Capítulo 20

Barcelona, marzo de 1335

La silueta de la mujer en la ventana estaba tan inmóvil como la esposa de Lot, convertida en sal después de desobedecer a Yavé. Hacía días que realizaba una búsqueda desesperada por todos los rincones de Barcelona sin ningún resultado; Elvira solo era una sombra de la mujer que todos conocían. No le quedaban lágrimas que derramar. Sus ojos resecos y enrojecidos parecían impertérritos a todo lo que no fuera ver aparecer a Alèxia.

Nada la distraía de ese propósito. Besaba el pelo de su hija que había encontrado esparcido por la estancia, y se preguntaba quién habría sido capaz de hacer algo así. ¿Por qué a ella? De sus pálidos labios brotaban preguntas formuladas de mil maneras y ninguna respuesta la satisfacía. Eran tiempos de revueltas y de crisis, la gente vagaba desesperada por las calles. ¿Acaso alguien los odiaba a tal extremo? ¿La habían raptado para obtener algo a cambio? Por toda respuesta solo recibía silencio, un silencio espeso que revestía las paredes de aquella casa donde únicamente podía esperar.

De vez en cuando alguien decía haberla visto y el corazón de Elvira volvía a palpitar. El resto del tiempo parecía sin vida; permanecía a oscuras, incapaz de enfrentarse a la luz que traían los primeros trazos de la primavera.

¿Cómo se lo explicaría a Jaume? ¿Cómo podría perdonarse haber sido tan dura con su hija? Se paseaba incansablemente por las estancias donde habían sido felices, atormentada por los recuerdos. Ajena a todo y a todos, vivía su pena en absoluta soledad.

Los pocos momentos en que se permitía dormir lo hacía en la cama de Alèxia. Repasaba sus pertenencias con los dedos, acariciaba cada prenda, recorría los contornos de objetos que, invariablemente, le provocaban imágenes en que la niña se hacía presente con aquellos ojos negros y francos.

Después olía las sábanas y, encogida, tratando de ocupar el menor espacio posible, se abandonaba al sueño con su nombre en los labios. Cualquier ruido en la casa la ponía en guardia, pero la decepción era más profunda después de cada vana esperanza.

Sara le preparaba sopas y traía los alimentos que más le agradaban, pero a duras penas probaba nada. Solo aceptaba la compañía de Narcís, que, abatido e impotente, era incapaz de sostener la mirada de su madre: sabía que al principio contendría una súplica y más tarde exigiría respuestas. Con el paso del tiempo ya no se decían nada. Elvira no podía abrazarlo, ni siquiera compartir sencillamente el dolor que la consumía.

La casa de los Miravall nunca había estado tan sometida al silencio, ni el aire se había convertido en un denso vapor casi irrespirable, ni había vivido en el vacío lacerante que presidía cada salida del sol.

Fuera de la casa todo el mundo hacía comentarios. Narcís se daba cuenta de que la gente murmuraba a su paso. La cuadrilla no se cansaba de preguntar e indagar, siguiendo cualquier pista hasta el final, sin ningún resultado.

Un día, una noticia infligió aún más dolor a todos los que buscaban a Alèxia. El cadáver de una niña había aparecido junto a la playa. Era difícil identificarla por el avanzado estado de descomposición de un cuerpo que debía de contener el germen de la belleza. Narcís Miravall fue llamado para hacer el reconocimiento. No quería que su madre se enterara y se presentó acompañado por el bueno de Pere Ballart.

Unos hombres protegían el lugar de los curiosos y velaban el lúgubre bulto, cubierto con una tela blanca de la que asomaban dos pies pequeños y desnudos. El joven Miravall sintió que las piernas le flaqueaban y temió no poder llevar a cabo su obligación. Pere, tapándose la nariz a causa del irrespirable hedor, lo cogió del brazo y con un gesto anunció a los guardias que estaban listos para examinar el cuerpo. Si en aquel momento un rayo les hubiera caído al lado no lo habrían advertido. Con el corazón pulsándoles en las sienes y los ojos desorbitados, se enfrentaron al horror.

Narcís palideció antes de que las náuseas lo hicieran vomitar. Pere Ballart negó tres veces con la cabeza y cerró los ojos.

—¿Cómo estáis tan seguro? —le preguntó uno de los guardias.

—Su pelo —musitó.

—¿Su pelo?

—Lleva el pelo largo, no puede ser ella. El suyo se lo cortaron, estaba esparcido por toda la casa.

Por la noche, el hijo del mercader no hizo compañía a su madre y, después de excusarse, se refugió en su cuarto. Esa vez la plegaria que cada tarde dirigía a Dios por su hermana tuvo una segunda beneficiaria. Durante mucho tiempo no podría sacarse de la cabeza a aquella niña desconocida.

Un ruido de pasos presurosos escaleras arriba precedió la entrada de Narcís en el desván donde su madre, sentada en un banco junto a la ventana, observaba la calle.

La mujer se volvió rígidamente hacia la puerta. Su mirada reflejaba una mezcla de espanto y esperanza. Con ojos incrédulos, aguardó la información que su hijo venía a comunicarle con tanta prisa.

—¡Madre! ¿Sabes quién ha venido? —exclamó el muchacho con júbilo.

Elvira apretó fuerte el rústico banco y articuló sin voz la única respuesta posible para ella. Al darse cuenta del error a que había inducido a su madre, Narcís quiso que la tierra se lo tragara. Nada lo haría más feliz que anunciar la aparición de su hermana, pero no era esta la noticia que portaba. Impotente, vio cómo su madre, lánguida y vestida de negro, perdía interés y se encerraba de nuevo en su caparazón impenetrable.

Una voz cálida vino a sacarla de su letargo:

—¿Me permite, señora Miravall?

Un atisbo de sonrisa se dibujó en aquel rostro demacrado y opaco. Si las fuerzas se lo hubieran permitido, Elvira se habría levantado para recibir a aquel hombre fuerte y amable, pero no fue necesario: Bernat recorrió la distancia que los separaba y, poniendo una rodilla en tierra, le besó la mano con infinita ternura. A ella le resbaló una lágrima, como una súbita señal de vida en un desierto de dolor. Permanecieron en silencio, dándose mutua compañía, durante un buen rato. En el piso de abajo, los jóvenes reían y Sara daba gracias a su Dios por aquel inesperado soplo de frescura.

Por primera vez en mucho tiempo, Elvira cenó en la mesa con Bernat, Elena y su familia. Los recién llegados no tenían prisa por trasladarse a la casa que Jaume les había reservado cerca de Palau. Narcís sintió un gran alivio al saber que el herrero había aceptado la propuesta. No es posible ocupar el lugar que alguien deja al partir, pero la pena es más llevadera entre amigos, y ellos lo eran, los mejores que se pueden tener y en el momento más complicado.

A la salida del sol, el muchacho acompañó a Bernat al almacén para ponerlo al corriente de todo.

—¡Quién lo habría dicho hace unos años! —exclamó Bernat al ver cómo aquel pequeño ejército de mendigos había crecido en número y en valía.

Uno tras otro se presentaron, dándole la bienvenida al amigo del mercader. Tardó dos días en visitar los obradores, que se habían especializado en todo aquello que enriquecía el negocio del comercio fluvial y marítimo. También hizo una visita al horno de Mateu y Margarida, que parecía ir tirando pese a la carestía de grano.

Aunque la hermana de Elvira la visitaba a diario, no era capaz de influir en su ánimo y eso la preocupaba. Ella también se sentía afligida por la extraña desaparición de Alèxia y se preguntaba si habría podido hacer algo para impedirlo. Sí, tal vez no había estado lo suficientemente atenta…

Hacia la tarde del tercer día, Bernat fue a su antigua forja. ¡Cuántos recuerdos! El polvo cubría los martillos, las tenazas, el yunque y la fragua, todo parecía sumido en un sueño intemporal a la espera de cobrar nueva vida entre las hábiles manos del herrero.

Sin prisa, recorrió la humilde estancia del piso de arriba. Apartó las telas que protegían la cama y una mesa algo tronada que nunca tuvo tiempo de reparar. Todo parecía pertenecer a un sueño. ¿O quizás era el tiempo transcurrido en Valencia lo que le parecía irreal? ¡No! Bernat no era de los que reniegan de su pasado o se acobardan cuando el presente les planta cara. Con decisión, cerró otra vez la puerta y se encaminó a casa de los Miravall.

Hacía un día plácido y el mar estaba en calma. Unos barqueros jugaban a los dados en la arena y las gaviotas graznaban en vuelo rasante. No había ningún barco fondeado en las Tasques y la ciudad parecía abandonada a su suerte. Solo un martilleo acompañaba su deambular. Bernat sabía su procedencia, todo el mundo hablaba de ello.

Detrás de las humildes cabañas de los pescadores se perfilaban unas paredes que desgarraban el azul del cielo como un canto de esperanza. Siguiendo el ruido que hacían los picapedreros, se encontró a los pies de la nueva edificación. Santa María del Mar se perfilaba con elegancia delante de él.

Boquiabierto, admiró las arcadas suspendidas en la nada, los contrafuertes arraigados con vigor en las mismas entrañas de la tierra. Un enjambre de gente variopinta rodeaba la construcción. Bernat sintió que viejos, jóvenes y criaturas se ponían a cubierto bajo el mismo refugio en aquellos momentos difíciles, como si de alguna manera convirtieran la iglesia en el corazón de la ciudad.

Mientras continuara aquel latido, Barcelona no moriría y ellos serían sus verdaderos artífices.