Capítulo 15

Barcelona, otoño de 1323

Pasada la medianoche, Jaume Miravall aún no había pegado ojo. Sudado, y con la sensación de haber abierto la caja de los truenos con su desatinado proyecto, se levantó a beber un poco de agua. A pesar de la intranquilidad, un pensamiento lo hacía sentir orgulloso.

—¡Me habría agradado tanto tu presencia en la reunión, Bernat! —exclamó en voz baja, con una amplia sonrisa, mientras recordaba a su amigo, aún en Valencia—. ¡A buen seguro que te sentirás orgulloso de este mercader!

Su mujer esperó unos instantes antes de levantarse. Al ver que Jaume no volvía a la cama decidió ir a ver qué pasaba. Le había parecido oírlo, y lo siguió con sigilo entre las cunas de los niños. Habría dado lo que fuera por saber los motivos de su desasosiego. No podía evitar el pensamiento de que la culpable de todo era aquella zorra de los Clara. Le resultaba repugnante imaginar que hubiera hecho el amor con Jaume, su Jaume.

Caminando en la oscuridad, Elvira tropezó con algo que alertó al mercader.

—Perdona. ¿Te he despertado? —dijo él mirando en dirección al cuarto.

—No, yo tampoco consigo dormir, este bochorno es insoportable.

La pareja se sentó en el banco después de refrescarse con un poco de agua.

—Estaba pensando en Anton, aquel joven del que te he hablado. Muy mal deben de haberle ido las cosas para verse en esta situación teniendo un oficio —comentó el mercader, pensando en voz alta.

—No te lo tomes a mal, Jaume, pero me parece que te has comprometido demasiado con eso de organizar a ese hatajo de inútiles. Son gente inepta y te traerán más disgustos que beneficios. Una cosa es darles trabajo y otra muy diferente lo que pretendes llevar a término.

—Elvira, deberías haber visto sus reacciones. Muchos de ellos no son tan diferentes de nosotros, al menos no siempre lo han sido —añadió Jaume, pensativo.

—Pero ya tenemos bastante trabajo con la familia. Los niños te necesitan… y yo también.

—¿Y por qué piensas que hago todo esto, Elvira? —repuso mientras la miraba tiernamente a los ojos para darle la confianza que parecía haber perdido.

—Mi madre decía que más valía comer poco y digerir bien. Tenemos bastante para vivir, Jaume. ¿De qué nos servirá tener más dinero si tú no estás a mi lado para disfrutar de él?

—Todo llegará, Elvira. Los comienzos son difíciles. No te des por vencida ahora, estamos apenas al principio.

A ella le habría agradado compartir con él sus verdaderos miedos. Decirle que la espera se le hacía eterna cuando no regresaba a la hora de las vísperas. Pero no quería correr riesgos, la posibilidad de perderlo la aterraba.

—Volvamos a la cama, mañana tenemos mucho trabajo. Hablaremos en otro momento.

Elvira no dijo nada. Obedeció cogida de la mano de su marido, pero no pudo evitar olerlo de cerca al apoyar la cabeza en su pecho. Disimuladamente, lo hacía cada vez que él regresaba a casa. Buscaba el rastro que confirmara lo que sabía desde hacía días.

A la mañana siguiente tuvo lugar un desafortunado suceso. La mujer del mercader había salido a buscar una planta de albahaca. Los mosquitos eran especialmente molestos en verano y los malos olores también. La albahaca ayudaba a mantenerlos a raya y perfumaba la estancia.

Pero la vieja que pretendía venderle la planta le pidió un precio desorbitado y Elvira, después de regatear un rato, desistió de comprarla.

Cuando ya se marchaba, escuchó a su espalda:

—¡Mírala, la muy segundona!

Sin vacilar, se volvió en dirección a la vieja y preguntó:

—¿Qué ha dicho?

—Nada, hija, nada. ¡Que Dios te ayude!

—En él confío, pero ¿a qué vienen esas palabras? ¿Os compadecéis de mí?

—No me haga caso, estoy un poco sorda y quizá no haya oído bien.

Elvira se encendió. No soportaba aquel juego del gato y el ratón al que de pronto se sentía sometida.

—¡Está bien! Le pagaré lo que pide. Aún más, le pagaré el doble de lo que me pide, pero, por el amor de Dios, dígame qué sabe de una vez.

—Vos lo habéis querido, que conste que yo…

—¡Dejaos de tonterías y vomitad todo el veneno que lleváis dentro!

—Si no me he confundido, que bien podría ser, vos sois la mujer del señor de los mendigos, ¿no?

—Si se refiere a Jaume Miravall, así es.

—Bueno, me parece injusto, si hacemos caso de lo que se rumorea… Que mientras él le pone casa a su amante vos tenéis que regatear de esta manera.

—¿Cómo decís? —balbuceó Elvira, azorada y mirando alrededor para asegurarse de que nadie era testigo de aquella afrenta.

—No me hagáis caso, ya sabe el refrán: si quieres mentir, repite lo que has oído decir…

Elvira había escuchado bastante. Como si la persiguiera el demonio, enfiló la calle hasta llegar a su casa. Una vez dentro, estrelló la planta contra el suelo y echó a la muchacha que había dejado al cuidado de los niños. Entonces, rompió a llorar protegiéndose la cabeza con los brazos. Los niños se le acercaron, asustados. Elvira, con los ojos encendidos, apartó a Narcís y cogió a Abelard por el cuello.

—¡Te mataré! ¿Me oyes? ¡Te mataré a ti y a tu padre! ¡No aguanto más!

Alertada por los gritos y los llantos, Margarida salió a la ventana.

—¿Elvira, qué haces? ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loca? ¡Él no tiene ninguna culpa! ¡Elvira!

Al no encontrar respuesta, Margarida cruzó la calle y entró en la casa. Narcís corrió a su encuentro, mientras que Abelard respiraba con dificultad en el suelo.

Elvira ya no estaba allí.

—Pere, no cierres la puerta al salir, yo recojo y me voy a casa. No quiero llegar tarde de nuevo. Hace dos días que encuentro a los niños dormidos y Elvira tiene la mosca detrás de la oreja.

—A las mujeres más vale tenerlas contentas, el invierno es muy largo —dijo Pere Ballart con aire burlón.

—Cuando te haya enseñado…

—No, señor, yo no me largaré. Puede estar seguro.

—Bien. Mañana no te olvides de hacerte acompañar por tres o cuatro hombres, y traed la bañera. Quiero que todo sea perfecto, ¿de acuerdo?

—Todo será como decís, no os preocupéis.

Cuando se quedó solo, el mercader echó un último vistazo a aquel espacio que, con la ayuda de sus hombres, había reformado. Era el destino de buena parte de las ganancias y muchas horas de trabajo. Pero el resultado lo satisfacía plenamente.

Al pasar por el cuarto que había destinado para Abelard y Narcís, entró.

—Aquí podréis hacer lo que queráis, hijos —dijo para sí mismo—. ¡Es todo para vosotros!

—¿Es donde dormirá nuestro hijo, Jaume? —dijo una voz justo detrás de él.

El mercader se volvió.

—¡Blanca! ¿Qué haces aquí? No te he oído llegar…

—Hacía rato que mi esclava vigilaba la puerta. Cuando ha salido el último hombre, me ha avisado.

—¿Seguro que nadie te ha visto entrar? Mira que si…

—Estate tranquilo, te digo que he tornado precauciones. Así que aquí es donde viviréis —dijo mientras contemplaba el lugar.

—Sí. Quiero que sea una sorpresa. Elvira aún no sabe nada.

—¡Tiene suerte esa Elvira!

—Bien, ¿y a ti cómo te va? —preguntó mientras la repasaba de arriba abajo, disimulando tanto como era capaz.

—No me puedo quejar. Mi marido pasa más tiempo fuera que en casa. Parece que el rey lo considera imprescindible. Así las cosas son más fáciles.

—No me agrada oírte decir eso…

—¿Qué, acaso deseas escuchar la versión oficial? ¿Es eso lo que quieres, Jaume?

—Quisiera que fueses feliz. Quisiera…

—Olvídalo. Quizá tengas razón, no debería estar aquí.

Jaume se concentró en retener aquella silueta al contraluz de la ventana. El sol poniente le confería un aspecto casi etéreo. El vestido oscuro se recortaba contra el blanco de las paredes y la cabellera rubia chispeaba como la corona de una diosa. Por un momento, deseó que el tiempo se detuviera, que aquel instante perfecto se volviera inmutable.

Ella, consciente del magnetismo que ejercía en la voluntad de su amado, se acercó a él. Lo hizo lentamente, como quien teme despertar a una fiera dormida. A cada paso, un latido y el jadeo del deseo que le aceleraba el corazón. El roce de la seda al caer al suelo fue el último sonido que oyeron antes de abandonarse el uno al otro.

Una sola manta les sirvió de lazo. Y el encuentro de los labios primero y de los cuerpos más tarde fue suficiente para sentir que el cielo se había trasladado a aquella casa de la calle Banys Veils, exactamente a la segunda planta.

—Esto es una locura… —susurró Jaume.

—¡Calla! Quizá sí lo sea, pero no renunciaría a ella por nada del mundo.

El largo beso de Blanca puso punto final a la conversación. Después, el deslizarse de las pieles húmedas, las manos buscando dónde aferrarse o descansar, las gargantas secas y los gemidos de placer se sucedieron para recomenzar una y otra vez.

Como si fuera el último baile antes del fin del mundo, se entregaban al compás de su deseo. Al llegar al orgasmo, se miraron con ansiedad. Las lágrimas dijeron la última palabra.

Blanca de Ciará dirigió la mirada a la ventana. El sol había dejado paso a un tibio reflejo anaranjado.

—Tengo que marcharme, Jaume.

—Espera, no te muevas, aún no…

Él la miró como quien contempla el titileo de una estrella en la noche o la delicada transparencia de las alas de la más bella mariposa. Recorrió su piel blanca como la cera. Se detuvo en los senos húmedos y los acarició con la palma, presionándolos con suavidad, hasta sentir cómo el pezón se endurecía.

La muchacha respiró profundamente mientras su sexo se contraía de placer.

—Tengo que marcharme —insistió—, si no lo hago tendrás que permitir que me quede contigo para siempre.

Ante el silencio de Jaume, Blanca se vistió y una sonrisa amarga precedió su despedida.

El mercader se quedó un rato en la estancia. Después de doblar la manta con cuidado, bajó al patio y se lavó con el agua del pozo. Todo él estaba impregnado de aquel aroma que lo volvía loco. Mientras devolvía el cubo al agua, unos golpes insistentes en la puerta hicieron que se detuviera.

Jaume pensó que quizá Blanca había encontrado a alguien al salir o que, con las prisas, había olvidado algo en el cuarto. Fue hasta la puerta y por un instante creyó tener una visión.

—Elvira…

—¡Déjame pasar! —exclamó su mujer empujándolo hacia el interior.

—Pero… —balbuceó—. ¿Qué haces aquí?

—He dicho que me dejes pasar. ¡Apártate!

Nada de lo que hubiera podido decir Jaume Miravall la habría hecho cambiar de opinión, pero ni lo intentó. El mercader se había quedado de piedra por la inesperada presencia de su mujer.

—Elvira, ¿adónde vas? —preguntó a media voz.

—¡Dame una tea!

—Pero… ¿estás loca? Vamos a casa, anda. Esto no debía ser así.

—Quizá sí me he vuelto loca. ¡Tú has hecho que enloquezca, dame una antorcha te digo!

—¿Qué pretendes? ¡Te harás daño! ¡Quieres hacer el favor de escucharme! Era una sorpresa, Elvira. Es nuestra casa, nuestra casa —repitió Jaume mientras se apoyaba contra una pared de la gran sala, donde una manta húmeda callaba su secreto, y se dejaba resbalar hasta el suelo.

—¿Cómo dices? —Elvira interrumpió su frenética búsqueda—. ¿Aún tienes la cara de seguir con esta mentira? ¿Piensas que no lo sé? ¿De verdad lo piensas?

Los ojos de la mujer estaban encendidos. Subía y bajaba las manos, como si así fuera capaz de espantar aquellos fantasmas que no la dejaban vivir.

—¿Para quién ha de ser, sino? Eres mi mujer, sois mi familia…

—Jaume.

—Dime.

—¿Lo dices de verdad? ¡Mírame!

Amparado por las sombras, el mercader levantó la cabeza del suelo y, avergonzado, hizo lo que le pedía.

—Sí, Elvira.