Capítulo 12

Barcelona, invierno de 1321

Apenas despuntaba el alba cuando Elvira corrió hasta la playa. Había corrido la voz de que la galera en que viajaba Jaume estaba en las Tasques. Lo distinguió enseguida. Caminaba cojeando entre los marineros, tenía mala cara y estaba más delgado. Mucha gente se acercaba a él para pedir noticias sobre familiares o conocidos suyos que vivían en Valencia. También había curiosos que querían escuchar los relatos macabros que solían desgranar los marineros después de un viaje.

El mercader intentaba consolar a los unos y hacer callar a los otros, sin demasiado éxito.

No fue fácil llegar a casa. Mucha gente lo saludaba por la calle, celebrando su regreso. Por un instante pensó que sus actividades se estaban haciendo populares en Barcelona. Margarida se había quedado a vigilar a los niños, aún dormidos, y la saludó con inquietud. A menudo tenía la sensación de que su cuñada sabía más de lo que su actitud, siempre tan solícita y amable, dejaba ver. Ambas mujeres escucharon, con los ojos como platos, el relato de aquel paisaje horripilante que describía el mercader, visiblemente afectado.

—¡Me sentí tan poca cosa, Elvira! La fuerza del agua es incontrolable, lo había arrasado todo. No se apiadó de nada ni de nadie. No puedo imaginar qué hizo esa pobre gente para que Dios los castigara tan cruelmente.

—Ahora debes descansar, Jaume —aconsejaba Elvira mientras le peinaba el pelo hacia atrás y le besaba los ojos enrojecidos.

—No puedo. Ya lo he intentado durante la travesía. Tengo demasiadas imágenes en la cabeza…

—Has hecho lo que has podido. Debes dormir un poco o caerás enfermo.

—No, Elvira. No lo he hecho. ¡Si los hubieras visto! Pensé tanto en ti y en los niños… Vi a un hombre que había perdido a su familia. Se comportaba como un loco intentando remover los maderos, las piedras y los juncos que habían sido su casa. Enfangado hasta el cuello, escupía la sangre seca que le manchaba los labios y gritó el nombre de sus hijos y su mujer hasta quedarse sin voz. Llevaba una muñeca de trapo enganchada en el cinturón. La miraba, lloraba y volvía a gritar. Aún lo oigo… Habría podido ser yo, Elvira. ¿Entiendes?

Entre sollozos, Jaume se fue tranquilizando. Fue como descorchar una botella. Necesitaba dar salida a todo aquel dolor, ponerle palabras, y los brazos de Elvira fueron el mejor lugar para hacerlo. Después besó a los pequeños y dio gracias a Dios, encomendándole la vida de quienes más amaba en el mundo.

—Jaume, no he visto a Bernat —dijo de repente Elvira.

—No lo has visto porque no ha vuelto.

La mujer palideció pensando lo peor. Al darse cuenta, Jaume explicó:

—Se encuentra bien. Bueno, eso quiero creer. Se ha quedado en Valencia para ayudar. Cogió todo lo que llevaba para vender y se puso a hacer vallas, bancos de iglesia, todo lo que hiciera la vida más fácil a los afectados.

—Pero…

—No fui capaz de hacerlo cambiar de parecer.

—¿Y su negocio?

—De momento, su aprendiz se hará cargo de él. No le dio ninguna importancia a la fragua, dijo que allá hace más falta, y seguramente no se equivoca. De todas maneras, buena parte de su decisión obedeció a una mujer que conoció, Elena Guillem. Es largo de contar…

Elvira dejó de escucharlo: cavilaba sobre la posibilidad de que en uno de esos viajes a Jaume le pasara lo mismo. Claro que su situación era diferente, a él lo esperaba una familia: ella, los niños…

Un intenso aroma a pan fresco salió del horno y se coló por la ventana. Elvira aprovechó para distraer a Jaime de los pensamientos que lo angustiaban.

—Por cierto, ¿sabes que Mateu —dijo señalando a la ventana de delante— está más que interesado en mi hermana?

Margarida, que hasta entonces apenas había metido baza en la conversación, observó:

—Bueno, aún me lo estoy pensando.

—¿No le dirás que te ha pedido en matrimonio y que ya te has hecho amiga de su madre? —insistió Elvira.

—¡Vaya, vaya! Si llego a saber que acabaría siendo mi cuñado me lo habría pensado dos veces antes de partirle la nariz.

Los tres rieron mientras los niños despertaban y se sumaban a la fiesta.

La sencilla ceremonia se llevó a término durante la primavera del año siguiente. Jaume, que ya comenzaba a tener cierto renombre en la ciudad, alquiló la Casa de las Bodas. Era un espacio amplio, destinado a celebrar las ceremonias de esponsales, ubicado entre el Pla d'en Llull y el Portal Nuevo. No faltaron flores ni vestidos nuevos para toda la familia. Asistió gente muy diversa.

Entre la concurrencia figuraban algunos de la cuadrilla de mendigos que colaboraban fielmente con el mercader. También asomó la cabeza algún criado de los señores con que comerciaba y muchos conocidos y clientes del panadero. No podían faltar los cotillas que dedicaban el tiempo a hablar de todo lo que sucedía en la ciudad. Era su diversión. Y otros querían ver de cerca a Ximena, la madre de Mateu, a quien algunas malas lenguas calificaban de bruja. Fue la propia Elvira quien intervino cuando dos rapaces le lanzaron una piedra. La mujer, sin decir nada, le sonrió agradecida.

Como cabía esperar, no faltó el pan para todos los invitados y otras especialidades que Mateu cocía en su horno. Las viandas y la fruta también llenaron más de un estómago necesitado. Solo cuando ya había corrido el vino tuvo lugar un incidente desafortunado.

—¡Bien, Jaume, bien! Mira por dónde, hemos acabado formando parte de la misma familia, ¿eh? —le dijo Mateu.

Su aliento apestaba a alcohol y, sentado en el banco, se tambaleaba para no perder el equilibrio.

—Eso parece, sí. Cuida bien a Margarida, es una buena mujer.

—Espero que no tengas ninguna queja. Tú y yo daremos mucho que hablar —añadió con sarcasmo.

—No te entiendo.

—¿No me entiendes o no quieres entenderme, mercader?

—Estás bebido. Si hay algo que hablar, lo haremos en otro momento. Y ahora vuelve con los invitados, que te reclaman.

Mateu rio ruidosamente, mientras miraba a la novia con lascivia.

—Esta cuñada tuya aún tiene las carnes prietas. ¡Son de buena raza, eh!

Jaume no respondió a aquella grosería. Hizo el gesto de apartarse, pero Mateu le cogió el brazo con fuerza.

—No corras tanto, mercader. Tengo que decirte algo que rumio desde hace tiempo.

Ante la expectación de su cuñado, el panadero añadió:

—Sé que te traes algo entre manos. ¡No! No es que te espíe, pero, como bien sabes, estas calles tan estrechas no saben guardar secretos. De todas maneras, no sufras, la familia está para eso, para ayudar.

—No sé de qué hablas —repuso Jaume, molesto.

—¡No encontrarás un socio mejor! ¡Sí, has oído bien, un socio! —repitió Mateu ante el desconcierto de su cuñado.

—¡Has perdido el juicio!

—Amigo mío, tú y yo sabemos que en el mundo hay gente muy mal intencionada. Gente que haría cualquier cosa por dinero y que nos podría dar al traste el negocio…

—Mira, estás borracho y no me apetece continuar con esta conversación absurda.

—¡Pero a mí sí! —exclamó Mateu, poniendo un punto de mala leche en sus palabras—. No te haré perder el tiempo. He bregado como un cabrón para sacar adelante el horno, y las cosas no me van del todo mal. Pero soy ambicioso. ¡Como tú, cuñado, como tú! Ya lo ves, en el fondo no somos tan diferentes. Yo lo quiero todo y sé que tú también. Si unimos nuestras fuerzas podremos conseguirlo. ¿No te agradaría que Margarida viviera como una reina? ¡A tu mujer seguro que sí!

Jaume seguía sin entender.

—Recuerdo muy bien cuando te instalaste en la casa de enfrente —continuó Mateu—. Parecíais gorriones caídos del nido, el hombre bien plantado y las dos hermanitas. ¿Recuerdas que te ayudé a subir el colchón de lana que traíais de Reus? Era lo más valioso que teníais. Ahora ya tenéis dos más y hace tiempo que huelo cómo ahumáis la carne para conservarla. ¡Ya no coméis potaje de garbanzos y acelgas! No, a mí no me engañas, cuñado.

Jaume, harto de escuchar aquella perorata cada vez más incómoda, se levantó de la silla. Elvira, con Narcís en el regazo, no le quitaba los ojos de encima.

—¡Yo que tú no lo haría! Aún no he acabado… —amenazó Mateu.

—¡Déjame en paz!

—No es una buena forma de comenzar una empresa dejar a tu socio con la palabra en la boca.

—¡Escúchame, so animal, ni eres mi socio ni lo serás nunca!

—¿Y si hago público el secreto que me contaste el día de la taberna? ¿Qué pasaría si tu mujer supiera que el bastardo es hijo de Blanca de Clara? Imagino que no sabe que fue el abuelo de la criatura quien te sacó del agujero con sus favores.

—Eres…

—Soy tu cuñado y quiero lo mejor para la hermana de tu mujer. ¿No me has dicho tú mismo que la tratara bien?

Jaume se excusó diciendo que lo reclamaban en la playa para un asunto urgente. Solo Elvira no creyó sus palabras, pero guardó silencio. Cuando había dado unos pasos oyó la voz de Mateu a su espalda, seguida de una sonora carcajada:

—¡Yo que tú me lo pensaría, cuñado!