Capítulo 9
Tortosa, primavera de 1333
Recorrieron a buen paso la distancia que los separaba del puente de barcas, pero al llegar comprobaron que nadie los esperaba. Enfadado, Anton dio una patada a la baranda de madera; Jaume guardó silencio. Se sentía un poco ridículo por las prisas que había impuesto a su hombre de confianza. Lo cierto era que el sol lucía en lo más alto y los tortosinos no se habían presentado.
Anton quería cruzar al otro lado del río, solo por el gusto de explorar aquella comarca, pero el mercader no se lo permitió. Se quedaron un rato por las inmediaciones del puente, examinando la disposición de las barcas que sustentaban la pasarela y cómo se mantenían inmóviles gracias a las cuerdas que las ligaban de orilla a orilla.
Jaume se acercó al puerto que ocupaba la orilla fluvial de la ciudad. Los calafates trabajaban en pequeñas embarcaciones en la misma playa, compartiendo espacio con los alfareros y los pescadores. Los cesteros descargaban mimbre, la planta que crecía en las riberas del río. Pero la curiosidad del mercader se centró en otro asunto. Había hablado mucho con Cervello sobre la bajada de troncos a través del Ebro y ahora, sobre el terreno, se preguntaba cómo los grandes árboles podrían atravesar aquel puente trabado con tanto esmero. Porque el plan era embarcarlos más allá de la ciudad, en el Portfangós, el sitio donde atracaban los grandes navíos.
Volvió al lugar donde había dejado a Anton, por si los tortosinos se presentaban, pero lo encontró solo y aburrido, practicando puntería con su navaja en la baranda del puente. Lejos de temer que el arma se colara por las hendiduras y acabara en el río, la clavaba una y otra vez con notable precisión.
Aquel juego hizo que Jaume se olvidara de comentarle sus dudas. El puente estaba más transitado a medida que avanzaba el día. Muchachas con cestos de pan, hombres que cargaban mimbre, otros que llevaban pez para embrear el puente o pescadores que vivían en la orilla derecha; pero también muchachos que llevaban pescado o arrastraban cañizos para secar la fruta. No parecían felices. En sus rostros se leía el cansancio y, en muchos casos, el hambre. Jaume se dijo que bastaba con pasar allí un buen rato para ver desfilar buena parte de la vida comercial de la ciudad.
Un ruido similar al que oía en Barcelona cuando había una grúa en funcionamiento lo sobresaltó. Provenía del otro extremo del puente, igual que los gritos de los guardias que, cruzando la pasarela en dirección a la ciudad, ordenaban que nadie se acercara. Jaume sintió el crujido de las barcas, que empezaron a ser arrastradas por la corriente del río.
Con lentitud pero con firmeza, el extremo derecho del puente se fue desplazando como una rama quebrada. Las cuerdas que sujetaban ese extremo humeaban por el roce, y el mercader se dio cuenta de que así controlaban el desplazamiento de la estructura para que la corriente no la impulsara con violencia contra la orilla izquierda. Toda la operación duró unos instantes y, cuando la estructura quedó paralela y pegada a la ribera izquierda, un grupo de hombres corrió hacia el extremo para sujetarlo a una empalizada de troncos.
Jaume se quedó boquiabierto ante aquel prodigio de ingeniería, mientras Anton volvía a quejarse de sus anfitriones, poco respetuosos. Los habían abandonado a su suerte cuando el sol ya hacía rato que había alcanzado su cénit. En ese momento, un revuelo similar al que el mercader había oído la noche anterior les llegó desde las calles de la ciudad.
—Por lo visto, les gusta presentarse armando alboroto —comentó el mercader mientras Anton cerraba la navaja y se la guardaba.
Los primeros en aparecer fueron dos jinetes armados, que dirigieron sus monturas hacia el puente. Poco después aparecieron Joan de Torroella y Laiseka, vestidos como si aquel día su misión fuera acompañar al mismísimo rey, seguidos por otros personajes llamativos. Sus cinturones de eslabones metálicos destellaban tanto como las hebillas de las botas o los estribos sobre los cuales imponían su autoridad.
Jaume no se alegró especialmente. Sospechaba que Tortosa estaba dominada por aquellos mercaderes aupados en las instituciones, y agradeció que su amigo Bernat no tuviera que contemplar aquella pomposa demostración de vana grandeza.
Si Jaume había supuesto que los tortosinos lo ayudarían a satisfacer su curiosidad sobre los trabajos que tenían lugar cerca del río, pronto comprobó que no sería así.
—Celebro que seáis tan puntuales —dijo Joan de Torroella, muy serio—. Os hemos traído dos caballos para que os resulte más fácil acompañarnos, son dos buenos ejemplares.
Jaume y Anton intercambiaron una mirada, pero ninguno de los dos iba a quejarse por aquel ofrecimiento. Aunque podían haber traído sus propios caballos, que descansaban en las cuadras del hostal de la Grassa, el aspecto de aquellos animales era excelente. Negros como el carbón y de una elegancia indiscutible.
—Os supongo enterado de que nuestra ciudad vive un momento de ilusión y nuevas construcciones —prosiguió Torroella mientras los mercaderes de Barcelona subían a sus monturas—. No dudo, dado que ya tengo conocimiento de vuestros métodos, que sois un hombre culto y bien informado.
Mientras Jaume pensaba cómo tomarse aquel comentario, la comitiva se puso en movimiento. Los caballos que les habían proporcionado siguieron al resto. Estaba claro que los tortosinos querían asegurarse de que los forasteros no tuvieran ninguna iniciativa personal.
En la ribera derecha del Ebro estaban los almacenes de la ciudad. Una vez te alejabas de la Casa del Puente, una construcción de piedra con ventanas y un parral que, según Torroella, servía para almacenar cuerdas, odres de alquitrán, estores de esparto y otros elementos para la conservación del puente de barcas, el camino dejaba de lado un estanque con madera de encina en remojo cubierta con cañas. Después se bifurcaba y el grupo cogió un sendero estrecho que bordeaba el río.
Los forasteros iban en medio de la comitiva y Jaume tenía la sensación de que más bien eran prisioneros camino de una suerte incierta. Continuaron cabalgando mucho rato, sin que Torroella ni su socio se dignaran a dirigirles la palabra. Entre los cañaverales y la presencia aislada de alguna casa entre campos no había demasiado interés en aquel paseo inesperado, pero sospechaban que los conducían hacia la desembocadura del Ebro, donde había grandes zonas dedicadas a la extracción de sal.
El ritmo lento que llevaban los mercaderes tortosinos hacía que avanzaran muy lentamente. Los guardias que los escoltaban ya debían de estar prevenidos, dado que muchos charlaban o se pasaban una bota de vino. Con esta excusa, Jaume cruzó unas palabras con el que tenía más cerca y le fue haciendo preguntas que el hombre respondía con cierta reticencia.
—Debe de haber muchas salinas en el Delta, ¿no?
—Ya, pero Joan de Torroella tiene la más importante, en la zona del Cabinyol. Pronto llegaremos.
—¿Trabaja mucha gente en ellas?
—Solo durante la salinada. El resto del año hay poca faena.
—¿Se trata de un negocio fácil, pues?
El guardia se encogió de hombros y el mercader comprendió que era el momento de interrumpir el interrogatorio, al menos hasta que tuviera alguna pregunta verdaderamente importante. El camino discurría entre álamos. Anton miró con codicia el trozo de pan y queso que un hombre sacó de su bolsa. También Jaume sentía el estómago vacío e intentaba olvidar la leche agria que había probado.
Poco después los árboles quedaron atrás y la extensión que abarcaba la mirada se hizo tan enorme que los dos forasteros pensaron si realmente iban en dirección al mar. A los lados del camino solo se veían cañaverales y campos de labranza, pero la mayoría parecían abandonados. Joan de Torroella y Laiseka marchaban delante obstinadamente, como si quisieran cerrar el paso a los jinetes que los seguían.
—Todo lo que veis ahora es el Cabinyol —informó el guardia a Jaume—. Las salinas de Torroella están junto al mar, al sur del Portfangós.
Jaume ya había percibido aquel olor a salitre que tan bien conocía de sus paseos por la playa de Barcelona. Decidió tragarse su orgullo y, después de decirle a Anton que lo esperara junto a los guardias, espoleó su caballo hasta ponerse a la altura de los mercaderes tortosinos. Laiseka fue el único que le prestó atención, mientras que el veguer de Tortosa parecía dormitar sobre su montura.
—Quizás el trayecto ha sido un poco largo, pero Joan de Torroella quiere mostraros cómo hacemos las cosas en las salinas. Pronto dispondremos de más terrenos y aumentaremos las posibilidades de negocio. ¿Habéis visto alguna vez una salina?
—No; será la primera, aunque, según me han dicho, tenemos algunas muy importantes, como las de Cardona o las de Castelló d'Empúries.
—Lo malo es que los hombres no aguantan demasiado tiempo en este trabajo. Algunos padecen quemaduras en la piel y también hay quien se ha quedado ciego.
—¿Tan peligroso resulta? —preguntó Jaume, sorprendido.
—La sal es un buen conservante de muchos alimentos, como ya sabéis. Absorbe el agua y los seca, pero sus efectos pueden ser terribles si no se va con cuidado.
—En Barcelona se cree que si esparces sal en las terrazas se previenen las enfermedades —comentó Jaume recordando que se lo había visto hacer a Margarida.
—Quizá tengan razón —respondió Laiseka, más distendido—. Aquí también se hace, y dicen que si lanzas sal a una hoguera se pueden alejar las tormentas, pero es difícil saber si tienen razón, ¿no creéis? Si finalmente acaba descargando, siempre dirán que es cosa del demonio.
La conversación no prosiguió. Los caballos hacían crujir el suelo y Jaume se dio cuenta de que pisaban una fina capa blanca que se resquebrajaba a su paso. La blancura del suelo se prolongaba en la lejanía e incluso las barracas hacia las que parecían dirigirse eran de un blanco lechoso.
Jaume quedó fuertemente impresionado por las salinas. Recordaba que las Sagradas Escrituras hablaban de la sal como un elemento purificador, pero los hombres que trabajaban allí tenían los ojos hinchados y su piel parecía quemada a fuego lento.
—Tenemos suerte de que sea invierno —dijo Torroella, saliendo de su letargo—. En verano no es fácil visitar las salinas. No obstante, os aconsejo que os protejáis la piel al máximo. El viento podría provocaros graves quemaduras.
—¿Y ellos? —preguntó el mercader, señalando a los hombres que picaban trozos de sal sin preocuparse por las partes descubiertas de su cuerpo.
—Ellos ya están acostumbrados. Este es un oficio muy duro y no todo el mundo sirve, pero resulta muy rentable, incluso una vez descontada la novena real.
Jaume lo miró con desconfianza mientras Anton se acercaba a aquellos trabajadores y quedaba horrorizado por su aspecto. Los calzones desgarrados y sucios mostraban llagas purulentas que se adherían al tejido formando una mezcla que hedía a miseria humana. Sin decir nada, el ayudante del mercader se alejó.
La barraca principal tenía un porche, donde era dudoso que alguien se sentara a contemplar aquel espejo de sal, y también lo que parecía un gran almacén. Algunas bestias entraban y salían, y el mercader advirtió que, si no las guiaban, eran incapaces de encontrar el camino correcto. Aquellos animales, tal como mostraban sus ojos sin vida, se habían quedado ciegos.
El veguer entendió la confusión que invadía a los forasteros y los invitó a entrar en la barraca. Había una mesa de madera y taburetes; la capa crujiente de sal también penetraba allí. Jaume pensó que aquello era lo más parecido al infierno que había visto nunca.
—Como veis, somos capaces de administrar negocios muy difíciles —dijo Torroella mientras se sentaba en un taburete y se recogía la larga capa verde y aterciopelada—. La gente de la ciudad piensa que la sal solo se coge y ya está, pero la hay de muchos tipos. Es cierto que existe la sal de ventura, que se da sola, pero la más estimada es la de obra, que necesita un proceso de elaboración muy costoso. Por suerte vamos venciendo las antiguas costumbres y la ciudad ya ha aceptado que no toda la sal se puede repartir por las casas. Se debe cavar, picar, amontonar, palear, medir… En fin, una serie de actividades con los cuales no os aburriré.
—Ciertamente me habéis sorprendido, aunque no acabo de entender lo que pasa en esta extensión desolada. Sin embargo, me agradaría saber qué tiene que ver con el negocio que Cervello y yo os proponemos.
—Es muy sencillo, amigo mío. La sal tiene un gran futuro y no es un negocio que requiera grandes inversiones. Además, los trabajadores son fácilmente sustituibles. Quiero decir que son como burros: cuando les enseñas hacen el camino por rutina, y cuando cae uno pones a otro, ¡y asunto arreglado! Es mano de obra barata, ya me entendéis. Pero la madera es diferente. Tortosa se abastece de las montañas próximas, principalmente de los Ports. La madera que queréis debe ir a buscarse más allá de Tudela, en los Pirineos. No se puede comprar el servicio de los madereros por cuatro cuartos. Los costes no son comparables, ni los riesgos.
—Pero quizá la sal deje de ser un gran negocio a corto plazo. En Sicilia se está comenzando a explotar y pronto llegará en grandes cantidades.
Torroella torció el gesto mientras miraba a su socio y deshacía con las manos unos trozos de sal que había sobre la mesa. El estómago de Anton comenzaba a quejarse ostensiblemente, pero a Jaume solo le preocupaba que la negociación parecía haberse estancado. Un trabajador trajo tocino y pan recién salido del horno, pero al probarlo descubrieron que estaba tan salado como todo lo que los rodeaba. Se habló poco y se bebió mucho, y las últimas palabras del veguer asquearon a Jaume.
—Tendremos que valorar el negocio que nos proponéis, hablar con nuestros contactos, hacer cuentas… Me temo que pasarán unos días antes de que podamos daros una respuesta.
Jaume Miravall pidió una escolta para regresar a la ciudad. No soportaba más tiempo la compañía de aquellos mercaderes y, además, se arrepentía de haber aceptado una misión que, según todos los indicios, estaba destinada al fracaso. Necesitaba pensar, y hasta la compañía de Anton le suponía un estorbo.