Capítulo 10

Barcelona, otoño de 1321

La ausencia de Jaume modificó la rutina en casa de los Miravall. Era la primera vez que se marchaba lejos desde que los niños habían llenado su vida con carantoñas y papillas. Las dos hermanas repartían su tiempo en cuidar de las criaturas y en hacerse cargo del pequeño almacén que habían alquilado.

El local estaba al final de la calle Vigatans, donde se amontonaban los suministros a la espera de la ocasión más propicia para liarles salida. Aquellos sobrantes, mercancías desechadas por no satisfacer las expectativas de un comprador exigente, también se utilizaban a menudo como moneda de cambio por el trabajo hecho. Tanto daba que se tratara de reparar una barca como de abastecer de agua una galera.

Unos fardos de lana, producto de una embarcación venida de Mallorca, esperaban ser entregados a los tejedores y tintoreros. Jaume se reservaba su comercialización. Decía que era un buen negocio; de hecho, solía ver posibles negocios en las operaciones más inverosímiles. Nadie podía negar que tuviera buena vista y bastante habilidad para olfatear todo aquello que oliera a dinero.

Elvira sabía que saldrían adelante, pero no siempre estaba satisfecha con la vida que llevaban. Cada vez se encontraba más sola. Cuanto más crecía el negocio de su esposo, más lejos lo sentía. La aterrorizaba la idea de haber dejado de serle útil, de quedarse confinada entre aquellas cuatro paredes que se le caían encima día tras día. Su hermana, siempre pendiente de las tareas de la casa, no acababa de entender sus preocupaciones.

—Es un buen hombre, Elvira. ¡Te quiere! Te ha dado un hijo y gana lo suficiente para sacar a la familia adelante. ¿No es lo que querías? ¿No es lo que perseguíamos cuando salimos de Reus? —le preguntaba por la tarde, cuando los niños ya dormían en el lecho que compartían con Margarida.

—Ya lo sé, ya lo sé… Pero su actitud ha cambiado. Ya no pasamos horas hablando como antes. Se sume en todos esos libros y documentos que no entiendo y sueña con viajes lejanos, ¡viajes imposibles! Es demasiado ambicioso y a veces pienso que eso nos pasará factura.

—Cuando lo conociste decías que era diferente, que pisaba la tierra pero miraba siempre al cielo. ¿Lo recuerdas? ¿No es eso lo que te enamoró, Elvira?

—Yo era muy joven, quería ver mundo…

—¡Aún eres joven! ¡No han pasado ni dos años!

—¡A mí me parecen dos siglos! Y este niño…

Margarida calló. Bien sabía que la presencia de Abelard era una causa importante de su inquietud. Intentaban no hablar de él. Eran muy escasas las ocasiones en que Elvira le dedicaba algún gesto de ternura al infante.

—Tú tampoco te lo crees, ¿no?

—¿Qué es lo que no tengo que creer? ¿Que lo encontró? ¡Tanto da! ¿Qué podía hacer? Está aquí, y nadie puede negar que es una criatura preciosa.

—¿Quieres que te cuente un secreto, hermana?

Margarida asintió con la cabeza y la miró con dulzura.

—A veces lo observo de arriba abajo por si le encuentro algún parecido, ya me entiendes. Esa piel delicada, los ojos…

—No te atormentes, hazme caso. Con los hombres no hay nada que hacer, o los aceptas como son o más vale que te encierres en un convento. Yo no tuve tu suerte…

—Siempre dices lo mismo, hermana —interrumpió Elvira, y tras una pausa añadió—: Perdona, tienes razón. No tengo ningún derecho.

Margarida no respondió, pero su semblante se entristeció. Era viuda desde hacía cinco años. Sus padres la habían casado con un hombre veinte años mayor que ella. Solo tenía quince cuando se quedó embarazada de su único hijo. El niño nació muerto y estuvo a punto de costarle la vida. Nunca podría tener otro, y eso le había supuesto golpes y humillaciones soportados en silencio. Al morir su marido, comprobó que la había desheredado y se encontró en la calle.

Elvira, sabiendo que podía abrir heridas recientes, intentó dar un giro a la conversación.

—Ya basta de hablar de mí. ¡Ahora te toca a ti! Al parecer no le resultas nada indiferente a nuestro vecino Mateu —dijo con picardía—. Incluso se cambia de ropa todas las mañanas. No me extrañaría que cualquier día entrara por esta puerta y te pidiera en matrimonio.

—No sé si tengo ganas de volver a complicarme la vida, la verdad.

—Las cosas no siempre tienen que torcerse. Tiene negocio propio y no le va nada mal. Podríamos charlar de ventana a ventana —añadió con una carcajada.

—No lo sé, Elvira. Sé que hay algo, pero intento darle largas. De todas maneras, no es justo que carguéis conmigo…

—¿Quién carga contigo? Nos eres de gran ayuda. No sé qué habría hecho si no te tuviera a mi lado. No vuelvas a decir eso nunca más, ¡nadie te echará de esta casa!

—Me ha pedido que vaya a conocer a su madre. Es muy mayor y hace tiempo que no sale a la calle.

—Es cierto. Nosotras la hemos visto muy poco y nunca hemos cruzado palabra. Haz lo que más te convenga.

—Ya veremos.

Una lluvia fina iba apagando la tea que quemaba en el enrejado de hierro para iluminar la calle. Margarida encendió la lámpara de aceite, aún no hacía bastante frío para hacer fuego en el suelo. Elvira pensó en su esposo; el agua no lo ayudaría demasiado en su cometido. Se asomó a la ventana, pero la estrecha franja de cielo que se recortaba sobre su cabeza no la tranquilizó en absoluto.

—Quizás en Valencia no llueva —dijo su hermana, pasándole el brazo por los hombros como si le adivinara el pensamiento.

—¡Que Dios te oiga y me lo devuelva a casa sano y salvo! —exclamó Elvira haciéndose la señal de la cruz sobre el pecho.

Tal como preveía, el tiempo empeoró en un santiamén. Rayos y truenos se sucedían a medida que la tormenta se acercaba. Las criaturas no tardaron en despertarse. Sentado en el colchón, Abelard miraba alrededor buscando el origen del estrépito. Narcís, en cambio, lloraba desconsolado en brazos de su madre.

—No pasa nada, pequeño. Es solo un trueno, mamá está contigo. Duerme, mi amor.

Abelard los miraba y se entretenía con las sombras que el movimiento de la mujer dibujaba en la pared. Pasado un rato, Elvira lo escuchó canturreando la melodía que ella entonaba.

—¿De dónde has salido, bichito? —le susurró con un esbozo de risa, quizá la primera que le dedicaba en todo aquel tiempo.

La escasa luz de las velas se diluía entre los resplandores del cielo. De manera intermitente, claridad y oscuridad alternaban en el hogar de los Miravall, y también en el corazón de Elvira.