Capítulo 14

Barcelona, verano de 1323

Mientras Elvira intentaba dar una apariencia de normalidad a su lucha interior, Jaume cavilaba la manera de progresar en los negocios que se traía entre manos. En Valencia no solo había obtenido algo de dinero, también había ganado en prestigio por los buenos resultados. Después de un tira y afloja que había durado un poco, el temido Vicent Rabassa se había dirigido a él como a un verdadero mercader, alguien a quien había que tener en cuenta. Era la primera vez que le sucedía y sabía que estaba en el buen camino, pero también era importante administrar las dos cosas que el destino le había brindado.

El pequeño ejército de mendigos engrosaba sus filas. Día tras día, nuevos hombres castigados por la adversidad se dirigían al que todo el mundo comenzaba a conocer como el señor de los mendigos. Ellos pedían una oportunidad, y Jaume, casi sin proponérselo, ejercía de patrón. De alguna manera, se sentía responsable de ellos.

Aquella tarde de verano transportaba unas mantas compradas en Olot hasta la nave de un mercader que viajaba a Sicilia. A cambio de un porcentaje de los beneficios, las llevaría a la isla para venderlas a buen precio. En el trayecto se le acercó un joven.

—He oído que contratáis gente. Mi nombre es Anton Amat, para servirle.

El mercader lo miró unos segundos. Su aspecto era agradable y en su petición se adivinaba una mezcla de orgullo y súplica.

—Lo siento, tengo más hombres a mi servicio que trabajo para repartir. Quizás en otro momento, Anton.

—Pero yo trabajaría por muy poco… —Tras un breve silencio, bajó la mirada y añadió—: Tengo dos criaturas y otra en camino. Lloran de hambre, señor. Todo el mundo dice que vos…

—De verdad que me agradaría ayudaros, creedme, pero de momento no necesito a nadie más.

Jaume sacó una moneda de la bolsa y se la dio. El joven de pronto se arrodilló a sus pies e insistió.

—No penséis que soy un desagradecido, pero no es limosna lo que busco. Ponedme a prueba, no soy un rufián. Soy un buen pelaire, toda la vida he trabajado con mi padre, pero las cosas se complicaron… ¡Dadme una oportunidad, no os arrepentiréis!

El ofrecimiento de aquel joven hizo surgir una idea en la mente del mercader. Detrás de aquel pequeño ejército de mendigos había historias que desconocía, habilidades que no imaginaba. ¡Los reuniría y los interrogaría! Invertiría parte de su tiempo y algo de dinero en estudiar cómo podía dignificar a aquellas vidas que, a saber por qué motivos, se habían visto abocadas a una situación tan lastimosa.

—Cuando sacas lo mejor de ti, los resultados deben ser buenos por fuerza —comentó en voz baja, para confirmarse a sí mismo lo acertado del razonamiento.

Sonrió al joven pelaire antes de pedirle que al día siguiente, al atardecer, fuera a las Atarazanas, que lo solucionarían de alguna manera.

La veintena de hombres convocados a la cita por Jaume Miravall se miraban con desconfianza. Algunos intentaban adivinar los motivos de la reunión. Muchos opinaban que aquel era el fin, que el mercader los despediría sin miramientos, ahora que se le habían abierto puertas más importantes. Otros escrutaban en silencio a sus compañeros «de oficio» mientras tomaban conciencia de que pertenecían a un colectivo abandonado de la mano de Dios.

Los más desafortunados ni siquiera participaban de estas inquietudes y se dejaban caer en el suelo con el torso desnudo. Aquel julio era especialmente caluroso. La brisa no se dejaba sentir y la humedad se hacía sofocante. El joven Anton esperaba la llegada del mercader apoyado en una de las cuatro torres del amplio edificio amurallado. Vestía mejor que la mayoría y, sorprendido de no ser el único convocado, se preguntaba a qué obedecía aquel encuentro tan peculiar.

La llegada de Jaume hizo crecer el alboroto, pero cuando este tomó la palabra el silencio se instauró como si se tratara de una misa.

—¡Amigos! ¡Un momento de atención, por favor! En primer lugar, querría agradeceros la lealtad que me habéis demostrado. A algunos de vosotros hace años que os conozco, con otros solo hemos coincidido en trabajos puntuales, pero, si Dios quiere, de nosotros depende mejorar nuestra relación laboral.

Un susurro se extendió entre una parte de los convocados, mientras los demás se esforzaban por hacerlos callar.

—Intentaré explicarme —prosiguió el mercader—. Sé que las cosas no os van como quisierais, que la vida juega malas pasadas. He estado pensando…

Esteve y Cesc, un par de niños de unos doce años a quienes Jaume había hecho pequeños encargos en algún momento, estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas sin perderse un solo detalle. El mercader les sonrió y continuó.

—Me agradaría que, ahora que estamos todos, nos presentáramos. Si tenemos que trabajar juntos será mejor que nos llamemos por el nombre. ¿No os parece?

A estas alturas las caras de extrañeza tenían muchas fisonomías y edades, pero eran generalizadas. Todo indicaba que el discurso del mercader iba en una dirección contraria a la que pensaban y los hombres prestaron suma atención.

—Esperad, aún os quisiera pedir otra cosa. Sería bueno que añadieseis de dónde venís y qué sabéis hacer.

Los murmullos se fueron extendiendo en forma de dudas y comentarios que iban de la grosería a la risa, fruto de la inquietud que les suponía aquella pregunta. ¿Qué sentido tenía interrogarles sobre qué sabían hacer, a ellos, que eran la escoria de la sociedad?

—¿Adónde quieres ir a parar, mercader? —dijo un tipo fuerte con cara de pocos amigos y una barba abundante.

—De acuerdo, intentaré explicarme mejor. Podrías comenzar la ronda, Pere. Habrá alguna cosa en la que tengas más habilidad, ¿no?

—¡Si me das una buena moza te lo enseñaré aquí mismo! —exclamó provocando una carcajada general.

Pocos de los presentes habían visto a Jaume Miravall con un semblante tan serio. El crujido de una caja de madera contra las paredes que los congregaban puso fin al revuelo.

—Está bien, os doy un día. Pensad bien en lo que os he preguntado. Nadie está obligado a hacer ni decir nada en contra de su voluntad, pero que quede claro que aquí soy yo quien pone las condiciones.

Ante la perplejidad de todos, Jaume abandonó la reunión. Cuando había recorrido unos pasos, añadió:

—¡Ah! Pere, esa barba apesta. No te vendría mal un buen baño. Aquí —dijo señalando el mar— lavarse sale gratis. Intentad mejorar vuestro aspecto si queréis trabajar conmigo.

Fueron muy pocos los que al día siguiente faltaron a la cita con el mercader. Los hombres iban llegando haciéndose los desentendidos por la apariencia que acababan de estrenar. Entre risas nerviosas se acomodaban, haciendo comentarios sobre los andrajos nuevos que llevaban o el pelo que ya no les tapaba el rostro.

—Yo soy Pere Ballart. —Se había quitado la barba y parecía veinte años más joven—. Vengo de Banyoles. El último trabajo que tuve fue cuidando animales, en unas cuadras próximas a Barcelona. Me echaron después de tres años de trabajar como un mulo. Ni siquiera conseguí la ciudadanía… Pero de eso hace tiempo. No te prometo nada, Miravall. Una cosa es ganar un par de sueldos para llenar la barriga y otra trabajar cada día. Está claro que, bien mirado, el tiempo pasa y… Bueno, que según lo que propongas me lo pensaré. ¡Ya he hablado!

Jaume, visiblemente satisfecho, escuchó las intervenciones de todos. Para la mayoría fue un ejercicio duro, evocar el pasado puede resultar cruel. Habían dedicado mucho tiempo a olvidar, en borrar de la memoria recorridos que no siempre los hacían sentir cómodos u orgullosos. Es cierto que algunos desvelaron muy poco de su trayectoria y, quizá, muchas de las historias tenían poco que ver con la realidad. No obstante, era un primer paso.

Cesc, el más pequeño, abrió la boca con la intención de participar, pero no logró articular palabra. Su mirada nerviosa intentó justificar el silencio y recibió, aliviado, la sonrisa del mercader.

Al acabar, se sentían menos distantes los unos de los otros. Entonces Jaume Miravall explicó su propósito. Harían piña. Juntos sería más fácil salir de aquel pozo. Entre ellos había hombres con conocimientos de oficios diversos: vidrieros, boteros, carpinteros… Otros eran corpulentos y capaces de trajinar tanto peso como los mozos de cuerda. Era imprescindible organizarse, aprender los unos de los otros, encontrar dónde aplicar aquello para lo que estaban preparados. Él los ayudaría.

—¿Y qué sacas tú de todo esto? —preguntó un hombre desdentado que miraba a Jaume con desconfianza.

—¡Una pregunta inteligente, Secali! —exclamó el mercader. Le he estado dando muchas vueltas. Hay un negocio que nos puede beneficiar a todos; ¡si lo hacemos bien, claro! Hasta ahora hemos llevado mercancías de un lugar a otro, buscando colocar los productos sobrantes, pero las ganancias son escasas. Sería muy diferente si compráramos la materia prima y la trabajáramos nosotros mismos para venderla después. Os pondré un ejemplo: en la isla de Sicilia hay una gran cantidad de coral en bruto y no es difícil que las naves lo traigan. Pues bien, si fuéramos capaces de trabajarlo podríamos venderlo al doble del precio de compra en los mercados de Levante.

—Pero nosotros no sabemos…

—Es un ejemplo, Josep. Lo mismo podemos hacer con el cuero de Nápoles o la lana procedente de los Pirineos, si nos organizamos para sacar partido de nuestras habilidades. Cerdeña acabará sometiéndose al rey Jaume, y eso abrirá las puertas a nuevos negocios. El sardo es un buen mercado. Podríamos conseguir cereales, sal y quesos… y colocarlos en las ciudades de Italia a cambio de los productos que necesitemos. ¡Pensadlo! Yo estoy dispuesto a la aventura, pero vosotros decidís si lo hacemos juntos…

—¡Cuenta conmigo, mercader! ¡Estoy hasta el gorro de Massip!

Una voz anónima hizo que todos los presentes se volvieran hacia el mar. El Cojo de Blanes mostraba un semblante satisfecho y un andar decidido. Cuando llegó a la altura de Jaume, le dio una palmada en la espalda con aire paternal, y añadió:

—Será un honor trabajar a tus órdenes. ¡Sí, señor!