Capítulo 7

Tortosa, primavera de 1333

Apenas cruzada la puerta del convento en compañía de aquellos hombres, Jaume se enteró de que la madre priora de Santa Clara respondía al nombre de María Cinta Torroella. Entonces entendió lo que siempre le repetía Cervello: «Todo tiene una razón de ser, basta con prestar atención a las señales que el mundo nos deja». Aquella familia parecía tener bien atados los círculos de poder de Tortosa.

Joan de Torroella se movía por el interior del convento como si fuera de su propiedad, y la madre priora parecía existir solo para satisfacer sus caprichos. Entraron en una sala que parecía el refectorio y se sentaron en un rincón. Frente a él estaban Joan y el otro hombre bien vestido que, hasta entonces, no había abierto la boca.

—Os presento a mi socio Jesús Laiseka. Ya veis que hemos considerado bastante importante vuestra llegada como para salir de casa en una noche tan desapacible.

Jaume se removió en aquel rígido y largo banco de madera, más propio de una penitencia que de una reunión entre caballeros. Le desagradaba la gente que presumía de lo que hacían por él, y tampoco entendía que se hablara del tiempo cuando el cielo había permanecido despejado todo el día y los rigores del invierno ya no se hacían sentir con la misma fuerza. El mercader y alcalde había accedido a verlo porque el propio Gonçal Cervello se lo había pedido. Hacía tiempo habían hecho negocios con la lana que venía del Pirineo. A pesar de todo, intentó ser educado a la vez que punzante.

—Sé que mi llegada no ha tenido lugar en la mejor época, pero mi socio, y conocido vuestro, piensa que el mal tiempo no debería ser excusa para retrasar los negocios.

—Sin duda, amigo mío —respondió Torroella, disimulando una mueca—. Lo cierto es que, como podéis ver, estamos aquí. Y os rogaría que nos resumierais la propuesta que traéis de parte de mi amigo Cervello.

—La propuesta que os traigo de parte de vuestro amigo Cervello y de mi parte, ya que somos socios a todos los efectos, es muy sencilla, y creemos que será de vuestro interés.

Ahora fue Joan de Torroella quien se movió, incómodo, en el banco. Quizá rumiaba qué respuesta dar a la impertinencia del forastero, cuando llegó la madre priora con unos tazones de leche y una bandeja de galletas y pasteles. Jaume lo agradeció de todo corazón, mientras miraba de reojo la expresión ceñuda de sus interlocutores. Hacía rato que sentía un vacío en el estómago, poco adecuado para hacer negocios.

Sin advertir la sonrisa que le dedicaba la priora, mordió uno de los pasteles y quedó gratamente sorprendido por el relleno con sabor a naranja. Después bebió un vaso de leche y, ante el silencio expectante de los tortosinos, comenzó el discurso que tantas veces había ensayado durante el viaje. Cervello le había recomendado que fuera sincero y claro, pero también que no abandonara su posición preeminente.

—Estimados mercaderes, me complacerá mucho vuestra atención a la propuesta que os traigo desde Barcelona. Como ya sabéis, el mundo actual nos exige cada vez más iniciativas comerciales ambiciosas. Siendo así, mi socio, Gonçal Cervello, y yo mismo, nos hemos fijado en la falta de madera que de un tiempo a esta parte amenaza con frustrar importantes obras de la ciudad…

—¡Madera! —exclamó Torroella, sorprendido— ¡ya llevamos madera a Barcelona! Todos los meses baja por el río una gran cantidad de troncos procedentes de los Pirineos.

—Es muy cierto, amigos, pero no es suficiente. Nuestra ciudad puede traer madera de montañas relativamente próximas, pero su traslado es cada vez más oneroso. Nos interesa cerrar acuerdos para obtener más madera de los Pirineos. Sería un gran negocio, dado que necesitaremos madereros capaces de transportarla a través del Ebro y barcos para trasladarla a Barcelona… En este punto, hemos pensado que vuestra colaboración sería inestimable. Conocéis el terreno y las teclas que se deben tocar.

Jaume pensaba que había planteado el negocio de manera clara, pero no vio ningún gesto de alegría en los mercaderes tortosinos. Torroella había añadido un aire de desconcierto a su expresión, mientras que Laiseka lo miraba con ojos inquisitivos.

—Naturalmente nos complace vuestra oferta, mercader, pero los tiempos están cambiando y hemos apostado por otro tipo de negocio: las salinas. Os sorprenderían las posibilidades que ofrecen, quizá sería bueno que llevaseis una propuesta de vuelta al señor Cervello.

—Conocemos vuestros últimos negocios, pero no son el objetivo de este encuentro. De todas maneras, mi socio ya me avisó que quizá no os interesaría, que vuestra capacidad estaría colapsada por el negocio de la sal —se arriesgó Jaume, y vio que la indignación volvía a instalarse entre él y sus interlocutores.

—Vos no sabéis nada de nuestra capacidad de trabajo, ni tenéis idea de lo que decís. —Torroella se iba enardeciendo con cada palabra, pero Jaume aguantó el tipo—. Sin duda sois nuevo en estas cuestiones, de lo contrario no os mostraríais tan temerario…

—Solo expreso mis percepciones —volvió a arriesgarse Jaume—. Entiendo que el negocio de la sal exige un gran esfuerzo, sobre todo ahora, cuando la conquista de Cerdeña ha abierto al mercado nuevas posibilidades.

Joan de Torroella no parecía dispuesto a escuchar más. Se puso de pie ágilmente, contradiciendo su edad, y Laiseka lo siguió como si los dos estuvieran pegados por una cola invisible. Antes de salir preguntó si le importaba esperar unos instantes mientras él conferenciaba con su socio.

—Faltaría más, estáis en vuestra casa —respondió Jaume, y celebró la oportunidad de probar otro de aquellos pasteles con relleno de naranja.

Los dos mercaderes salieron del refectorio y la madre priora entró por otra puerta. Quizás había oído la conversación a través del torno que comunicaba con las cocinas y ahora pensaba que debía ocuparse de su huésped o, al menos, vigilarlo.

—¿Le han agradado nuestros modestos dulces?

—Yo no los llamaría así —respondió Jaume con toda la amabilidad de que era capaz—. ¡Los encuentro deliciosos!

—Quizá me permitirá que cuando regrese a casa le obsequiemos con una cajita para su familia. Porque debéis tener familia, ¿no?

—Claro que sí. Y será un gran placer, señora.

Para sorpresa de Jaume, no fue Torroella quien entró de nuevo en el refectorio, sino Laiseka.

—Joan de Torroella me ha encargado deciros que estudiaremos vuestra propuesta, pero necesitaremos cierto tiempo. Mientras tanto, consideraos nuestro invitado.

—Muy bien —respondió el mercader, aunque fue consciente de que eso lo obligaría a permanecer en Tortosa más tiempo del que había previsto.

—También me ha encargado que os cite mañana al mediodía en el puente de barcas, para mostraros las salinas.

Jaume Miravall entendió que había conseguido preocupar a aquellos hombres, y ahora querían demostrarle de qué eran capaces. Al fin y al cabo, aquel era el mundo de los grandes negocios y debía adaptarse a los avatares que fueran surgiendo.

Respondió que aceptaban, que se encontrarían en el puente de barcas y que llevaría con él a su hombre de confianza. Después se despidió y se encaminó hacia la salida del convento. La madre priora lo acompañó, exhibiendo en todo momento aquella sonrisa que a Jaume le parecía cada vez más falsa.

Anton intentó relatarle sus aventuras nocturnas, pero Jaume ya conocía su tendencia a exagerar. Con la excusa del cansancio provocado por el viaje y la difícil negociación con los tortosinos, se retiró al cuarto que habían pagado a precio de oro en el hostal de la Grassa.

Su hombre de confianza decidió montar guardia en la puerta, donde colocó su jergón. El mercader le agradeció el celo que ponía en salvaguardar su seguridad, aunque encontraba exageradas tantas precauciones, pero también se alegró de poder quedarse a solas. Aún debía reflexionar sobre cómo habían ido las cosas en la reunión y echó en falta alguna voz amiga que le aconsejara. En momentos así pensaba en su amigo Bernat, de quien tenía pocas y esporádicas noticias.

La sensación que le había quedado era que los mercaderes tortosinos no acababan de captar la trascendencia del negocio que les proponía. Pero tampoco era tan extraño, si tenía en cuenta que no disponían de toda la información.

Aquella estancia le parecía una especie de prisión que entorpecía sus pensamientos. En Barcelona habría salido de casa para ir hasta la playa; se sentía bien sentado en la arena, mientras el sonido recurrente del oleaje acompañaba sus pensamientos. En su territorio no tenía miedo, por mucho que aquel año de hambre y carestía hubiera acentuado la peligrosidad de las calles.

Pero no era nada prudente salir a vagabundear por Tortosa de noche sin la compañía de Anton, y ya le había calentado bien la cabeza durante el viaje. Aquel hombre solo veía las cosas de un color: negro. Además, necesitaba reflexionar sobre sus próximos pasos si sería conveniente poner ya sobre la mesa el as de espadas que Cervello le había proporcionado.

Lo despertó un rayo de sol que entraba por la reja de la ventana. Hacía frío y se cubrió con la manta hasta la cabeza, sin preocuparse de su hedor a sudor y meados. Debía de ser bastante temprano, porque reinaba el silencio, o quizá los muros eran muy gruesos. Solo al cabo de un rato oyó voces en el piso de abajo, y el sonido de platos y tazones que acompaña a todo desayuno.

Pero no era suficiente para sentirse como en casa. Le faltaba el aroma a lavanda que desprendía el cuerpo de Elvira y, se dio cuenta al levantarse, también el martilleo que producían los obreros de Santa María mientras tallaban los bloques de piedra para encajarlos en el muro de la nueva iglesia. Aquella construcción estaba destinada a ser el orgullo de la gente de mar y de todo el barrio de la Ribera. El repique de los martillos se quedaba flotando en el aire, a la espera de colarse por cualquier hendidura en una puerta, ventana o muro, e inundarlo todo.

En Tortosa, por lo que le habían comentado, se proyectaban muchos edificios nuevos, unas murallas que acogieran los barrios extramuros de la antigua muralla sarracena, la reforma de las atarazanas e, incluso, una catedral acorde al estilo de aquellos tiempos para alimentar los sueños de poder de las familias importantes.

Cervello lo había puesto al día del pulso de la ciudad, por si le servía en sus conversaciones. Pero, a pesar de desear que fuera la hora del nuevo encuentro con los mercaderes, Jaume pensó que para él había sido más importante el viaje, las expectativas de conocer un territorio nuevo, de acumular experiencias… La realidad que se había encontrado no se correspondía demasiado con todo lo que había esperado antes de llegar allí.

El viaje a Valencia le había resultado diferente, quizá porque la ciudad había padecido una gran debacle y la gente atravesaba una situación límite. Había visto el ingenio de sus habitantes en plena calle, la tensión que se respiraba, capaz de poner en marcha cualquier iniciativa. Por el contrario, en Tortosa la gente parecía satisfecha con sus pequeños trabajos, con sus dirigentes poco experimentados que, eso sí, aspiraban a hacer dinero, cuanto más mejor y en el menor tiempo posible.

¿Él era diferente? La pregunta le surgió mientras rezaba delante del Cristo que se había traído de casa. También aspiraba a ganar dinero, pero era para mejorar la vida de su familia, al menos eso quería creer. En el fondo de su corazón sabía que lo atraía la incertidumbre. La consecución de un buen negocio se convertía en una victoria personal, algo que alimentaba su vanidad. Leyó unas páginas del libro de Marco Polo que le había dejado Ibrahim, pero lo hizo sentir aún más culpable. El gran viajero hablaba de una montaña de sal, y aquella coincidencia parecía cosa de brujas, o del mismo demonio…

«Las montañas están situadas hacia el mediodía, gigantescas y elevadas, y algunas son todas de sal blanca y sabrosa, dura como la piedra. Toda la región, hasta más de treinta jornadas, viene a buscar esta sal, que es la mejor del mundo. Y no consumen ninguna otra. Es tan dura que solo es posible arrancarla con un gran pico de hierro. Y os digo que hay tanta que el mundo entero tendría suficiente hasta el fin de los siglos».

Cada vez entendía menos por qué Ibrahim le había proporcionado aquella lectura. Quizá necesitaba confesarse. Esta era una idea que lo asaltaba a menudo, después de leer palabras que evocaban una época de dioses paganos y herejías, pero tampoco se sentía capaz de confiar sus pensamientos a cualquiera, por mucho que la Iglesia lo hubiera bendecido. Y sabía que su desconfianza también era un pecado.

Anton esperaba en el pasillo, jugueteando con su navaja. La lanzaba contra la pared y después amontonaba la cal que desprendía el impacto. El mercader se lo recriminó, pero el otro se limitó a enseñarle las numerosas grietas y hendiduras que ya había en toda la pared.

—No me habéis explicado cómo fue la reunión —dijo luego Anton, con un deje de reproche—. ¿Tendremos la madera?

—Aún está por verse —respondió Jaume, un poco molesto por su tono—. Ahora tenemos que ir al encuentro de nuestros anfitriones. Parece que quieren mostrarnos sus dominios.

—Queréis decir su poder. Sin duda su pretensión es impresionarnos y ver qué sacan…

—Estimado Anton, la tarea de un ayudante no incluye sacar conclusiones apresuradas.

—Lo siento, señor. Solo quería manifestar mi indignación porque os hayan hecho pasar la noche en esta ratonera. A buen seguro que ellos disfrutan de confortables palacios.

—Eso aún no lo sé. Puedo intuirlo, pero de momento no me corresponde juzgarlo. ¿Entiendes?

—Desde luego.

Anton no dijo una palabra más. Siempre llevaba las de perder en las discusiones y, por lo que veía, Jaume no había pasado una buena noche. Bajaron a beber un tazón de leche, pero los esclavos del hostelero ya no atendían a aquellas horas. Finalmente consiguieron que les sirvieran. La leche estaba agria, pero no tenían tiempo para formular una queja que adivinaron inútil.

—Hemos quedado en el puente de barcas y ya deben de estar esperándonos —dijo el mercader mientras vaciaba el tazón en el suelo.

Jaume volvió a echar en falta a su amigo Bernat cuando salieron del hostal con el estómago vacío.