Capítulo 5

Barcelona, primavera de 1340

Iniciar la primavera sin flores en las habitaciones resultaba insólito en el palacete de los Miravall. Incluso Narcís, que había regresado de unos meses en Italia admirando la obra de Giotto, notó su ausencia al regresar del viaje. Distribuir ramos por los rincones del hogar había sido una costumbre de Elvira. La casa de la calle Vigatans siempre olía a romero, retama y tomillo, según las estaciones. La mujer del mercader las iba a buscar a la montaña; tanto daba que llegara con los brazos y las piernas arañadas, siempre regresaba feliz. Desde que vivían en Banys Veils, Sara se encargaba de comprar ramilletes en el mercado. Elvira, harta de oír refunfuñar a su hija, para complacerla a veces iba con ella. La pequeña, antes de decidirse, tenía que olerías todas; la conocían en cada uno de los puestos y los campesinos y campesinas la llamaban por su nombre.

Pero eso era el pasado, un tiempo sin duda más feliz. Ahora, Alèxia ya no pensaba demasiado en las flores, absorbida por su relación con Abelard, que era como una estación de paso; se esforzaba por dejar atrás el invierno para llegar al verano. Su amor se hacía cambiante, convulso, con temperaturas que oscilaban a lo largo del día… y la noche. Tan pronto tocaban el cielo con la punta de los dedos como descendían al infierno empujados por la culpa.

Jaume Miravall vivía enfrascado en sus negocios, mientras el pelo le blanqueaba cada vez más. Difícilmente pasaba por el almacén donde Abelard lo había relevado. En ocasiones, y siempre al atardecer, se le veía pasear a solas por la playa; muy esporádicamente, se dejaba caer por el obrador de Bernat. La compañía con Cervello era un negocio que ya dominaba al dedillo y podía gestionarlo sin moverse de su escritorio. De la rentabilidad de la malvasia se había encargado Abelard desde el primer momento; se lo había tomado como un reto personal y tenía grandes proyectos al respecto.

—Cada día tienes un olor diferente, pequeña —le dijo el joven a Alèxia.

—¿Cuándo dejarás de llamarme así? —repuso ella, divertida, mientras de puntillas intentaba ganar unos dedos de altura.

—¡Nunca! —Pero una sombra de duda cruzó los ojos del muchacho.

A Alèxia no le pasó por alto, aunque prefirió no mencionarlo.

—¿Aún no me has dicho a qué huelo hoy?

—A ver, a ver… —dijo él mientras olfateaba su cabello, se detenía en los lóbulos de las orejas y la besaba en el cuello.

La muchacha se estremeció y cerró los ojos. Sentir la tibieza de aquel aliento la turbaba sin remedio. El joven pasó la lengua por la piel que dejaba al descubierto su escote.

—Abelard, Sara está en la cocina…

—Necesito tiempo… A ver, a ver, quizá se trate de una mezcla de canela y toronjil.

—¡No te ganarías la vida vendiendo perfumes! Pero tengo una idea. En el próximo viaje a Alejandría que organice papá podríamos ir juntos. Tú con tu malvasia y yo con mis productos. ¡Ya veremos quién sale mejor parado!

Abelard trató de sonreír, pero solo consiguió esbozar una extraña mueca a medio camino del desengaño.

—Llegarás tarde al obrador y a Tomás no le agrada esperar —dijo ella finalmente.

A Abelard lo incomodaba todo lo que tuviera que ver con su padre. Después de aquella conversación donde se habían dicho algunas verdades y ventilado opiniones sin ponerse de acuerdo, a duras penas cruzaban la mirada y solo hablaban lo estrictamente necesario.

Narcís navegaba como podía entre aquellas aguas que adivinaba peligrosas. Al atardecer, los cuatro se sentaron a la mesa para celebrar que el joven pintor había regresado. Los elogios a la comida ocuparon los primeros momentos, después un silencio tenso cayó sobre la mesa. No se acostumbraban a la silla vacía de su madre, pero nadie se atrevía a retirarla.

Narcís hacía lo que podía para levantar los ánimos con disertaciones en torno a la pintura. Sabía que su mundo no tenía nada que ver con el del resto de la familia, pero cumplía la función de distraer, y por momentos captaba su interés.

—Lástima que no hubiera ido antes, ¡me habría gustado tanto conocer a Giotto! Murió justo el año pasado…

—¿Fue el autor de los frescos, en aquella capilla de que nos has hablado? —preguntó Abelard.

—Sí. ¡Claro que no trabajaba solo! Lo ayudaban sus discípulos. Como hago yo con mi maestro —se ufanó.

—Debe de tratarse de pinturas muy especiales para haberte impresionado tanto —comentó Alèxia mientras jugueteaba con unas migas de pan.

—A ver cómo te lo explico, hermana… Te he oído decir que lo que más te agrada de hacer perfumes es pensar en quién los llevará. Encontrar la fragancia que se adapte a la persona que imaginas o que te la ha encargado, ¿no?

—Así es. Pero no entiendo qué tiene que ver —respondió la muchacha con cierta indiferencia.

—Esa es la grandeza de Giotto. ¡No se limitaba a pintar según las fórmulas, le añadía vida!

Todos se miraron y abandonaron la cuchara en el plato. Necesitaban que Narcís siguiera hablando de aquello que, por diferentes motivos, precisaban con urgencia.

—¿Vida, dices? —preguntó Alèxia.

—Hace muchos años ya me lo dijo Ferrer Bassa: lo más importante es captar la esencia. ¡Hasta ahora no lo había entendido! Giotto observaba la realidad y escuchaba a sus figuras…

—¡No lo entiendo! ¿De qué figuras hablas? ¿Acaso no pintaba escenas de la Biblia, de la vida de Jesús? ¡Están todos muertos! —exclamó Abelard, enarcando las cejas con desconcierto.

Narcís soltó una carcajada y luego buscó las palabras para hacerse entender.

—¡Abelard! Deberías verlo con tus propios ojos. Cómo te lo puedo explicar… No todos reaccionamos igual ante la misma situación. ¿Me seguís? —dijo mirando a su padre y sus hermanos.

Un gesto leve de afirmación fue la respuesta unánime. Todos se sentían partícipes, aunque ignoraban cómo evolucionaría la conversación. El joven pintor era consciente de ello, tal vez había llegado su hora. No tenía ninguna duda de que admiraban su arte, pero al fin y al cabo era la extraña afición de unos cuantos tocados por aquella gracia. Lo dejaban hacer como si se tratara de una criatura. En definitiva, no hacía mal a nadie ni creaba problemas; además de que, con la posición de los Miravall, se lo podía permitir.

—Está bien. Pensemos cada uno en una escena, la que más nos interese. ¿De acuerdo?

A aquellas alturas ya nadie comía. Narcís se había adueñado de la situación y no dejaría escapar su oportunidad.

—Si Giotto debiera pintar cada una de las imágenes que tenéis en vuestra cabeza y, al mismo tiempo, debierais aparecer todos, ¿creéis que reflejaría la misma expresión en el rostro, el mismo gesto?

Un nudo se instaló en el estómago de los presentes. Pero Narcís todavía no había llegado a donde quería.

—Partiendo de la misma realidad pintaría también lo que dejarais ver sin palabras, aquello que vuestras actitudes rebelasen.

—Podría equivocarse —objetó Alèxia.

—Claro que podría. Pero, si prestas atención, te das cuenta de que el cuerpo expresa muchas cosas a través de su postura, su andar, la manera de mirar… A menudo revela nuestro interior, hasta lo traiciona.

Jaume, Alèxia y Abelard se miraron de reojo y volvieron a coger la cuchara. Se acabaron la sopa, ya fría, sin más comentarios.

En el barrio de la Ribera no se hablaba de otra cosa. Los habitantes de Barcelona estaban nerviosos y hacían conjeturas en relación a los comentarios que llegaban de aquí y allá.

—Se veía venir, el rey nos volverá a llevar a la guerra —murmuró una mujer desaliñada mientras cogía agua del pozo del Estany.

—¡Que todo sea por alabanza y gloria de Dios! —exclamó la anciana que, sentada muy cerca, vendía ramitas de romero para quemar en las casas.

—¡Vos siempre señaláis lo mismo! ¡Eso es porque no tenéis hijos en edad de ir al campo de batalla! No teníamos suficiente con la falta de grano, que ahora matarán a los jóvenes en Mallorca, después de haber sobrevivido al hambre.

—¿Qué dices, mujer? Coge el agua y vete a casa, ¿o quizá quieres dar lecciones al rey? —terció un hombretón gordo y tuerto.

—¡Mira quién habla! ¡Si fuera por ti ya ganaríamos la guerra, ya! Apuntarías al enemigo y matarías a uno de los tuyos —añadió la mujer, riendo a mandíbula batiente.

—Serás… —bufó el hombre con el puño en alto, mientras la gente tomaba partido por uno u otro bando.

—¡Basta ya! —exclamó una voz por encima del alboroto general.

Pere Ballart y Esteve se habían acercado al lugar al oír los gritos y ver los empujones.

—¿Os habéis vuelto locos, queréis acabar todos en prisión? Os puedo asegurar que no es un lugar al que me agradaría volver —dijo Esteve.

—¡Es esta mujer que se permite criticar las decisiones de nuestro rey! ¡Ignorante, más que ignorante! —repitió el tuerto, y escupió en el suelo.

—¡Haz el favor de calmarte! Podemos hablar de ello sin insultos, digo yo —intervino Pere Ballart, inquieto al ver que unos guardias rondaban cerca.

Las discusiones sobre la pretensión del rey de devolver Mallorca a la corona de Aragón ocuparon gran parte de la tarde. Mientras unos decían que era imprescindible tener un puerto franco para realizar con tranquilidad los viajes a Oriente, había quien se obstinaba en replicar que era injusto.

—Nos quieren dar gato por liebre. El rey Jaume de Mallorca siempre ha rendido vasallaje a su cuñado, a nuestro rey Pere. ¿Ya no lo recordáis? ¡Le pagó las campañas contra Cerdeña y Génova con la condición de que renunciara a reclamar los derechos de sucesión a la corona mallorquina! —exclamó un joven barquero.

—¿Vasallaje, dices? Y entonces ¿por qué acuña moneda propia, desobedeciendo las órdenes? ¿Es así como cumple sus obligaciones de vasallo?

El joven barquero tuvo que retirarse al ver que la mayoría estaba a favor de aquella conquista que parecía inminente. Fuera como fuese, el rey Pere estaba dispuesto a todo con tal de reunificar los estados que Jaume I había separado. Se valdría de cualquier excusa para revestir de legalidad su actuación.

Si le hubieran pedido opinión, Jaume Miravall no habría dudado en ponerse del lado de la reconquista de la isla, pues este hecho favorecería sus negocios. Pero no era precisamente el asunto que lo preocupaba últimamente y lo desvelaba noches enteras. El mercader pensaba que la anexión de Mallorca solo era cuestión de tiempo.

Aquello que le quitaba el sueño era que Abelard no tardaría en querer hablar con su verdadera madre. Lo conocía bien y no sería capaz de refrenarse; algún día le preguntaría los motivos por los cuales lo había abandonado. Él no podía hacer gran cosa, pero sí estaba en su mano advertirla, ponerla al corriente para que estuviera preparada.

Con este propósito, a buena mañana se llegó hasta muy cerca de donde vivía Blanca. En algún momento saldría de casa, ella o su esclava de confianza, que sabía de los devaneos juveniles de su ama. Entonces le pediría hablar en un lugar discreto. Jaume oyó las campanas llamando al ángelus en el mismo lugar donde ya había escuchado los maitines. Cuando, con las piernas doloridas, ya estaba a punto de desistir, la esclava apareció y él pudo entregarle un mensaje. Se verían junto al lago, como la última vez. La esperaría después de comer.

El mercader apenas fue capaz de tragar un trozo de pollo que Sara había asado al horno. Nervioso, fue a su cuarto. Allí guardaba aquella manta donde, años atrás, había hecho el amor con Blanca. La cogió en busca de su olor profundo y, poco después, salió de la casa con el corazón acelerado. No se cruzó con ningún conocido en el trayecto. Era un día caluroso y la gente se refugiaba en las casas. Se había precipitado, por lo que tuvo que esperar un buen rato. Finalmente, el aroma a jazmín anunció la llegada de Blanca. El mercader la contempló sin decir nada, ni siquiera se levantó de la piedra donde descansaba. Ella se sentó a su lado y dijo con voz pausada:

—Me gustaría que me creyeras si te digo que lamento la muerte de Elvira.

—Gracias.

—Está bien. Tú dirás.

—Se trata de Abelard…

—¿Le ha pasado algo a mi hijo? —preguntó la mujer, súbitamente alarmada.

—¡No! No exactamente… Verás… —Un largo silencio precedió a sus siguientes palabras. El mercader había pensado la manera de explicárselo durante muchas noches de vigilia. Se lo sabía de memoria, lo había repasado una y otra vez, pero todas las palabras parecían inadecuadas en su presencia. Así que hizo de tripas corazón y lo dijo derechamente, deprisa y sin mirarla—: Sabe que eres su madre.

—¡¿Qué?! ¡No puede ser! ¡Si llega a oídos de mi marido estamos perdidos! Y si mi padre se entera de que alguien ha desvelado el secreto… Pero ¿cómo lo ha sabido? ¿Se lo has dicho tú? —Blanca hacía una pregunta tras otra mientras se llevaba las manos a la cabeza.

—¡Blanca, por favor! ¡Tranquilízate! Nada de eso sucederá. Abelard es un buen muchacho, nunca te perjudicaría.

—¡Lo abandoné, Jaume! ¿No lo recuerdas?

Se levantó de un brinco y empezó a pasearse mirando el suelo y a Jaime alternativamente, buscando respuestas a una situación imprevista.

—¡Quiero saber cómo lo ha sabido! —exclamó al final.

—Tanto da como ha sido. Lo importante es…

—¡A mí no me da lo mismo! ¡Prometiste que nunca sabría la verdad, se lo prometiste a mi padre! Y siempre he pensado que sería yo quien lo hiciera…

—No ha sido como piensas. Pero es difícil mantener oculta esta clase de secretos. Elvira…

—¡Ella! ¿Por qué? ¿Por qué, después de tanto tiempo? —saltó Blanca.

—No tuvo elección. Los vio…

—No entiendo.

—Vio a Abelard y Alexia juntos. Se aman, Blanca. Ella intentaba proteger a Alèxia, tenía que decírselo. Compréndelo —suplicó Jaume.

Blanca palideció. De repente temió que las piernas le flaquearían y se dejó caer al lado del mercader. Apoyó la cabeza en su pecho para esconder las lágrimas que no podía contener. Después, más serena, lo miró como si fuera una niña suplicando ayuda.

—¿Crees que Dios nos ha castigado, Jaume?