas, en el descubrimiento de un aroma nuevo que se quedó grabado en sus dedos.

En aquel primer encuentro, los labios confundían el destino sin percatarse, los cuerpos se perlaban de un rocío fresco que despertaba cada rincón ávido de ser explorado. Ya solo había un final posible, el camino se había desplegado como una palma.

La puerta del cuarto estaba abierta. La irrupción de los muchachos en aquella estancia había estado presidida por una inocencia no fingida. Ni el uno ni la otra habría sido capaz de prever el incendio furtivo, el camino por recorrer, que ahora se les revelaba con nitidez.

Ajena al ardor que abrasaba a los jóvenes, una sombra se proyectaba sobre el suelo, la de una figura hierática apoyada en el umbral. Llegó atraída por la algarabía de ambos persiguiéndose y se quedó paralizada por el horror. A Elvira se le heló la sangre y, a tientas, deshizo el camino hasta su dormitorio. No fue capaz de coger el candelabro de hierro que estaba en la cocina, sus manos temblorosas no habrían podido con aquel peso. Las tinieblas la poseyeron por completo y, cuando Alèxia fue a su encuentro, la encontró delirando.

—¡Abelard! ¡Sara! ¡Venid a ayudarme! —gritó asustada.

Entre los tres se hizo difícil sujetar aquel cuerpo delgado que parecía abducido por una fuerza ajena.

—Tranquila, madre, tranquila. Es la fiebre, te pondrás bien.

Alexia se movía nerviosa y daba órdenes sin parar.

—¡Abelard, ve a buscar al médico! ¡Sara, vigila que no se golpee, que voy a hacerle una infusión!

Rezó un padrenuestro mientras preparaba a toda prisa aquel brebaje. Lo había visto hacer muchas veces a su tía, las infusiones obtenidas de la corteza del sauce blanco eran un buen remedio para bajar la temperatura y calmar el sufrimiento.

Pero nada hacía pensar que Dios atendiera aquellas súplicas. Elvira seguía con la cara desencajada, intentando pronunciar palabras coherentes. Se daba golpes en el pecho como quien se flagela para hacerse perdonar sus pecados.

—El médico no puede tardar, madre. Bebe lo que te he preparado. Tú me lo dabas a mí de pequeña, ¿recuerdas?

Por toda respuesta, Elvira escupió el líquido caliente como si se tratara de un veneno mortal.

Cuando el médico se presentó y vio el estado de la enferma le practicó una sangría. Después recomendó avisar al señor Miravall con urgencia.

Al amanecer, una luz naranja lo tiñó todo con una pincelada de esperanza. Entonces Elvira abrió lentamente los ojos. Su hija no se había apartado de su lado en toda la noche. Le secaba el sudor, le peinaba el cabello y rezaba apretándole con fuerza las manos. Rezaba a la Virgen y a su amada santa Eulalia.

—¡Madre! —exclamó la muchacha y la cubrió de besos.

Elvira parecía imbuida de una paz desconocida. Miró en dirección a la ventana como si esperara visita, su mirada casi resplandecía. Después desvió los ojos hacia su hija y un pellizco de realidad los ensombreció.

—Papá no tardará en llegar. No llores, todo irá bien, la fiebre ha bajado…

Los pálidos labios de Elvira murmuraron unas palabras que su hija no entendió.

—No te esfuerces, madre…

Pero el tiempo de Elvira se escurría entre luces y sombras mientras un último deseo luchaba por imponerse. Alèxia la incorporó y se sentó a su lado, pasándole un brazo por los hombros.

—Perdóname —musitó la madre.

—¿De qué hablas, mamá? No hay nada que perdonar —respondió la muchacha mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—No puede ser. Apártalo de tu vida.

Alèxia hizo un esfuerzo por entender. No parecía ningún delirio, sino más bien el consejo de quien intenta arreglar las cosas antes de partir con su alma en paz. La miró extrañada; la boca se le secaba y tragó saliva. El silencio se prolongó unos instantes.

—Es tu hermano de padre.

—¿Cómo dices?

—Perdóname —fue la última palabra de Elvira antes de dejar caer la cabeza sobre la almohada.

Cuando Abelard llegó con Jaume, Alèxia permanecía inmóvil al lado de su madre. Su expresión era ausente, como si un óxido inesperado la hubiera cubierto de golpe. Su juventud recién estrenada parecía haberse marchitado. Miró a su padre como nunca lo había hecho. Huyó de los brazos abiertos de Abelard y el abrazo que los dos deseaban no se produjo.

Ningún resquicio de luz podía atravesar la oscuridad en que Alèxia se estaba adentrando.