Capítulo 18

Elvira sintió una punzada en el pecho al enterarse de que Abelard acompañaría a su padre en el viaje a Alejandría. Aún no era capaz de poner nombre a aquella sensación, pero fue la causa de que su actitud cambiara. En aquel enredo de emociones había un cierto sentimiento de culpa y también celos.

A pesar de haber escogido un camino tan alejado de los intereses de su padre, Narcís no lo había decepcionado. ¿O era lo que ella quería creer? Si no era así, ¿por qué sentía que Abelard, nacido de una relación prohibida y pecaminosa, ocupaba el lugar que había soñado para su propio hijo?

Elvira había deseado más de una vez que el destino se llevara lejos al niño que había venido a romper la armonía de su hogar, casi quince años atrás. Pero no había previsto que se marcharía acompañando a su marido. Cuando los veía juntos, compartiendo intereses, riendo, hablando de sus cosas, se le revolvía el estómago. Se sentía excluida. Parecían formar un mundo aparte y ahora, en aquel viaje maldito, estrecharían el círculo.

No obstante, Elvira lo quería. No habría podido ser de otra manera. Aquel joven de piel blanca y ojos claros se hacía querer por cualquiera que lo conociese. Ella aún soñaba con aquel episodio innombrable: Abelard era solo un niño cuando ella había estado a punto de ahogarlo. Nunca se había sentido tan mezquina. Estaba segura de que aquel recuerdo abominable era un castigo del Señor por su pecado, Su manera de imponerle una penitencia por su culpa. El diablo había esculpido con fuego aquellas imágenes para torturarla.

—¡Cuánta maldad anida en nuestro corazón! —exclamó en voz baja mientras arreglaba un ramo de margaritas que le había hecho traer a Sara.

Ante la posibilidad de perderlo, Elvira intentaba poner paz en su conciencia. Alèxia observaba cada gesto amable de su madre, era la única que se tomaba la molestia de hacerlo. El resto de la familia iba de aquí para allá, todos sumidos en sus propias preocupaciones.

Había otra persona que la preocupaba y, de alguna manera, se sentía responsable de ella. Tal vez el viaje de su esposo le daría la oportunidad de ayudarla…

—Jaume, sabes que nunca te pido nada para mí, de hecho tengo todo lo que necesito y la vida me ha tratado bastante bien.

El mercader la escuchó, atento. A continuación de aquella introducción vendría el fruto de días y más días de inquietud. Elvira era así. Jaume dejó sobre la mesa los papeles que estaba estudiando y, después de levantarse, le buscó los ojos mientras con la mano le subía la barbilla.

—¿Qué pasa? ¿Qué te preocupa?

—Tengo un nudo en el estómago, Jaume. Pero no es de eso que te quiero hablar. La que me preocupa es Margarida.

—Siempre hemos ayudado a tu hermana. Sabe que esta también es su casa, y no le faltará nada.

—Ya lo sé, pero no es fácil para ella, no puede abandonar a Mateu, la necesita. Solo no saldrá adelante. He pensado… —Hizo una pausa y tragó saliva. Como si no se atreviera a poner palabras a su petición, prosiguió—: Quería pedirte… ¿Por qué no buscas un nuevo horno para Mateu? Estoy segura de que si puede volver a trabajar en su oficio, aunque nosotros tengamos que pagarle temporalmente el alquiler, las cosas serían más fáciles para ellos.

—Pero, mujer, ¿qué esperas que haga Mateu con un nuevo horno? ¡Se lo jugaría a los dados mientras nosotros pagamos la renta! Además, es absurdo: no hay suficiente grano para moler, bien que lo sabes.

—He pensado… —añadió tímidamente Elvira.

—¿Qué has pensado?

—Que podrías darle trabajo —respondió con escasa convicción.

—¿Trabajo? ¿Has perdido el juicio? ¡Es un rufián!

—¡No siempre lo ha sido, Jaume! Hazlo por mí —suplicó la mujer apretándole la mano—. Hazlo por el recuerdo de su madre, Ximena, que en el cielo esté.

—A ver, vamos poco a poco. Imagina por un momento que accedo. ¿Qué rumias?

—El otro día os oí hablar de que necesitabais abasteceros de forment para la travesía. Él podría encargarse del pedido. Es un trabajo seguro y bien pagado, ya no tendría que ir mendigando arriba y abajo…

Jaume no podía negarse. Ante las súplicas de su mujer, no tuvo valor de alegar que aquel hombre no se lo merecía. Era un ser ruin, incapaz de hacer nada por los demás. Distendiendo el rostro, le pasó la mano por el pelo y dijo:

—Me encargaré de que así sea.

Elvira soltó un suspiro y le besó la frente. Después de darle las gracias una vez más, salió corriendo.

—¿Adónde vas?

—¡A decírselo a Margarida!

—¡Espera!

—¿Qué pasa? —preguntó ella desde la puerta.

—Ya lo harás mañana. Es tarde, y los callejones no son seguros. ¿Qué tal si hoy lo celebramos los dos solos? —propuso el mercader con tono pícaro.

Elvira se acercó a su marido con pasos cortos, como pensándoselo. Él la condujo de la mano hacia el dormitorio y ella le hizo un gesto a Sara, que esta interpretó perfectamente. La esclava se ocuparía de la cena y los niños.

Hacía tiempo que no hacían el amor, demasiado tiempo. Aquella vez tampoco fue una hoguera que arrasa con todo en pocos minutos, sino más bien el encuentro de dos cuerpos conocidos que se complementan. Las caricias que se prodigaron en la cama no iban en busca de itinerarios desconocidos, ni estaban sometidas al miedo o la curiosidad, pero irradiaban la calidez de quien se sabe en casa.

Después, Elvira observó dormir a su marido, antes de caer rendida. Aprovechó para olerlo. Lo hizo largamente, como si quisiera retener dentro de sí aquella fragancia, el efluvio que le permitiría vivir durante su ausencia.

No era habitual que Elvira canturreara mientras ordenaba la casa, quizá por eso su hija se le acercó.

—Buenos días, mamá. ¡Qué bien huele el espliego del jardín!

—¡Sí, tienes razón! ¿Sabes cómo lo llamaba la yaya Pepeta?

—No, no sueles hablarme de la yaya. ¡Solo sé que de joven trabajaba en la recolección de avellanas y que hacía un menjar blanc buenísimo!

—Ya no hay mujeres como ella —sonrió Elvira visiblemente satisfecha—. Al espliego lo llamaba lavanda, y siempre tenía un ramito en casa. Te lo podías encontrar en la cazuela o en una infusión. Tanto daba si te dolía la cabeza o la garganta, o si no podías dormir. ¡Las flores lilas aparecían en un vaso de agua caliente y había que zampárselas!

—¡Caramba!

—También preparaba ungüentos para las quemaduras o las picaduras, o para hacerle friegas al abuelo Magi cuando venía de trabajar quejándose de la espalda.

—Tú sabes preparar colonia, ¿no?

—Sí. ¡De pequeña te encantaba! ¡Si quieres te enseño!

—Otro día, mamá. Te alegras de que el tío volverá a tener un horno, ¿verdad?

—A ti no se te escapa nada, ¿eh?

Alèxia sonrió con expresión traviesa.

—Dice Abelard que harán forment. No me he atrevido a preguntarle qué son para que no piense que soy una boba. ¿Tú lo sabes?

Elvira se alegró de poder instruir a su hija acerca de algo que consideraba de provecho, más teniendo en cuenta que no solía mostrar interés por casi nada provechoso.

—¡Claro que sí! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. El forment es el producto básico de las embarcaciones que pasan muchos días en el mar —repitió lo que le había oído decir a su esposo.

—Pero ¿qué es? —preguntó Alèxia, sentándose en el banco.

—Pues es un pan hecho con una harina elaborada para durar mucho tiempo. Antes de comerlo hay que remojarlo.

Alèxia hizo una mueca que provocó la risa de su madre.

—¡Ojalá que todos los que pasan hambre la tuvieran, hija! Desde luego, tu padre comerá del bueno.

—¿No es todo igual?

—No. La marinería come forment cru y el capitán, los oficiales y tu padre forment blanc.

—¿Abelard también?

—Sí, no sufras, Abelard también.

No todo el mundo entendió que, a pesar de la carestía, se utilizara el escaso grano llegado al puerto para la empresa que ocupaba al mercader. Pero Jaume Miravall jugó bien sus cartas dando trabajo a mucha gente, y así apaciguó los ánimos. El proceso de fabricación del forment era largo. Antes de cocerlo, había que moler el grano y amasarlo. Un molino de la ciudad se había puesto en marcha con ese fin; los arrieros iban arriba y abajo escoltados, para evitar alborotos. Una lucecita de esperanza iluminó los hogares de algunos ciudadanos.

Pero la crisis agudizaba el ingenio y no siempre con buenos métodos. Estaban los que querían sacar partido a cualquier precio y pronto provocaron que se dictara una nueva disposición. Los consejeros hicieron saber que los responsables de mezclar desechos, paja o fango con el candeal, la cebada o cualquier otra clase de trigo, serían severamente castigados. También prohibieron amasar pan con harina de arroz, sola o mezclada con otro cereal, si este se hacía para su venta.

El otoño pasó en un santiamén y, con la misma celeridad, también el invierno. La energía desplegada por todo aquel que tenía algo que ver con la expedición a ultramar mitigó el intenso frío que, juntamente con el hambre, tenía a Barcelona sumida en el letargo.

En casa de los Miravall nunca se había visto tanta actividad. Abelard estaba loco de alegría y estudiaba una y otra vez las cartas de navegación con Alèxia, que no se perdía detalle. Jaume daba órdenes, organizaba las compras y las ventas que llevaban a término sus hombres, firmaba letras de cambio y cerraba tratos. Narcís iba a la suya, sin tener que dar demasiadas explicaciones. Su maestro había recibido un encargo real. Alfons III había solicitado sus servicios y él también había sido invitado. No se lo podía creer, ¡iría a la corte acompañando a Ferrer Bassa y su hijo Arnau!

Elvira se ocupaba de todo lo que le parecía que podían precisar en alta mar, sin hacer demasiado caso de las observaciones del mercader.

—¡Tanto da que haya un médico a bordo! Coge este ungüento por si lo necesitas. Los galenos lo arreglan todo con una sangría…

Estas y otras recomendaciones menudeaban en las conversaciones durante las comidas. Jaume la dejaba hacer y vigilaba muy de cerca el forment que Mateu ya estaba preparando.

Por fin llegó el gran día. Fueron muchos los que, de madrugada, se reunieron en la explanada de Framenors para despedir la expedición a Oriente. Era un domingo de febrero de 1335. El cielo estaba cubierto y el desplazamiento de las nubes bajas, que el viento empujaba mar adentro, anunciaba tormenta. En la arena, embozados en gruesas capas o cubiertos con mantas, familiares, amigos y curiosos abrazaban o deseaban buena suerte a los viajeros. Elvira y Narcís hacían de tripas corazón, Alèxia prefirió no acudir. Se despidió de su padre y Abelard en la puerta de casa y, sin mirar atrás, desapareció escaleras arriba.

Gritos, lágrimas y donativos de mujeres piadosas se sucedieron hasta que llegaron a las pequeñas barcas que los llevarían a la coca Sant Climent. Aquella nave panzuda que se balanceaba en las Tasques sería su hogar durante muchos días y muchas noches.

Alguien los contemplaba desde lejos. Una silueta esbelta se recortaba en las almenas de la torre Nueva, una galería sobre el mar a la que no todo el mundo tenía acceso. Nadie vio las lágrimas deslizándose por sus mejillas, nadie oyó la voz rota con que encomendaba a su hijo, y al amor de su vida, a la Virgen. Blanca de Clarà era solo un espectro que, aprovechando el primer trueno, soltó el grito que la ahogaba.

Camino de la coca, meciéndose en la barca, un escalofrío súbito recorrió el espinazo de Jaume Miravall.