Capítulo 6
Reus, primavera de 1342
Mientras observaba a lo lejos el pequeño recinto amurallado de la villa de Reus, ya del todo desbordado por sus nuevos habitantes, Alèxia no podía creer su suerte. Se sentía feliz de haber llegado sana y salva, pero también de no haber cedido a las dudas y súplicas familiares.
Días atrás, Jaume había escuchado de labios de su hija que tenía la pretensión de marcharse a Reus. En su mente se aglutinaron atropelladamente una serie de episodios alarmantes: el largo y cruel encarcelamiento de Esteve, la extrema diligencia de Antón a la hora de protegerlo en Tortosa, ahora desaparecido, quizás encerrado en alguna cueva infecta en las tierras del Ebro, el ataque pirata a la Sant Climent, del que los salvó una de aquellas jugadas del destino, y el terremoto que había sacudido Tarragona dos años atrás.
Pero no solo se trataba de un riesgo físico, del miedo que Alèxia pudiera tener algún contratiempo en los siempre peligrosos caminos del interior, sino que percibía en su hija las señales que tiempo atrás le habían advertido de las problemáticas aficiones de su mujer. Elvira, conteniendo su pasión por los sombreros, había querido establecer el taller en la casa familiar y, de esa manera, salvar a su marido de las habladurías que podía generar el hecho de permitir aquella actividad. Él se había adelantado a sus deseos, proporcionándole el espacio y las herramientas para que no le fuera necesario ponerlo en evidencia.
Las intenciones de Alèxia eran muy diferentes, y el momento era difícil. Barcelona vivía alborotada por la presencia de las naves del rey de Mallorca. Decían que la visita tenía el objetivo de secuestrar al rey Pere y, aprovechando su juventud e inexperiencia, hacerse con aquellas tierras catalanas que se interponían con las posesiones del rey Jaume en el Rosellón.
El mercader debía de estar entre los pocos que sabían cómo pensaba responder su rey a la provocación mallorquina. Pero Alèxia había venido a agudizar la inquietud que la situación provocaba a su padre. Necesitaba paz para llevar a término sus negocios actuales, aunque se daba cuenta de que contradecía la que había sido su habitual manera de actuar. Abelard había resumido aquel conflicto latente con palabras tajantes:
—Espero que el rey Pere se invente pronto una guerra, es un hombre duro y violento, la necesita para sobrevivir. ¡Y nosotros también!
De poco servía que Jaume argumentara a favor de otras maneras de prosperar. Los grandes movimientos de hombres y recursos que suponían las guerras eran un buen punto de partida para comprar y vender, siempre que te adaptaras a las necesidades de unos y otros. Pero el mercader apostaba por una ciudad próspera y pacífica, donde poder hacer negocios con casas y palacios, cada vez más solicitados en una Barcelona que quería ser una ciudad libre y reafirmar sus aspiraciones de autogobierno.
Las pretensiones del rey Pere de adelantarse y encarcelar al monarca mallorquín recrudecerían el conflicto y agravarían la situación económica, desalentando a la gente a residir en Barcelona. Los grandes caserones que Jaime había comprado para compartimentarlos en pequeños tugurios que alquilaba a un precio módico se quedarían vacíos.
Cuando se había enterado de que su hija quería viajar a Reus para participar en la feria que acababa de establecerse allí, el mundo se le vino encima. Consentía aquel negocio de los perfumes que llevaba con Tomás porque desde el comienzo lo había considerado un juego de niños, y también porque, en el fondo de su corazón, estimaba al muchacho. Desde que le había dado aquella cajita con las violetas antes de viajar a Alejandría, Jaume lo seguía de cerca, lo protegía desde la sombra para que prosperaran sus iniciativas.
Alèxia y sus acompañantes llegaron a la plaza del Mercadal de Reus y se mezclaron con el gentío. Sentada en el pescante del carruaje que Jaume les había proporcionado, contemplaba con curiosidad las faenas de los campesinos y los feriantes habituales. Esteve había insistido en que viajara detrás, menos expuesta a la curiosidad que en cualquier lugar despertaban los forasteros, pero ella se había negado en redondo. Quería verlo todo abiertamente y había relegado a Tomás al asiento interior.
La ayuda de Esteve había sido crucial para sus planes. Desde que se lo había encontrado en Santa María del Mar, cuatro años atrás, los tres se habían convertido en inseparables. Jaume nunca habría aceptado que su hija hiciera el viaje a Reus si no hubiera ido también aquel hombre servicial al que la prisión había envejecido de manera prematura.
Para Esteve, el encuentro con Alèxia había supuesto una especie de renacimiento, la oportunidad de enderezar su vida, aunque las miradas de los barceloneses le recordaban siempre lo que había hecho, discriminándolo sin contemplaciones. De poco había servido que Jaume Miravall le hubiera ofrecido un puesto en la cuadrilla, ni siquiera ahí se sentía seguro. Solo la compañía de Tomás, para quien se convirtió en un padre, y las esporádicas, pero cada vez más frecuentes, apariciones de la hija del mercader, conseguían levantarle el ánimo.
Al ver a los hombres y mujeres que se ocupaban en la enorme plaza de los preparativos, Alèxia sintió una gran alegría. Por fin podría poner en práctica todo lo que había aprendido escuchando atentamente las conversaciones de su padre y su hermano, así como los consejos que le había dado durante la travesía su admirado Pietro Paladio, a quien no olvidaba. Además, la estancia en Reus le daba la oportunidad de distanciarse un poco de Abelard.
La relación se había vuelto muy difícil desde que le había contado las últimas palabras de Elvira. Se arrepentía de ello, sobre todo por el daño que había hecho aquella revelación a las relaciones entre Abelard y su padre. Si eran hermanos, ¿por qué su padre era incapaz de seguir las normas que Dios imponía?, razonaba Abelard. Se había confesado con un monje amigo de Jaume que no había dudado sobre el carácter pecaminoso de la situación, aunque accedió a solicitar la dispensa del Papa tras una tensa conversación con el mercader.
—No tenéis que adoctrinarme sobre la posición de la Iglesia, padre Junyent. La conozco muy bien. Pero todo en esta vida tiene sus excepciones. Si no fuera así, ¿podéis explicarme por qué el señor de Canelles ha recibido licencia para casarse con una de sus primas hermanas?
—Pero no hablamos de lo mismo. Alèxia y Abelard son vuestros hijos, los dos. ¡No hay situación más repugnante a ojos de Dios!
—Yo tengo otra experiencia de Dios, padre Junyent. La Iglesia está compuesta por hombres que interpretan la palabra divina, y yo también soy un hombre. Esta pareja acabará junta sus días, estoy convencido; pueden hacerlo en pecado o con la aprobación de todos. No sería justo negarles lo que la nobleza consigue con dinero. Yo también tengo dinero… —Jaume había ido subiendo el tono hasta dar su golpe de efecto; esperaba que fuera definitivo.
—Sois un hereje, Jaume Miravall. Vuestras afirmaciones podrían ser llevadas ante un tribunal eclesiástico, pero también sé —dijo el monje mientras cogía de la mesa la pesada bolsa con monedas de oro— que sois un hombre bueno y que os complace ayudar la obra de Dios.
—Vos mismo decís a menudo en vuestros sermones que un mal menor puede llegar a hacer un gran bien.
—Sí, y lo suscribo. Este dinero ayudará a terminar la Iglesia del Mar. La ciudad acudirá a ella sin saber que se ha elevado con dinero manchado, pero eso ya lo arreglaremos.
—No tengo ninguna duda, padre Junyent.
Alèxia, que lo había escuchado todo desde el otro lado de la puerta, se sintió orgullosa de su padre. En momentos así reconocía en Jaume el mismo espíritu que corría por sus venas y le agradeció de todo corazón aquella ayuda. Pero el problema era Abelard. Ya hacía meses que la situación había comenzado a afectarlo de una manera desconocida para la hija del mercader.
Se concentraba de tal manera en el trabajo que no tenía tiempo para verla como antes. Hacía mucho que no pasaban horas abrazados, hablando del futuro y, aún más inquietante para Alèxia, a menudo rechazaba sus caricias con un gesto de temor. No tenía ninguna duda al respecto: los rumores que corrían por la ciudad sobre su relación estaban haciendo mella en el ánimo de Abelard.
Pero él tendría que superar esas dudas paralizantes. Saltó del pescante y contempló el escenario donde pasarían los próximos quince días. Reus había desbordado ampliamente sus murallas y la ciudad parecía concentrarse en torno a la plaza del Mercadal. Su padre le había dicho que no dejara de visitar la plaza del Castillo ni la iglesia de Santa María, a la que hacía muy poco le había concedido el rango de priorato. No tardaría en conocer las opiniones de los feligreses sobre este hecho, ni las voces que pedían que su advocación fuera cambiada por la de san Pedro y que, algún día, fuera erigida una iglesia más grande, capaz de acoger a toda la población de la villa.
Tendría tiempo para todo. Mientras tanto, había que conseguir los permisos necesarios, instalar su tenderete en la feria y buscar a los tíos con quienes esperaban alojarse. No sería tarea fácil luchar contra las prevenciones de Esteve, ni contra las constantes inquietudes de Tomás, pero por primera vez podría hacer lo que quería. Y eso la llenaba de júbilo.
A pesar de las reticencias de Esteve, Alèxia consiguió que Tomás la acompañara en busca de su familia de Reus. No obstante la estima que sentía por el primero, con su joven socio se encontraba más libre; era más osado, a veces hasta límites peligrosos.
—Solo buscaremos la droguería de los Miravall, ¿de acuerdo? No pienses que comenzaremos a dar vueltas por Reus, como si no tuviéramos nada que hacer.
—Claro que sí… —respondió Tomás, convencido de que si vislumbraban algo que les llamara la atención, la muchacha lo seguiría sin vacilar.
Atravesaron el portal de la muralla que daba acceso al primer recinto, donde hasta hacía pocos años se había desarrollado la vida ciudadana. Las casas eran humildes y, salvo algún caserón que llamaba la atención, nada era como en Barcelona. Las calles se veían más tranquilas y no había mendigos ni gente de mal vivir. Alèxia pensó que en cuanto se lo explicara a Esteve, este ya no se preocuparía tanto y la dejaría ir a su aire. Lo necesitaba.
Siguieron por una calle estrecha en la dirección que les habían indicado y pronto se encontraron en la plaza del Castillo. Según su padre, muy cerca tenían su botica los Miravall de Reus. La muchacha se quedó observando la pequeña iglesia de Santa María mientras Tomás se esforzaba por encontrar a alguien que les indicara las señas de la tienda. No le costó demasiado enterarse.
—Habías dicho que solo buscaríamos a tus tíos. Ya vendremos a ver la iglesia, seguro que Esteve querrá asistir a alguna misa. Se ha vuelto muy religioso.
—¿La ves, Tomás? Es pequeña pero bonita.
—Me han dicho que la botica está en la calle detrás del castillo. ¡Vamos!
Alèxia salió de su arrobamiento y el nerviosismo por aquel encuentro inminente ocupó su corazón. Nunca había visto a sus tíos. Cuando eran pequeños, su padre les contaba a menudo historias de su vida en Reus, pero sonaban como cuentos sin asidero real y no les quedaba claro si aquellas personas existían de verdad. Ahora estaba a punto de encontrarlos por primera vez y estaba nerviosa. ¿Cómo serían? ¿Se parecerían a su madre?
La botica era muy pequeña, tanto que casi la pasaron de largo. Pero Tomás la retuvo por el brazo antes de que siguiera calle abajo. Solo unas letras grabadas en el encalado y el dibujo de una olla anunciaban la droguería Miravall. Alèxia puso una expresión de extrañeza.
—¿Estás seguro? ¡Esto parece escrito por un niño!
Los habitantes de aquel tugurio debieron de oír sus voces, pues una mujer gorda salió a la puerta. Alèxia se esforzó en reconocer en ella algún rasgo de su difunta madre, pero sobre todo aquella gran nariz de Margarida de la que tanto se burlaba de pequeña.
—¡Tú debes de ser Alèxia! ¡Ven a mis brazos! ¡Cuando me dijeron que vendrías no me lo podía creer!
La muchacha tuvo que recordarse cuánto quería su madre a su hermana mayor para aceptar aquel abrazo. Irene tenía unos brazos robustos y sucios de una sustancia extraña y pegajosa. Les pidió que entraran en la tienda, y Alèxia se sintió decepcionada. No se parecía en nada a la botica que había cerca de su casa, en la calle Ampie. Había algunos barreños y jarras, además de una olla de cobre y cañizos donde habían extendido aquella sustancia blanca que parecía embadurnarlo todo.
—¿Esta es la tienda? —preguntó Tomás con inocencia; ya era más alto que Alèxia y le costaba mantenerse erguido sin tocar el techo.
—Sí, pero principalmente hacemos almidón. Hay otros lugares mejor provistos en el pueblo y nosotros salimos adelante así.
Les mostró todo lo que había en el local como si fuera lo más importante del mundo. Después comenzó a explicar todo el proceso de la obtención del almidón, cómo ponía el trigo en remojo para que se macerara, la forma en que trituraba los granos para extraer el almidón, cómo lo dejaba secar antes de venderlo. A Alèxia le pareció aburrido y en absoluto parecido a la tarea que realizaban ella y Tomás.
—No sabes cuánto sentí la muerte de tu madre, pequeña. Aunque se había marchado muy joven del pueblo, su recuerdo permaneció siempre en nosotros.
Irene, a punto de llorar, les mostró los tres jergones que había dispuesto en una habitación pequeña abarrotada de recipientes. Alèxia se lo agradeció. No sería el mejor lugar que le habían ofrecido en su vida, pero ya se había bautizado en el barco contra las incomodidades. No obstante, siempre recordaría su estancia en Reus por aquella pasta blanca que se le pegaba por doquier, que incluso penetraba en su nariz, como si quisiera ahogarla.
Cuando los dos amigos volvieron a la plaza del Mercadal, Esteve ya había montado el puesto donde expondrían los perfumes. Solo faltaba que las manos delicadas de Tomás sacaron los frascos de sus cajas, donde habían viajado entre algodones.
Alèxia se alegró al ver que uno de los compradores que daba vueltas entre los feriantes se acercaba al puesto.
Fueron quince días llenos de sensaciones, y también comenzó a querer a Irene, aunque esta siempre le preguntaba por su hermana Margarida y se extrañaba de recibir solo evasivas por respuesta. Pero la muchacha sabía la manera más efectiva de desviar la conversación: alabar aquel menjar blanc que no había vuelto a probar desde el fallecimiento de su madre.
No llovió ni un solo día sobre la plaza del Mercadal, y hasta Esteve sonreía.