Capítulo 4

La misma comadrona bautizó al hijo de los Miravall. La Iglesia autorizaba a hacerlo si había motivos para pensar que el infante podía morir. Un repentino vómito le hizo abrir los ojos después de aquel primer llanto. Elvira hacía meses que hablaba del nacimiento de un niño que llevaría el nombre de su abuelo, Narcís.

—Parece una señal —sentenció Margarida—: Narcís, el que duerme.

Horas más tarde, cuando la mujer del mercader se sintió con fuerzas, intentó darle el pecho, pero el niño estaba demasiado débil para chupar.

Mientras tanto, Abelard, de nuevo en brazos de Jaume, rechazaba una vez más el cuerno de mamar. El hombre cambió en diferentes ocasiones el pergamino que complementaba aquel cuerno de vaca, agrandó el orificio y depositó la leche de la tercera nodriza que habían contratado. Nada funcionó.

Al caer el día, el mercader puso como excusa que Mateu reclamaba su carro y abandonó su casa. Quería liberarse durante un rato de aquella pesadilla de idas y venidas presurosas. El enredo de emociones le oprimía el pecho, notaba como si le faltara el aire. Durante unos momentos tuvo la certeza de que la muerte vendría a arrebatarle lo que más quería.

Elvira y los niños aún no estaban fuera de peligro, pero necesitaba pensar que lo peor ya había pasado. Se sentó un rato a la puerta de la casa, como si quisiera convencerse de que la dama negra de la hoz había sido vencida.

Poco después dirigió maquinalmente sus pasos hasta la calle Banys Veils, donde dobló en dirección a Monteada, pero se arrepintió al instante. Mejor caminar un rato al aire libre. Abrigado con su capa de lana y su sombrero, que se caló hasta las orejas, enfiló hacia la playa. Quizá no era el lugar más seguro, pero era su segunda casa.

A partir de la caída del sol, todo el mundo se encerraba junto al fuego y la familia. Las puertas de la muralla protegían de los peligros que venían de fuera, pero Jaume sabía que a menudo el mal se ocultaba dentro de la ciudad. El mal se alojaba en la gente menos favorecida, a quien el hambre enturbiaba la voluntad, pero también tocaba a los poderosos, envenenados por la codicia.

El mercader miraba las claridades trémulas que mostraban las ventanas de las humildes casas de la Ribera. Quien más quien menos tenía un plato caliente en la mesa y una historia que contar. El entorno de la iglesia de los pescadores, que soñaba con ser la catedral del Mar, ya se impregnaba de aquel hedor a salitre que animaba a mercadear al amanecer.

Una leve sonrisa apareció en sus labios al recordar a una vieja hiladora, fallecida hacía unas semanas. Había sido una de las primeras personas a las que él había conocido al llegar a la ciudad. Aún la veía sentada en el poyo, donde había pasado los últimos años de su vida. Hilaba tejidos que vendía a los marineros y a menudo regalaba a los niños que vagaban medio desnudos o con harapos hediondos. Ella aún llamaba Santa María de las Arenas a aquella pequeña iglesia románica que la gente del mar quería convertir en un nuevo edificio que rivalizara con la catedral de Santa Eulalia. La lonja de arena que se extendía cerca de allí era el escenario de muchos tratos, y también de malos tratos. Su Señora vigilaba y protegía a los que se reunían. A Jaume lo confortaba esta reflexión durante el quehacer de cada día.

Alguien batía huevos en una casa próxima. Aquel sonido rítmico que se oía por la ventana lo llevó de nuevo a su realidad y le despertó el hambre. Hacía horas que no comía. Sintió que las piernas le flaqueaban. A menudo llevaba un mendrugo en la bolsa que se colgaba del cinturón, pero con las prisas la había olvidado sobre la mesa.

Las calles estaban casi desiertas y solo la falda amarilla de alguna mujer de mal vivir ponía color a su paso. Al atravesar la calle de la Espaseria le vino a la memoria su amigo Bernat, el herrero. Lo había encontrado mientras corría en dirección a su casa alertado por las noticias confusas y lo había dejado perplejo. Ahora los martillazos dormían y las espadas yacían inertes a la espera del nuevo día. Se detuvo a ras de playa. ¿Qué le ofrecía a él la salida del sol?

Se abandonó a sus pensamientos. Si Abelard moría, el futuro no sería posible. ¿Cómo salir de aquel agujero? ¿Qué pasaría con la promesa que Dalmau Clarà le había hecho, asegurándole protección? A pesar de todo, debería seguir adelante. Al decidir marcharse a la aventura y abandonar lo que tenían se lo había prometido a Elvira. Ella había confiado en sus palabras y él… él se había dejado llevar y ahora pagaba las consecuencias. ¿Cómo decirle a su mujer que, a pesar de todo, la quería? Le faltaba valor para mirarla a los ojos. No quería ver cómo su secreto la hacía desgraciada. Se sentía mezquino y la ira le subía por la garganta.

Había dejado que las comadronas se hicieran cargo de todo, quizá ni siquiera Narcís viviría lo bastante para ser testigo de su fracaso. Sentado en la arena, con la mirada atenta a los rufianes y sin prestar atención a los mendigos que se le aproximaban, hizo una promesa. No lograba distinguir el horizonte. El mar era una masa opaca que rugía con voz ronca e infatigable, haciéndose eco de su conciencia. Jaume cerró los ojos y los apretó con fuerza. Entonces, evocando su deseo más profundo, se imaginó a bordo de un barco camino de un país lejano. Iba bien vestido y cargado de mercancías que le facilitarían un buen negocio. ¡Permite que vivan, Señor, y yo trabajaré tan duro como haga falta para convertirlos en hombres de bien! Prometo solemnemente que si consigo mi propósito, iré a tierras de infieles a liberar a los cristianos cautivos.

Este último pensamiento lo consoló, quizá Dios lo escuchara. Se frotó las manos entumecidas por el viento helado y se puso en camino. Sus pasos habían recuperado la firmeza y las suelas de madera marcaban un ritmo más decidido. La calle Monteada estaba tan desierta como las demás y le sabía mal despertar al criado de los Cervello. En unas horas volvería y haría partícipe a aquel hombre de la buena nueva: el nacimiento de Narcís, su hijo. ¡Sí, así sería!

En su casa, el llanto de Abelard se convertía en una triste monodia menguante. Hasta la madre de Mateu, quien raras veces salía a la ventana, se interesó por la criatura.

Margarida atizaba el brasero buscando el momento propicio para poner palabras a aquello que le rondaba la cabeza desde hacía rato.

—Elvira… —susurró finalmente.

—¿Sí? —respondió sin mirarla.

—Nada, no es nada. Una tontería, supongo.

—Margarida, no sé cuál es nuestro pecado, pero Dios nos ha enviado un castigo muy severo. Tal vez nunca habríamos debido abandonar nuestra casa, quizá nos hemos mostrado soberbios a sus ojos…

—No te reconozco, hermana. Tú siempre has sido una mujer valiente, eras tú quien me infundía valor, ¿recuerdas? ¡No te des por vencida! Aún no…

Un rastro húmedo cruzó el rostro de la mujer del mercader, que seguía con la cabeza gacha y su hijo en el regazo. Después sus ojos color miel, ahora enrojecidos y apagados, la miraron como quien suplica una caricia. Volvió a mirar a su hijo.

—Se nos va, Margarida. ¡Se nos va! No entiendo por qué Dios Nuestro Señor le devolvió la vida para arrebatársela ahora. ¡Habría sido mejor que nunca se despertara!

—Quizá no…

—¿Qué quieres decir? —preguntó y una chispa de esperanza la puso en tensión.

—He pensado que Narcís no puede mamar porque no le quedan fuerzas, pero ¿y si probaras con Abelard? Una vez que te subiera la leche todo sería más fácil.

Elvira apretó los dientes y clavó la mirada en aquel bebé del que no podía librarse.

—¿Te has vuelto loca? Te juro que…

—¡Espera! Déjame hablar.

La mujer del mercader contuvo por un momento su enfado y escuchó lo que su hermana quería decirle.

—Si Narcís no mama se te retirará la leche. Piénsalo. No perdemos nada con probar. Quién sabe si este niño no es un enviado del Cielo. Es fuerte, lucha por vivir. Si funcionara…

—¡Tráemelo!

Margarida musitó unas palabras, como quien reza una breve oración, y le puso el niño en los brazos. Por primera vez la mujer del mercader sintió la tibieza de aquella criatura. Sus miradas se cruzaron un instante. Si hubiera logrado vencer el sentimiento que le provocaba el pequeño, habría dicho que le sonreía.

Ante los ojos incrédulos de ambas mujeres, Abelard se aferró a su pecho, donde reposó una manita delgada pero firme.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Margarida, elevando la mirada al techo antes de apretar el escapulario contra su pecho.

Al llegar a casa, Jaume encontró a los dos bebés durmiendo plácidamente. Primero se alarmó, dado que casi no se movían. Por un momento pensó que…

—Duermen, Jaume. Duermen —se apresuró a tranquilizarlo Elvira.