Capítulo 24
Barcelona, abril de 1335
Durante los días que siguieron a aquel reencuentro la familia Miravall vivió en el interior de lo más hermoso, delicado y efímero que podrían imaginar: una burbuja.
La aparición de Alèxia cuando las esperanzas ya menguaban, la reunión de madre e hija y las buenas noticias traídas por Pietro Paladio sobre el viaje del mercader, lo hicieron posible. Pero, como no podía ser de otra manera, en el cénit de su resplandor, la burbuja desapareció. La realidad de una época dura y difícil se impuso. Una serie de revueltas e insurrecciones hicieron estallar el espejismo, dejándolos de nuevo a la intemperie. Barcelona no levantaba cabeza y los habitantes de la ciudad, en su desesperación, delinquían temerariamente para poder sobrevivir o salvar a sus hijos de la muerte.
Aquella Semana Santa se convirtió en más oscura de lo que era habitual. Alèxia se preguntaba si todo el dolor que percibía a su alrededor era justo, si en realidad los castigos que se sucedían sin interrupción solo lograban aumentar la cólera de unos y otros. En medio del caos, el Concejo de Ciento hizo una nueva convocatoria en la plaza del Blat.
«En beneficio de la cosa pública, y para evitar muchos inconvenientes y desgracias, de ahora en adelante todas las mujeres que comercien con su cuerpo, puteros y putas, que ejerzan fuera del burdel de Viladecols serán castigados severamente».
—¿Por qué azotaban a aquella muchacha, madre? ¡Era tan joven! —exclamaba, llorando de rabia, la hija del mercader.
—Tranquilízate, Alèxia. Sabía perfectamente que lo que estaba haciendo está prohibido.
—Pero ¿qué había hecho para pasearla sobre un asno y hacerla sufrir tanto? Narcís iba conmigo, ¡pregúntale! No nos dejaron ayudarla.
Elvira no respondió enseguida. Por un lado pensaba que no era un tema fácil de entender, ni de explicar, y por el otro estaba segura de que no podía permitirse el silencio si quería conservar la nueva confianza que le dispensaba su hija.
—A ver, cómo te lo explico… ¿Recuerdas las palabras del pregonero de hace dos días?
—Sí, madre. Pero ella…
—… ella desoyó la nueva disposición y huyó. Si no se hace cumplir, la ley no sirve de nada —la interrumpió Elvira.
—He hablado con Sara, madre. Me dijo que se trata de una mujer de la vida, que trabaja y vive en Viladecols. Le pedí que me acompañara a la calle del Vidre, para ver el lugar del que hablan, pero se negó, llevándose las manos a la cabeza. Esta muchacha tenía pocos años más que yo, era toda piel y huesos. ¿No las tratan bien? Me dijo Sara que de los catorce dineros que cobran, ellas como mucho se quedan con cuatro o cinco, que también Barcelona necesita de sus servicios e impuestos, que los hombres ya se sabe…
—Hija, es un negocio como cualquier otro, está regulado por la ley. Deben pagar los gastos del hostal, la comida y la cama, y el guardia que las protege. Créeme, no es una buena idea ir al burdel. No está bien que las personas respetables se mezclen con esa gente.
—Pero ¡si los hombres van! ¡Los hombres que tú llamas respetables! He oído conversaciones…
—Yo no tengo las respuestas que me pides, hago lo que me dicen y basta. Tenemos suerte de gozar de una buena posición, tu padre ha trabajado mucho para que no nos falte nada.
—Quizás ella no haya tenido un padre como yo. ¡No puedes culparla por eso! He visto cómo la trataban, peor que a un animal. Las mujeres le escupían y los hombres le hacían jirones la ropa con un látigo, y reían. Reían cada vez que se quejaba o decía groserías. La sangre le resbalaba por la cara…
La fuerte impresión que le había producido aquel suceso atroz la turbaba hondamente. Los ojos de Alèxia brillaban de impotencia y disgusto. Su madre intentaba consolarla buscando excusas para aquel comportamiento vergonzoso.
—Durante estos días santos están más descontrolados. Es mejor no provocarlos.
—No te entiendo.
—No ha huido del burdel, hija. Lo ha hecho del convento.
—¿Del convento?
—Verás, durante los días de Semana Santa, para que los hombres no pequen, se las confina en el convento de las Magdalenas. Allí se las vigila y, si se arrepienten de su mala vida, se pueden quedar.
—Quizás ella no quería ser monja, por eso se escapó. ¡No es justo! Dice Sara que antes de ir a Viladecols la habían echado de la casa donde vivía. Fueron a detenerla a golpes de timbal para avergonzarla delante de todos. El Concejo la acusaba de dejar la puerta abierta y de encender velas después del toque de queda, cuando todo el mundo tiene la orden de cerrar su casa.
Ninguna de las explicaciones de Elvira logró consolar a Alèxia. Aquella noche rezó por la ramera desconocida delante de la imagen de santa Eulalia. Puso el mismo fervor que su hermano, cuando pedía, unas semanas antes, por aquella niña que habían encontrado muerta en la Ribera.
Elvira y Elena se entendieron enseguida, ayudadas por la buena relación que entablaron los más jóvenes. Francesc, el hijo mayor del herrero, ayudaba a su padre y admiraba en secreto a Alèxia. Sança consiguió que la mujer del mercader volviera a su obrador y le enseñara todo lo relacionado con los sombreros que confeccionaba. Se los probaba uno a uno y, por primera vez en mucho tiempo, Elvira reía con ganas con aquella niña pelirroja, divertida y coqueta.
—Ahora no puedo entretenerme, Sança. Después se ponen las plumas. Tengo que marcharme.
—¿Puedo acompañarte?
—No; es peligroso. Si te pasara algo no me lo perdonaría nunca. Pero volveré pronto —añadió la mujer guiñándole el ojo, mientras se apresuraba a recoger los enseres esparcidos sobre la mesa.
—Pero ¿adónde vas?
—Hace tiempo que estoy descuidando las cuentas. Quizá porque me sentía… Ahora he de hacer una visita al señor Cervello. Tenemos cosas importantes que hablar, y me espera Pere Ballart.
—¿Te acompañará Pere? ¡Es muy agradable! ¡Siempre quiere jugar conmigo!
—¡Quién no querría jugar contigo, tesoro! Y sí, Ballart se ha convertido en mi escudero, ya que no resulta prudente salir sola en estos tiempos. Los robos son el pan nuestro de cada día. Y no es el único riesgo…
Elvira evitó mencionar los asesinatos y violaciones que se sucedían en la ciudad. Sança ya ponía cara de espanto con solo pensar que alguien pudiera albergar la intención de robarle. Era mucho más inocente que Alèxia y Elvira decidió quitar hierro al asunto para tranquilizarla.
—¡Vamos, no padezcas por mí, Pere es fuerte y valiente! —exclamó, e imitó la musculatura de un brazo fornido e infló las mejillas para parecerse al bueno de Ballart.
De haber sabido lo que se encontrarían, Elvira nunca habría hecho aquella visita. Cuando se encontraban a pocos pasos de su destino, vieron cómo la turba, que parecía haber enloquecido, asaltaba una de las principales mansiones de la calle Montcada. Llevaban hachas, hoces y garrotes, y habían reventado la puerta. Elvira, pálida como la cera, se apoyó en un muro. Pere la protegió con su cuerpo; estaban cercados y no había escapatoria. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto a lo largo de la calle.
Elvira se quedó conmocionada al ver al hombre que sacaba medio cuerpo por la ventana del desván y pedía auxilio.
—Es… es Clara… —balbuceó.
—Esto no es cosa nuestra. Debemos marcharnos de aquí —la urgió Pere, sabedor de que si le pasaba algo a aquella mujer, Jaume nunca se lo perdonaría.
—¡Lo matarán! ¿Es que no lo ves? —exclamó Elvira cubriéndose el rostro.
—La gente busca el grano de los ricos, tiene hambre, pero no le harán daño. ¡Vamos a casa!
—¡No! —se negó ella con un aplomo desconocido—. ¡Tengo mis razones! ¡Ayúdalo!
—¿Os habéis vuelto loca? ¡No podemos hacer nada! ¡Y no debo poneros en peligro! Los guardias se harán cargo…
—¿Cómo sabes cuándo vendrán los guardias? Ya ha habido demasiados muertos. ¿Es que no me oyes? ¡Ayúdalo! —insistió Elvira, levantando la voz y encarándose con Pere.
—Pero…
—¡Te digo que lo ayudes, por el amor de Dios!
Pere no podía entender aquella súplica frenética por un hombre que tenía fama de comerciar con la pobreza de los barceloneses. La miró a los ojos sin obtener respuesta y, a continuación, convencido de que nada la haría cambiar de opinión, se decidió a actuar.
Mezclado con los asaltantes, entró en la casa y fue arrasando lo que encontraba a su paso para no llamar la atención. Al ver que algunos subían por la gran escalinata de mármol blanco hacia el piso de arriba, pensó que todo estaba perdido, pero aun así improvisó a la desesperada, estaba acostumbrado a ello…
—¡Tú, malparido! ¡Dime dónde escondéis el grano si no quieres que te abra la cabeza aquí mismo! —gritó a uno de los esclavos de Ciará, cogiéndolo por el cuello delante de todos.
Una criada se lanzó a los pies de Ballart, suplicándole que no le hiciera daño. Él la atrajo contra su pecho y le susurró al oído:
—Quiero ayudaros. Sígueme la corriente. —A continuación elevó la voz para que todos lo oyesen—: Sabía que si les apretaba las clavijas cantarían. ¡Estos cerdos tienen escondido el grano en las caballerizas! ¡Vamos allá!
Y así, aprovechando la confusión y ayudado por los esclavos, Pere pudo sacar sanos y salvos a los dueños de casa. A la señora de Ciará tuvieron que arrastrarla por la fuerza: Ardoina se negaba a abandonar sus posesiones.
Una vez en la calle, Dalmau Clara reconoció a Elvira y, con la cabeza gacha, se dejó conducir hasta la casa del mercader, mientras su mujer seguía blasfemando, incapaz de entender el peligro en que se encontraban.
—Como sabéis, mi marido y mi hijo Abelard están en Alejandría. —Elvira hizo una pausa y miró fijamente a Clara, hasta que este bajó los ojos—. Estoy segura de que, dadas las circunstancias, los dos se sentirían muy honrados de ofreceros nuestra casa como refugio.
Después de acomodarlos en la única habitación disponible, la mujer del mercader se quedó unos instantes en el umbral, disfrutando de verdad con aquella situación tan inesperada.
—Os estamos muy agradecidos y de ninguna manera quisiéramos causaros molestias. Mañana mismo os haré llegar…
—Hay cosas que el dinero no puede comprar, Dalmau de Clara. Ni el dinero ni los favores. Hay cosas que solo se hacen por amor, únicamente por amor. Quizá sepa de qué hablo…