Capítulo 13

Alèxia y Abelard se encontraron una vez más solos en la mesa. Las ventanas cerradas aún agravaban la sensación de ahogo. Su aspecto era ojeroso y el pelo negro de la muchacha lucía enmarañado. Las albóndigas que había preparado Sara estaban demasiado saladas, pero ni uno ni otro hicieron ningún comentario al respecto. Al llegar al postre, Alèxia olió el melocotón que tenía en las manos y dijo:

—Abelard, tenemos que hablar.

Cuando Alèxia decía esta frase su hermanastro sabía que no se trataba de un capricho. La miró por encima de la jarra de agua que los separaba y descubrió en su rostro una luz añorada. Entonces, ella le mostró el melocotón.

—Debemos usar la cabeza, amor mío.

Alèxia se dirigía a él con estas palabras en contadas ocasiones. Siempre tenían un efecto ambivalente en el ánimo del joven.

—¿Ves este melocotón? ¿Lo ves, Abelard?

—Sí, claro que lo veo. ¿Dónde quieres ir a parar?

—¿Para qué dirías que sirve?

—¿Para qué puede servir un melocotón, si no es para comérselo? —exclamó, sabiendo que su respuesta no satisfaría a Alèxia.

Ella aún se hizo rogar un poco más. Le agradaba jugar, ponerlo a prueba.

—Muy bien, para comer. ¿Y para alguna otra cosa, quizá?

No obtuvo más respuesta que una expresión de extrañeza, así que se lo explicó, tan claramente se le había revelado un momento antes.

—¡Huélelo! ¿Verdad que tiene un olor potente y agradable?

Abelard le dio la razón.

—¡Debemos encontrar nuevas fórmulas! Las que teníamos a nuestro alcance han dejado de existir. El caos no nos deja ver, por todas partes hay un miedo que nos paraliza. Es el peor aliado, Abelard. Nos deja ciegos y maniatados.

—¿Estás pensando en el negocio de perfumes de tu amigo? Creía que ya no te interesaba.

—No exactamente. Estoy intentando asomar la cabeza por encima del horror y mirar lo que me rodea con cierto distanciamiento, desde arriba, no sé si me entiendes…

Abelard hizo una mueca poco expresiva.

—De acuerdo. Avancemos poco a poco. No tenemos productos de tierras lejanas para hacer perfumes, y tampoco los podemos adquirir. Barcelona está aislada. Nuestra gente los necesita, no solo Tomas y yo para hacer negocio, como dices. Según parece, un aire limpio y perfumado es importante para no coger la pestilencia y también para la curación de los enfermos. Podemos llorar, rezar y darnos golpes en el pecho, incluso probar con hechizos, pero también podemos valemos del ingenio. El melocotón tiene buen olor, ¿por qué no aprovecharlo? Piensa en momentos que hayas sentido olores agradables. ¿Dónde estabas?

—En el mar —respondió el muchacho tras rumiarlo un instante.

—¡Sí, en el mar! ¡Es posible que las algas sirvan! ¿Dónde más?

—También en la montaña…

—¡Claro! Si ya no queda espliego, ni tomillo ni flores, se puede probar con raíces, con la resina de los árboles… ¡o las hojas del pino!

Abelard la escuchaba arrobado. Quería compartir el resto de su vida con aquella mujer prodigiosa. Sin poder evitarlo, se ruborizó: había otros perfumes más íntimos que despertaban su olfato de manera prodigiosa.

—¿Me prestas atención? —preguntó Alèxia al ver que se había distraído.

—¡Sí, sí! Hablabas de…

—De acuerdo. ¡Enseñaremos a la gente a elaborar sus propios remedios! Algunos hombres de la cuadrilla están ociosos, y eso es malo. ¡Nosotros les daremos faena y esperanza, Abelard! ¡Organicémoslos de nuevo, tú y yo! ¡Juntos podemos hacer grandes cosas!

A pesar del bochorno que cubría sus cuerpos, los dos hermanos notaron cómo un soplo de aire fresco los confortaba. Durante largo tiempo hablaron de nuevos retos, de cómo conseguirían reavivar su entorno cuando todo aquello pasara. Y una cosa llevó a la otra.

Cuando más embalados estaban en la búsqueda de caminos alternativos a los ya existentes, Sara irrumpió en la habitación con una carta en la mano.

—Ha venido un mensajero —dijo con voz temblorosa.

Ambos la miraron extrañados. Solo al ver la procedencia de la misiva entendieron su conmoción. Ninguno de los dos se atrevió a cogerla y Sara siguió con el brazo estirado hasta que Alèxia se decidió.

Todo el entusiasmo desplegado durante la comida se había esfumado. Después de contemplar la carta unos instantes, la hija del mercader tomó la palabra.

—Diga lo que diga el Santo Padre, difícilmente podrá convencerme de que es pecado lo que siento por ti.

Abelard no respondió de inmediato. Tras beber un vaso de agua sugirió que la enseñaran a su padre. Al fin y al cabo, era a él a quien iba dirigida.

Abandonaron la estancia en dirección al lugar donde su padre trabajaba. El plato que Sara había dejado en la puerta seguía intacto. Llamaron sin obtener respuesta, y al entrar un hedor irrespirable hizo que temiesen lo peor.

—¡Papá! —gritó Alèxia, lanzando la carta al suelo y precipitándose hacia donde Jaume yacía de bruces.

Al darle la vuelta, los dos jóvenes soltaron un grito y se llevaron la mano a la boca. Jaume Miravall estaba bañado en su propio vómito sanguinolento. Sus ojos abiertos estaban vidriosos e inertes.

—¡Dios mío! —dijo Abelard, tapándose la nariz.

Al ver que Alèxia se acercaba con intención de limpiarle el rostro, el joven la apartó con brusquedad.

—¡No lo toques! No podemos hacer nada por él, está muerto.

La esclava los había seguido a cierta distancia. Le preocupaba el contenido de la carta, sabía que marcaría su destino. A Alèxia la veía más fuerte, pero Abelard no lo tendría tan fácil. La vida lo había castigado duramente en los últimos años.

Sara oyó llantos dentro de la habitación y pensó que el Santo Padre no se había apiadado de la pareja y había desestimado el caso. Pero cuando oyó los gritos, temió que la causa fuera otra. Al comprender lo sucedido llamó a los esclavos. Solo dos de ellos acudieron, los otros tres se negaron, a pesar de la amenaza de ser expulsados o azotados.

Los hombres lo envolvieron con una sábana y, cuando levantaron el cuerpo del suelo, un breve lamento los detuvo en seco.

—¡Rápido! ¡Llevadlo a su cuarto! —dispuso Alèxia, y dio gracias a Dios por el milagro que acababa de producirse.

Ante la mirada incrédula de Abelard, la muchacha tomó las riendas de la situación.

—Sara, pon agua a hervir. Trae también un cubo y el incienso. Busca paños para aplicárselos mojados, a ver si conseguimos bajarle la fiebre. ¡Abelard! ¿Se puede saber qué haces? ¡Corre a buscar un médico!

Pero Abelard volvió a casa solo, cuando ya oscurecía. Su expresión era de derrota y fue hasta el cuarto de su padre sudando y sin ánimos. Alèxia se esforzaba por controlar los temblores de Jaume. Al ver entrar a su hermano, lo miró.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el médico? —preguntó.

—Ha muerto.

—¿Cómo que ha muerto? Y si fuera así, ¿es que no hay otro en toda Barcelona? —replicó ella cada vez más alterada.

Abelard observó la habitación y vio platos con melocotones troceados esparcidos por el suelo. Aquella mujer era increíble, pensó. Después se dejó caer en un banco y dijo:

—Parece el fin del mundo, Alèxia. Ya no sé dónde buscar, de un lugar me mandan a otro y, al llegar, tampoco hay nadie. Algunas casas están tapiadas y el hedor se extiende por doquier.

—De acuerdo, volveremos a intentarlo mañana. Coge un algodón y empápalo en este perfume. Póntelo en la nariz, te ayudará a respirar.

—He pensado que deberíamos avisar a Narcís, él no sabe nada de papá… —dijo él sin demasiada convicción.

Alèxia fingió que no lo oía. Que su padre se encontrara a las puertas de la muerte era algo que no estaba dispuesta a admitir.

—Alèxia, quizá se trate de habladurías, no lo sé. Pero he oído decir a una mujer que la enfermedad no ha llegado al monasterio de Pedralbes. Las monjas tienen fama de saber cuidar a los enfermos. Quizá podríamos llevar a papá…

—¿Las monjas, dices? —repitió Alèxia, incrédula, y reflexionó. Si las monjas no habían enfermado quizás era porque estaban fuera de la ciudad, o porque la pestilencia respetaba aquel lugar sagrado. Ella nunca lo había creído demasiado, como sus padres, pero no perdían nada, era imposible encontrar un médico en Barcelona. Aún le dio un par de vueltas más a la súplica de Abelard. Blanca de Clara había ingresado en la orden de las clarisas; quizás, a pesar de todo, Abelard también sufría por su madre…

—Tienes razón. Lo llevaremos al monasterio. Además de que es justo que Narcís lo sepa. Nos marcharemos mañana, a primera hora.

La hija del mercader no se separó de la cama de Jaume en toda la noche. El rostro de la muerte se hizo presente en varias ocasiones y no pudo dejar de pensar en la despedida de su madre, en sus últimas palabras, en aquella confesión que a Elvira le otorgó cierta paz y a ella la desgarró por dentro. Pero ¿qué había sido de la carta? Con todo aquel revuelo, no había vuelto a pensar en ello. A toda prisa se dirigió al lugar de los hechos. No había ni rastro de ella. Todo estaba limpio, Sara había hecho un buen trabajo. Como si se la llevaran los demonios, subió las escaleras y entró en la cocina, de donde salía un tibio olor a leche.

—La carta. ¿Dónde está la carta, Sara?

—¿Una carta? Hoy no han traído ninguna carta. ¿Pasa algo?

—La carta que nos entregaste ayer, la del… —Algo en la actitud de la esclava le hizo pensar que la hacía hablar por hablar—. Sara, cuando fuimos a ver a papá llevaba la carta que tú misma nos entregaste. No recuerdo dónde la dejé, pero no la tenía cuando salí de la sala. Las cartas no desaparecen solas y tú debes de haberla encontrado al hacer limpieza. ¿Dónde está?

—Ya te he dicho que no la he visto. Lo rocié todo a fondo, las otras esclavas también me ayudaron, quizás acabó en la basura —respondió sin mirarla.

—¡Era importante, Sara! ¿Dónde está la basura? —preguntó, airada, y cogió a la mujer por el brazo.

—Hay orden de no almacenar desechos en las casas, tú misma lo has oído. ¡Hedía mucho! La llevaron a quemar, Alèxia.

—¿Sabes qué significa eso? ¡Eh! ¿Sabes qué significa? —se exacerbó la joven.

La esclava no se inmutó y aguantó. Cuando el chaparrón remitió un poco, dijo:

—Si tu madre estuviera aquí sé muy bien lo que diría: que ha sido voluntad de Dios.

La hija del mercader se relajó y, como cuando era pequeña, se arrojó a los brazos de aquella mujer que tantas noches le había hecho compañía contándole historias de su tierra, que le había sacado las castañas del fuego en más ocasiones de las que podía recordar.

—Llora, pequeña, llora. Te sentirás mejor —susurró la esclava mientras le daba palmadas en la espalda y la acunaba en un leve balanceo.

—¿Papá está bien? —preguntó Abelard, que, alertado por los gritos, entró en la cocina con los ojos legañosos.

—Ha pasado una noche difícil, pero ahora duerme —respondió Alèxia mientras se secaba las lágrimas disimuladamente—. Tomo algo y nos ponemos en marcha.

Antes de abandonar la casa, la hija del mercader dio minuciosas instrucciones a la esclava y a todo el servicio. A partir de ahora se cubrirían la boca con una tela fina. Si el aire estaba contaminado no era cuestión de ponérselo fácil a la maldita pestilencia. También era importante rociar la casa con vinagre dos veces al día, así como registrar el obrador de su madre en busca de los perfumes y jabones que recordaba haber visto allí. Serviría cualquier cosa que hiciera el aire más respirable.

—¿Qué llevas en esa bolsa, Alèxia? —preguntó Abelard cuando vio que se la colgaba del hombro antes de subir al carruaje.

—Algodón, un poco de perfume, paños, agua hervida… cosas.

Con paso firme y regular, las dos mulas pusieron rumbo a Pedralbes. A veces les resultaba difícil sortear las procesiones multitudinarias que pedían clemencia invocando la misericordia de Dios. Tampoco era sencillo no detenerse para consolar a las criaturas que lloraban buscando a sus padres, ni ayudar a los pobres indigentes que agonizaban en las escaleras de la catedral, esperando que al abrigo de la casa de Dios la muerte fuera más dulce o alguien se apiadara de ellos.

Si Abelard dudaba demorando el paso de las mulas, Alèxia le daba prisa.

—¡Ahora no, Abelard! Tápate la boca y no mires. ¡Adelante!

Salir a extramuros tampoco resultó sencillo. Las puertas estaban vigiladas por un nutrido grupo de guardias que alertaban a todos los que pretendían abandonar la ciudad.

—¡Si salís, no os puedo asegurar que podáis volver a entrar! Yo en vuestro lugar no lo haría… —dijo el que parecía al mando.

La hija del mercader no titubeó, ya había pasado por aquella experiencia el día que encontró muerto a Mateu. Ordenó a Abelard que fustigara las bestias.

—¡Ya veremos! —dijo cuando el guardia ya no podía oírla.

Subían la cuesta y el sol ya comenzaba a dejarse sentir. Hicieron un descanso para coger un brote de tomillo que asomaba entre unas piedras, bebieron un poco de agua y comieron unas avellanas. Las campanas del monasterio tocaban el Ángelus cuando el carruaje se detuvo a poca distancia de sus muros.

Antes de recorrer el último tramo se miraron extrañados. Lo que se mostraba a sus ojos no era el lugar tranquilo que esperaban encontrar.

En la comunidad de la orden de Santa Clara ya se habían celebrado dos ordenaciones, la población de monjas se había duplicado y en el pequeño convento residían seis frailes franciscanos que les daban asistencia espiritual. El palacete que se había hecho construir la reina Elisenda estaba cerca y la villa de Sarrià le rendía homenaje. Todos los servicios giraban alrededor del monasterio: venta de carne, pescado y verduras, una panadería… Pero nadie parecía estar en su sitio. De hecho, las idas y venidas de la gente eran cada vez más aceleradas.

Sin saber qué hacer, bajaron del carruaje para acercarse a un hombre que parecía ajeno a la locura general.

—Buenos días. Acabamos de llegar… —dijo Abelard.

—¿Vosotros también queréis hablar con el doctor? —preguntó el anciano atusándose la barba.

—¿El doctor? ¿Qué doctor? —se apresuró a preguntar la hija del mercader.

—Si no queréis ver al doctor, ¿qué os trae por aquí? —preguntó el viejo, receloso.

—Mire, buen hombre, es una larga historia y no tenemos tiempo. ¿Sería tan amable de explicarnos de qué doctor habla? —insistió Alèxia, nerviosa.

—¡Ay, hijos! No recuerdo su nombre, pero hablan de un sabio que sabe curar este mal tan terrible. Viene de Lleida…

—¿Está seguro? —preguntó Abelard.

—A mi edad ya no estoy seguro de nada. Pero eso es lo que dicen.

La pareja se abrazó, pensando que quizá no todo estaba perdido, que tal vez su padre aún tendría una oportunidad. Pero ¿cómo hacer para convencer a aquel sabio de que atendiese a su padre?

Mientras buscaban posibles soluciones oyeron llegar un carruaje cubierto, fuertemente escoltado por la guardia real. Sin duda, en él viajaba aquel doctor de Lleida. Se acercaron tanto como pudieron, pero no pudieron ir más allá de los celosos guardias que lo protegían. Los gritos iban en aumento y pronto los alborotos lo complicaron todo. Algunos hombres y mujeres fueron arrestados mientras gritaban un nombre.

—¡Jaume d'Agramunt, apiádate de nosotros y de nuestros hijos!