Capítulo 5
Barcelona, otoño de 1321
Cuando Jaume echaba la vista atrás le parecía imposible haber sobrevivido a aquel invierno. El recuerdo lo llenaba de satisfacción. Veía crecer a aquellos chiquillos que ya contaban diez meses y se sentía feliz, a pesar de haberse hartado de trajinar mercancías desde la playa hasta las principales calles de la ciudad. En todo caso, había trabajado duro. Compraba y vendía sacos de algodón, de azúcar y de pescado, incluso de azafrán. También intercambiaba los productos más exóticos, como el gran huevo de avestruz recibido por un servicio y que le había permitido comprar trigo para alimentar a su familia.
Jaume Miravall era respetado por todos y, a pesar de que algunos se reían de su afición a la lectura, lo admiraban en secreto. Dedicaba a los libros el poco tiempo que le quedaba después de sus negocios y ya había visitado en diversas ocasiones a aquel judío recomendado por el señor de los Cervello.
Hasta muy entrado el otoño no recibió el encargo que esperaba desde el nacimiento de Abelard. Dalmau Clara, la persona a la cual había encomendado su futuro, quería verlo. Uno de los criados del noble se lo hizo saber con discreción cuando se disponía a iniciar otra jornada agotadora. El corazón le dio un vuelco y dio gracias a Dios en silencio. Después de excusarse ante sus hombres se dirigió hacia la calle Monteada. Cuando había caminado unos pocos metros tomó conciencia de su aspecto. Afortunadamente llevaba la camisa nueva, pero las medias estaban zurcidas. Corrió a la herrería de su amigo Bernat.
—¡Déjame la chaqueta!
—¡Eh, eh! ¿A qué vienen estas prisas?
Jaume se aproximó mirando hacia todos lados para asegurarse de que nadie lo escuchaba.
—No hagas ningún gesto que pueda comprometerme —respondió en voz baja—. Dalmau Clarà me ha mandado llamar. Ya te dije que era un hombre de palabra.
—Pero ¿sabes de qué se trata?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Sea lo que fuere, quiero causarle una buena impresión. Llevo meses esperando este momento. ¿No lo entiendes?
—Sí, claro, pero…
—Bernat, no puedo ir a casa a cambiarme. Elvira haría preguntas. Necesito tu chaqueta. ¡Ah! Y unas medias nuevas.
Bernat vivía encima de su propio negocio en la calle Regomir, muy cerca de la playa. Se pasaba el día picando hierro para forjar espadas, rejas y herraduras, o reparando herramientas del campo. Los dos amigos subieron a toda prisa e instantes después el mercader presentaba un aspecto muy diferente.
—Volverás para contarme, ¿no?
—En cuanto sea posible, amigo.
Una palmada en el hombro acompañó la complicidad que siempre habían tenido. De hecho era el único amigo en quien podía confiar de verdad, el único depositario de su valioso secreto. Él le había comprado aquel pequeño sobrante de llaves, el primer negocio que había hecho en el puerto.
A partir de entonces siempre había encontrado en él un aliado. Bernat le facilitaba los contactos, lo ponía al corriente de las principales operaciones que se celebraban en la ciudad y le advertía sobre los personajes más hoscos y peligrosos. Poco a poco se consolidó entre ellos una amistad sin fisuras.
Antes de adentrarse en aquella casa de la calle Monteada propiedad de los Clarà se pasó la mano por el pelo para domar el flequillo negro que a menudo le caía sobre los ojos. Después hizo la señal de la cruz sobre el pecho y respiró hondo delante de aquel palacete. Contempló con curiosidad la fachada, preguntándose cuál de sus estancias sería el cuarto de Blanca, pero, salvo la balaustrada del tercer piso, el resto de las ventanas eran idénticas.
Un criado de piel oscura y torso musculado, bien vestido y de formas correctísimas, lo esperaba en la puerta con la orden de acompañarlo al interior. Jaume lo siguió con la espalda recta y andares dignos. Subieron la escalera que nacía en el patio interior y llevaba al primer piso. En el corredor encontraron cuatro puertas más, pero las pasaron de largo. En la segunda planta había un pasillo largo decorado con tapices. El criado lo hizo pasar a un cuarto para que esperara a Dalmau.
Jaume Miravall nunca había pisado unas baldosas como las que cubrían aquel suelo, pero lo que más le impresionó fue el estandarte que presidía la habitación. Se trataba de un tejido rectangular de fondo rojo, un león ocupaba el espacio central, con un águila y un castillo en cada lado. El mismo motivo aparecía pintado sobre los cinco cofres repartidos por la estancia. Con discreción, siguió paseando la mirada por el cuarto, como un niño que teme ser descubierto. El sol entraba a raudales por un gran ventanal, tamizado por una tela transparente que caía con cuerpo, como si estuviera tratada con cera o resina. Jaume nunca había visto esa clase de tela.
De una pared colgaban dos espadas cruzadas. Sobre la mesa descansaba una pila de libros que no se atrevió a tocar. Uno era especialmente grueso y supuso que era de cuentas, por la semejanza con otros que había visto a los señores que frecuentaba. A su lado había dos tinteros y una bacía de porcelana con polvo para secar la tinta.
El lugar le había despertado tanto interés que la llegada de Dalmau le pasó inadvertida.
—Buenos días.
—Señor —fue lo único que acertó a responder.
El padre de Blanca lo invitó a sentarse indicándole un banco lujosamente tapizado. Él escogió una silla de cuero con un cojín de seda roja. Dejó sobre la mesa los documentos que traía bajo el brazo y lo miró a los ojos.
—Soy un hombre de palabra y tú me has demostrado que también lo eres. Ha pasado suficiente tiempo para tener la certeza de ello. Te he hecho vigilar y me consta que te ganas bastante bien la vida. Tienes ingenio y trabajas duro.
—No me puedo quejar —comentó escuetamente el mercader.
—La verdad, no pensaba que… el niño… —dijo tras una pausa, como si hubiese buscado la palabra más adecuada—. En fin, no imaginaba que el pequeño saldría adelante. Pero, según me han informado, ya casi camina y tiene buen aspecto.
—Así es, señor. Abelard es un niño sano y risueño. Si alguna vez quiere verlo…
Dalmau Ciará no respondió al ofrecimiento, pero hizo un gesto de extrañeza al oír por primera vez el nombre de su nieto. No se le había ocurrido ese detalle, aunque se guardó mucho de hacer pregunta alguna. No quería saber de pormenores. Apretando los puños, dijo entre dientes:
—Siempre que he pensado en él me he arrepentido.
—¿De que, señor? —se atrevió a inquirir Jaume.
—¡Nunca debería haber nacido! Nos habríamos ahorrado muchos quebraderos de cabeza.
El noble se levantó y aún dijo algunas palabras de espaldas a Jaume, al parecer mirando por el ventanal.
—No quería poner en peligro la vida de mi única hija. No sería la primera que muere en el intento de quitarse una criatura. ¡Debería haber mandado que lo ahogaran apenas nacido! El error fue permitirle que lo tuviera en brazos.
Dalmau Clara se aclaró la garganta para evitar que se le rompiera la voz. Tras una pausa, volvió a la silla.
—Bien, el daño ya está hecho —zanjó—. Aunque negaré ante quien sea que ese niño es mi nieto, te dije que intentaría ayudarte a sacarlo adelante y así lo haré. Mi hija ha aceptado casarse con Gonçal de Llória, almirante de la flota real. Pero antes quisiera terminar con esto.
Ahora fue Jaume Miravall el que notó la boca reseca.
—Te seré sincero. No te perdono el alboroto que causaste en esta casa, ni la conmoción que hemos vivido desde entonces, pero te ayudaré. Eso sí, una única vez.
—Señor…
—¡No, déjame acabar! Te haré un encargo. Si lo llevas a término con éxito se te abrirán muchas puertas. Te proporcionará un prestigio suficiente para hacerte sitio entre los mercaderes más destacados de la ciudad. Es lo que deseas, ¿no?
Jaume asintió con la cabeza. El recuerdo de la promesa en la playa le iluminó la mirada.
El noble le acercó los documentos. Durante un momento, la mesa que los separaba no pareció un obstáculo insalvable. Jaume tuvo la sensación de que en el gesto de Dalmau Ciará había respeto, más del que se utilizaba para hacer caridad o saldar una vieja deuda. Cogió los documentos y les echó un vistazo.
—¿Sabes leer? —preguntó con cierta incomodidad el noble.
—Por supuesto —respondió Jaume mirándolo.
—Mejor así. Sé de buena fuente que Valencia ha padecido una fuerte riada. Según las noticias que me llegan, la situación es del todo caótica. El río se ha llevado los puentes de los Catalans, de los Serrais y también el del Real. Los muertos se cuentan por centenares. Como puedes imaginar, la población carece de muchos productos de primera necesidad. Este es el informe que he pedido. También encontrarás los permisos necesarios, el contacto y el dinero para tus gastos. Tienes total libertad para hacer lo que estimes conveniente, pero si te mueves con rapidez serás el primero en proveer de lana y tejidos al hospital y las casas acomodadas de la ciudad —concluyó.
—Le estoy muy agradecido —dijo el mercader.
—No hay nada que agradecer, ni nada más que hablar. Quedamos en paz. Tú y yo no nos conocemos, ni tendremos ninguna relación en el futuro. ¿Aceptas, pues?
Jaume Miravall sintió un nudo en el estómago. Aquella oportunidad era lo que siempre había deseado y ahora la tenía al alcance, solo debía asentir y ponerse manos a la obra. No obstante, algo lo detenía. Desde el comienzo tenía claro que la relación con Blanca era imposible, pero en sueños aún lo llenaba de inquietud el tacto de su piel inmaculada.
—¿Algún problema? —preguntó Dalmau Ciará, a la espera de la respuesta.
—No. He entendido perfectamente.
—Me alegro.
Sin cruzar más palabras, Dalmau Ciará llamó al criado que había conducido al mercader hasta allí. Con los papeles en la mano, Jaume deshizo el camino en su compañía. Una joven sirvienta le salió al paso antes de abandonar la casa.
—Mi señora me ha dicho que lo espera en la fuente Nueva —le dijo y se alejó.
Jaume la miró marcharse deprisa en la dirección contraria mientras el pulso se le aceleraba sin remedio.
Una vez que la puerta se cerró detrás de él, guardó los documentos bajo la chaqueta y se apoyó en la pared. Hacía un día agradable. En aquella calle se construían grandes mansiones y el sol tibio del otoño la agraciaba. Él también dejó que le acariciara el rostro y después marchó en dirección opuesta a la Ribera.
La calle de la Llana, que debía recorrer de punta a punta, bullía de actividad. Las mujeres preparaban el mercado de la lana hilada que tenía lugar los sábados por la mañana. A Jaume y Elvira, cuando llegaron a Barcelona, les agradaba pasear por allí. A un lado de la plaza se ponían las hiladoras; en el otro, los revendedores. De esta manera se podía decidir si se compraba directamente a la productora o bien a un intermediario.
No era el mejor momento para los recuerdos. Apretó el paso hasta la plazoleta de Marcus para enfilar la calle Corders. El portal Nuevo estaba cerca. En aquella zona se elaboraban las cuerdas de esparto tan necesarias para los barcos y el olor era muy intenso. La vio en cuanto levantó la mirada.
¡Dios mío, qué bonita era! Ya no sentía nada, cada vaho extraño lo perturbaba. Solo el latido de su corazón en las sienes y la torpeza que imprimió a los últimos pasos. Blanca sonrió al verlo tropezar contra una piedra. Sus dieciocho años le conferían una mezcla de inocencia y lujuria que cautivaba irresistiblemente. En cada gesto, su seductor aroma se desplegaba como el más hermoso hechizo. Iba acompañada por una esclava que, obedeciendo el gesto de su señora, desapareció con discreción.
—¡Has venido! —dijo Blanca cuando Jaume se encontraba a dos palmos.
Él solo abrió la boca para exhalar el aire de una respiración agitada, más por el deseo que por el trayecto caminado.
—Quería verte. Necesitaba verte antes de… —añadió la muchacha y se interrumpió. Solo el rumor de la fuente se atrevió a romper el silencio. Después, como quien coge carrerilla, dijo—: Me caso.
—Eso me han dicho —respondió Jaume, bajando la mirada.
—Te quiero —añadió Blanca mientras con la mano le levantaba la barbilla, buscando de nuevo aquellos ojos negros como el carbón.
Jaume sintió un escalofrío por todo el espinazo. Con voz trémula, articuló unas pocas palabras:
—Blanca, no puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser, que te quiera? ¿Eso es lo que no puede ser? —replicó ella levantando la voz.
—Por favor…
Jaume miró a ambos lados por si alguien había reparado en el gesto de Blanca. La fuente Nueva estaba muy cerca de los huertos y no había nadie en las proximidades. Pero todas las precauciones eran pocas.
Por indicación del joven, dieron unos pasos en dirección a los campos cultivados. El naranja de las calabazas se mostraba insultante sobre la tierra color chocolate. De nuevo fue ella quien tomó la palabra.
—Está bien, ya veo que no es un tema que te interese demasiado. De acuerdo, es cosa mía. Pero no te escabullirás de mí con tanta facilidad, Jaume Miravall. Tenemos un hijo en común, ¿recuerdas?
—¿Te has vuelto loca? Baja la voz o tendremos problemas.
—¿Tendremos problemas, dices? ¡Ya tenemos problemas! Me caso, ¿lo oyes? Me caso y te quiero. —Y rompió a llorar.
Él intentó abrazarla.
—No, Jaume. Aquí no —murmuró haciendo el gesto de apartarse—. Quería agradecerte que te hayas hecho cargo de nuestro hijo. Me agradaría verlo.
—Tiene tus ojos y tu piel, Blanca. Es rubio como el oro y cuando sonríe… cuando sonríe, amanece —añadió el mercader, suavizando la voz.
—¿Qué nombre le has puesto?
—Abelard.
—¿Abelard? ¿Por qué?
—Recordé una historia que de pequeño me contaba mi yaya. El héroe del cuento tenía este nombre; ella aseguraba que significaba «hijo fuerte».
—¡Hijo fuerte! —repitió Blanca—. ¡Me agrada! Fuerte y valiente, lo que nosotros no hemos sido.
—¡No digas eso, Blanca! ¿Qué podíamos hacer? Yo no soy nadie y además…
—Además ya estabas casado y tu mujer también esperaba una criatura. Por eso no quisiste huir conmigo, ¿verdad?
—¿Huir? ¿Adónde querías ir? ¿De qué habríamos vivido? ¡Tu padre nos habría encontrado incluso debajo de las piedras! ¿No lo entiendes? ¿Aún no lo entiendes? ¡Lo nuestro es imposible!
Blanca echó los hombros atrás. A pesar de su figura delicada, nada en su persona denotaba fragilidad. Quitó el polvo de su largo vestido color berenjena y sacó un pañuelo del cinturón que le ceñía la cintura. Se secó una última lágrima.
—¡Pobre Jaume!
Aquella mezcla agridulce acabó de trastornarlo. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, la muchacha le dio un cálido beso en los labios y, sin mirar atrás, se alejó calle abajo.